EL ciclo kirchnerista iniciado en 2003 modificó muchas cosas de la política y la economía argentina. Entre ellas, el paradigma de la asociación público-privada que regía en el país para la provisión de la mayoría de los servicios públicos, que sigue siendo el modelo exitoso predominante en el mundo.
En ese esquema, el Estado firma un «contrato» con un proveedor privado para que éste diseñe, construya, financie y opere, según los casos, un determinado servicio, con parámetros de calidad y eficiencia preestablecidos, contra el cobro de una tarifa, un subsidio o un canon. Este mecanismo resulta exitoso porque reduce los riesgos que asume el sector público y obliga a la eficiencia del sector privado; por lo tanto, favorece a los consumidores del servicio, pero también a los ciudadanos, que pagan finalmente, en forma directa o vía impuestos, ese servicio.
Un claro ejemplo de este tipo de contratos puede observarse en las autopistas de acceso a la ciudad de Buenos Aires, que fueron reconstruidas y operadas bajo la responsabilidad de empresas privadas contra el cobro de un peaje, oportunamente licitado. Las empresas, entonces, tuvieron que encargarse de los costos de construcción (minimizándolos para ganar más, y haciéndolo con materiales resistentes al paso del tiempo, también para minimizar los costos de mantenimiento). A su vez, al ser de largo plazo, ese contrato incluía ajustes y obligaciones de ampliación de las rutas y multas y hasta el retiro de la concesión, si no se cumplían las condiciones establecidas, y en la medida en que el Ente Regulador respectivo funcionara como corresponde. Las empresas, con ese contrato en la mano, buscaron financiamiento de accionistas o entidades financieras, y redujeron así el costo de financiamiento del Estado. Este mecanismo, bien instrumentado, reduce costos de todo tipo, incluidos los vinculados a los que el sector privado suele cargarle al Estado en las obras públicas, la corrupción, los costos de financiamiento, el desvío de fondos públicos hacia otros fines, etcétera.
Uso el ejemplo de las autopistas porque permite una simple comparación. Invito al lector a transitar por cualquiera de las dos autopistas de gestión privada en los accesos a Buenos Aires y a comparar su estado con el Camino del Buen Ayre, que hace unos años pasó a la gestión pública de la provincia de Buenos Aires.
Es cierto que la gestión pública en las autopistas urbanas de la ciudad de Buenos Aires luce eficiente, pero es probable que, bajo gestión privada, el Estado local se hubiera podido sacar un problema de encima y hasta aumentar su recaudación. También es cierto que en materia de autopistas el sistema por cobro de peaje funciona sólo bajo ciertas densidades de tráfico. Pero eso no impide otros mecanismos de asociación público-privada, con otra forma de financiamiento.
Obviamente, la disrupción que en todos los contratos introdujo la salida de la convertibilidad obligaba a un replanteo integral de las tarifas, los mecanismos de ajuste, los montos y plazos de inversión, etcétera.
Lamentablemente, el ciclo kirchnerista, en lugar de renegociar íntegramente los contratos y corregir los errores regulatorios preexistentes, decidió retroceder. En este sistema, el Estado se hace cargo de los riesgos, de las inversiones, de los costos, mientras el sector privado, salvo honrosas excepciones, termina operando por cuenta y orden, sin capacidad de decisión y, sobre todo, sin mecanismos de eficiencia que reduzcan en el tiempo los costos y mejoren la calidad del servicio.
Por el contrario, el sistema actual presenta costos crecientes y deterioro del servicio. Además, permite canalizar en materia de obras y servicios públicos el «capitalismo de amigos», pagar sobre costos y generar un mecanismo de «costo plus» en asociación con proveedores y sindicatos. No es casualidad que los mayores aumentos salariales del último bienio hayan correspondido a gremios vinculados con servicios concesionados, pagados con fondos públicos. Este «modelo» ha perjudicado a quienes han pretendido invertir y operar eficientemente sus concesiones.
Pero este sistema resulta inviable en el largo plazo. Los subsidios se han vuelto infinanciables y el deterioro de la calidad en muchos casos ya se padece demasiado.
La «alternativa» ideada por el Gobierno ha sido reducir parcialmente el conjunto de personas subsidiadas y traspasar, en el caso de los subterráneos de Buenos Aires, la gestión al gobierno local.
