Muchísimos argentinos consideran que los derechos de nuestro país sobre las islas Malvinas son incuestionables. Que la presencia británica en el archipiélago es colonialismo puro y duro. Que los isleños son una población implantada que, por lo tanto, carece de derechos de soberanía. Que la Argentina ha defendido sus derechos a lo largo de los años de modo básicamente pacífico (siendo el episodio de 1982 un paréntesis del que los argentinos, ya que fue protagonizado por una dictadura, no tienen responsabilidad). Que, magnánimos pese a todo, los intereses de los isleños pueden ser considerados, pero de ningún modo sus deseos. Que los títulos de soberanía argentina son casi universalmente reconocidos y que esto se expresa en el respaldo que las Naciones Unidas otorgan a nuestro reclamo.
Yo no formo parte de esa hipotética gran mayoría que sustenta el canon de nuestra malvinidad. Casi todos -si no todos- sus componentes me inspiran serias reservas. Pero el propósito de este artículo no es discutir esta sabiduría convencional, sino, por el contrario, asumirla provisoriamente y hacer un breve ejercicio de imaginación malvinera.
Supongamos que la Argentina va ganando, en el diferendo con Gran Bretaña, posiciones en la mayoría de los foros internacionales; es decir, que consigue que en estos ámbitos, ya sean mundiales o regionales, su diplomacia y su acción pacífica quiebren la solidez de la posición británica (solidez que la guerra de 1982 no hizo sino cimentar). Esto significaría para Gran Bretaña -en la materia, por supuesto, pero con efectos en otros campos- un serio aislamiento internacional. Supongamos también que las potencias emergentes -China, Brasil, la India, Rusia, Sudáfrica- adoptan un comportamiento proactivo favorable a la Argentina en relación con el problema, presionando más y más a los británicos. Supongamos también que Gran Bretaña resuelva considerarse una potencia decadente y con problemas presupuestarios y comience a mirar con malos ojos sus desembolsos australes y que ni siquiera la eventual explotación petrolera alivie esa sangría. Conjugados estos procesos, es posible -¿probable?- que Londres se resigne a volver a su política previa a 1982, de intentar dar forma a las preferencias de los isleños, de modo tal que éstos se avengan a aceptar la transferencia de soberanía.
Debo decir que soy muy escéptico sobre las posibilidades de que tenga lugar semejante escenario. Gran Bretaña podrá estar en decadencia, pero la opinión pública y el Parlamento tienen una gravitación, la guerra de 1982 es un acontecimiento histórico de primer orden y no siempre lo puede todo el vil metal. En suma, la disposición a mantener las pautas fijadas tras 1982 es y será enérgica.
Pero si pese a mi escepticismo bosquejo ese cuadro es porque me permite traer a escena a dos grandes actores del drama: los gobiernos argentinos y los isleños. Porque ¿qué habrían hecho los gobiernos argentinos y su diplomacia hasta el día en que Londres se arremangue y piense cómo hacer para convencer a los isleños? ¿Y qué habrían hecho estos últimos? En cuanto a los gobiernos argentinos, podemos responder: habrían continuado con su política de hostigamiento y de aislamiento, en fin, de intentar vencer la ciudadela por hambre. Esto en correlación con una retórica: «tienen intereses pero no deseos» de ser tomados en cuenta, no cuentan a la hora de las negociaciones. ¿Y qué habrían hecho los isleños? Una cosa es segura: seguir odiándonos y hasta más, si es posible (y con toda la razón, a mi entender). Me parece indiscutible que a lo largo del proceso el activismo de los malvinenses se incrementará, y tendrá a la opinión británica (que muchos llaman, de modo simplón, «el lobby de las Falklands») de magnífica caja de resonancia.
¿No estaremos, así, delante de un panorama sobrecogedor? Puestos a hacer el trabajo sucio de dar forma a las preferencias de los isleños, los gobiernos británicos encontrarán una opinión pública oscilante entre «¿vamos a permitir que tres mil malvinenses nos digan qué tenemos que hacer?» y «esa tierra ha sido defendida con sangre británica y no vamos a entregar nuestros connacionales a los argies». Y los gobiernos argentinos, desde luego, no tendrán nada que hacer como no sea aguardar en el punto final de una trayectoria penosa: la de 3000 malvinenses que, en efecto, nos serían entregados.