Transformar subsidios en precios que paga el consumidor reduce el problema fiscal, pero no altera las distorsiones arriba mencionadas ni genera incentivos a la inversión y a la eficiencia. Los mayores costos los pagarán ahora los consumidores directamente, pero las inversiones seguirán en manos del Estado y el ajuste por deterioro en la calidad del servicio continuará. Es verdad que si se incrementan los precios de los servicios se incentiva un uso más eficiente de éstos por el lado de la demanda, pero no hay ningún mecanismo para mejorar la eficiencia y la calidad por el lado de la oferta.
En otras palabras, siguen los mismos problemas, pero ahora en lugar de manifestarse en mayores subsidios se resolverán con mayores precios. Sin atenderse la cuestión de fondo.
En ese sentido, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires tiene una oportunidad de oro, no sólo para lograr un servicio cada vez más eficiente de los subterráneos locales, sino también para diferenciarse de la gestión del gobierno nacional con vistas al proyecto de construir una alternativa de poder nacional hacia el futuro.
La ciudad de Buenos Aires, como la nueva «punta» del contrato de concesión del servicio de subterráneos, puede encarar la demorada renegociación integral de ese contrato con la empresa concesionada y revisar no sólo las tarifas, como lo ha hecho, sino también compromisos de inversión, expansión del servicio y mejoras de bienestar para los pasajeros.
La mayoría de los ciudadanos de Buenos Aires estarían dispuestos a pagar un aumento sustancial del precio del servicio en la medida en que éste se vea acompañado de mejoras crecientes de su calidad y extensión; quienes no pueden pagarlo podrían ser subsidiados convenientemente a través de la tarjeta SUBE.
Hay que tener en cuenta, finalmente, que la modificación de la tarifa del servicio de transporte subterráneo sin cambiar la tarifa del servicio de transporte colectivo (en jurisdicción difusa) producirá un desplazamiento de la demanda hacia el transporte automotor imposible de atender, lo que pone de manifiesto que el tema transporte en Buenos Aires y el GBA debe ser considerado en forma integral.
En síntesis, se presenta una gran oportunidad para escapar de la lógica perversa del sistema nacional de manejo de los servicios públicos. Desaprovecharla no sólo tendrá costos para los ciudadanos porteños. También impedirá una diferenciación entre el Gobierno y Pro, que aspira a convertirse en una verdadera alternativa nacional de poder.
© LA NACION.
En ese esquema, el Estado firma un «contrato» con un proveedor privado para que éste diseñe, construya, financie y opere, según los casos, un determinado servicio, con parámetros de calidad y eficiencia preestablecidos, contra el cobro de una tarifa, un subsidio o un canon. Este mecanismo resulta exitoso porque reduce los riesgos que asume el sector público y obliga a la eficiencia del sector privado; por lo tanto, favorece a los consumidores del servicio, pero también a los ciudadanos, que pagan finalmente, en forma directa o vía impuestos, ese servicio.
Un claro ejemplo de este tipo de contratos puede observarse en las autopistas de acceso a la ciudad de Buenos Aires, que fueron reconstruidas y operadas bajo la responsabilidad de empresas privadas contra el cobro de un peaje, oportunamente licitado. Las empresas, entonces, tuvieron que encargarse de los costos de construcción (minimizándolos para ganar más, y haciéndolo con materiales resistentes al paso del tiempo, también para minimizar los costos de mantenimiento). A su vez, al ser de largo plazo, ese contrato incluía ajustes y obligaciones de ampliación de las rutas y multas y hasta el retiro de la concesión, si no se cumplían las condiciones establecidas, y en la medida en que el Ente Regulador respectivo funcionara como corresponde. Las empresas, con ese contrato en la mano, buscaron financiamiento de accionistas o entidades financieras, y redujeron así el costo de financiamiento del Estado. Este mecanismo, bien instrumentado, reduce costos de todo tipo, incluidos los vinculados a los que el sector privado suele cargarle al Estado en las obras públicas, la corrupción, los costos de financiamiento, el desvío de fondos públicos hacia otros fines, etcétera.
Uso el ejemplo de las autopistas porque permite una simple comparación. Invito al lector a transitar por cualquiera de las dos autopistas de gestión privada en los accesos a Buenos Aires y a comparar su estado con el Camino del Buen Ayre, que hace unos años pasó a la gestión pública de la provincia de Buenos Aires.
Es cierto que la gestión pública en las autopistas urbanas de la ciudad de Buenos Aires luce eficiente, pero es probable que, bajo gestión privada, el Estado local se hubiera podido sacar un problema de encima y hasta aumentar su recaudación. También es cierto que en materia de autopistas el sistema por cobro de peaje funciona sólo bajo ciertas densidades de tráfico. Pero eso no impide otros mecanismos de asociación público-privada, con otra forma de financiamiento.
Obviamente, la disrupción que en todos los contratos introdujo la salida de la convertibilidad obligaba a un replanteo integral de las tarifas, los mecanismos de ajuste, los montos y plazos de inversión, etcétera.
Lamentablemente, el ciclo kirchnerista, en lugar de renegociar íntegramente los contratos y corregir los errores regulatorios preexistentes, decidió retroceder. En este sistema, el Estado se hace cargo de los riesgos, de las inversiones, de los costos, mientras el sector privado, salvo honrosas excepciones, termina operando por cuenta y orden, sin capacidad de decisión y, sobre todo, sin mecanismos de eficiencia que reduzcan en el tiempo los costos y mejoren la calidad del servicio.
Por el contrario, el sistema actual presenta costos crecientes y deterioro del servicio. Además, permite canalizar en materia de obras y servicios públicos el «capitalismo de amigos», pagar sobre costos y generar un mecanismo de «costo plus» en asociación con proveedores y sindicatos. No es casualidad que los mayores aumentos salariales del último bienio hayan correspondido a gremios vinculados con servicios concesionados, pagados con fondos públicos. Este «modelo» ha perjudicado a quienes han pretendido invertir y operar eficientemente sus concesiones.
Pero este sistema resulta inviable en el largo plazo. Los subsidios se han vuelto infinanciables y el deterioro de la calidad en muchos casos ya se padece demasiado.
La «alternativa» ideada por el Gobierno ha sido reducir parcialmente el conjunto de personas subsidiadas y traspasar, en el caso de los subterráneos de Buenos Aires, la gestión al gobierno local.
Transformar subsidios en precios que paga el consumidor reduce el problema fiscal, pero no altera las distorsiones arriba mencionadas ni genera incentivos a la inversión y a la eficiencia. Los mayores costos los pagarán ahora los consumidores directamente, pero las inversiones seguirán en manos del Estado y el ajuste por deterioro en la calidad del servicio continuará. Es verdad que si se incrementan los precios de los servicios se incentiva un uso más eficiente de éstos por el lado de la demanda, pero no hay ningún mecanismo para mejorar la eficiencia y la calidad por el lado de la oferta.
En otras palabras, siguen los mismos problemas, pero ahora en lugar de manifestarse en mayores subsidios se resolverán con mayores precios. Sin atenderse la cuestión de fondo.
En ese sentido, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires tiene una oportunidad de oro, no sólo para lograr un servicio cada vez más eficiente de los subterráneos locales, sino también para diferenciarse de la gestión del gobierno nacional con vistas al proyecto de construir una alternativa de poder nacional hacia el futuro.
La ciudad de Buenos Aires, como la nueva «punta» del contrato de concesión del servicio de subterráneos, puede encarar la demorada renegociación integral de ese contrato con la empresa concesionada y revisar no sólo las tarifas, como lo ha hecho, sino también compromisos de inversión, expansión del servicio y mejoras de bienestar para los pasajeros.
La mayoría de los ciudadanos de Buenos Aires estarían dispuestos a pagar un aumento sustancial del precio del servicio en la medida en que éste se vea acompañado de mejoras crecientes de su calidad y extensión; quienes no pueden pagarlo podrían ser subsidiados convenientemente a través de la tarjeta SUBE.
Hay que tener en cuenta, finalmente, que la modificación de la tarifa del servicio de transporte subterráneo sin cambiar la tarifa del servicio de transporte colectivo (en jurisdicción difusa) producirá un desplazamiento de la demanda hacia el transporte automotor imposible de atender, lo que pone de manifiesto que el tema transporte en Buenos Aires y el GBA debe ser considerado en forma integral.
En síntesis, se presenta una gran oportunidad para escapar de la lógica perversa del sistema nacional de manejo de los servicios públicos. Desaprovecharla no sólo tendrá costos para los ciudadanos porteños. También impedirá una diferenciación entre el Gobierno y Pro, que aspira a convertirse en una verdadera alternativa nacional de poder.
© LA NACION.