Hay dos artilugios predilectos de la ortodoxia malvinera cuando se trata de los isleños. El primero es el juego de los números: ¿qué relevancia tienen tres mil contra cuarenta millones? Me gustaría observar que de las Naciones Unidas (aquellas que solemos creer que nos han dado la razón) son Estados de pleno derecho varios países con poco más que la población de las Malvinas. Pero mucho más importante es lo siguiente: los isleños, fuera cual fuere su número, tienen una identidad.
Hoy, y si las cosas siguen así, también en ese hipotético panorama de transferencia hay una incompatibilidad radical entre conservar la identidad malvinense y ser entregados a los argentinos. No se trata pues de un número, sino de una identidad. Me pregunto si estaremos dispuestos a pagar ese precio, es decir, el de imponer tamaño costo a una comunidad.
Creo que nada de lo que los argentinos tenemos en juego en esta cuestión tiene ese valor. El mundo y nuestra región en él serán lugares más dignos y más interesantes para vivir si sigue existiendo una comunidad malvinense. Y no es nada bueno, en mi opinión, ser indulgentes con nosotros mismos recurriendo a la muletilla del «modo de vida de los isleños». La verdad es que hay una historia de por medio y una invasión y una guerra dentro de esa historia que hacen que sea indispensable entender que su modo de vida solamente puede ser definido por los malvinenses, que son titulares de una voluntad política.
El otro artilugio es el juridicista, y consiste en escudarse en lo jurídico para despolitizar la cuestión. Se afirma que, como británicos, los malvinenses no tienen derecho a la autodeterminación, o que el diferendo no ha sido encuadrado por las Naciones Unidas como uno de autodeterminación de los pueblos, para cerrar el asunto. Pero en verdad el problema es eminentemente político, y sus costados jurídicos son apenas uno de los tantos a considerar. Aunque quizá con otro léxico, la autodeterminación debería estar entre las figuras que integren el conjunto de elementos que le den sustancia a un proceso de aproximación y reconocimiento (comenzando, ahora mismo, por la admisión de que los malvinenses tienen deseos que importan y son sujetos de derechos).
Creo que los argentinos no debemos engañarnos a nosotros mismos simplificando un problema que es sumamente complejo, o dejándolo en manos de quienes se escudan en el tópico de que «en Malvinas tenemos una política de Estado» para hacer siempre las mismas cosas, profundizando una zanja que luego será cada vez más difícil saltar.
© La Nacion.
Yo no formo parte de esa hipotética gran mayoría que sustenta el canon de nuestra malvinidad. Casi todos -si no todos- sus componentes me inspiran serias reservas. Pero el propósito de este artículo no es discutir esta sabiduría convencional, sino, por el contrario, asumirla provisoriamente y hacer un breve ejercicio de imaginación malvinera.
Supongamos que la Argentina va ganando, en el diferendo con Gran Bretaña, posiciones en la mayoría de los foros internacionales; es decir, que consigue que en estos ámbitos, ya sean mundiales o regionales, su diplomacia y su acción pacífica quiebren la solidez de la posición británica (solidez que la guerra de 1982 no hizo sino cimentar). Esto significaría para Gran Bretaña -en la materia, por supuesto, pero con efectos en otros campos- un serio aislamiento internacional. Supongamos también que las potencias emergentes -China, Brasil, la India, Rusia, Sudáfrica- adoptan un comportamiento proactivo favorable a la Argentina en relación con el problema, presionando más y más a los británicos. Supongamos también que Gran Bretaña resuelva considerarse una potencia decadente y con problemas presupuestarios y comience a mirar con malos ojos sus desembolsos australes y que ni siquiera la eventual explotación petrolera alivie esa sangría. Conjugados estos procesos, es posible -¿probable?- que Londres se resigne a volver a su política previa a 1982, de intentar dar forma a las preferencias de los isleños, de modo tal que éstos se avengan a aceptar la transferencia de soberanía.
Debo decir que soy muy escéptico sobre las posibilidades de que tenga lugar semejante escenario. Gran Bretaña podrá estar en decadencia, pero la opinión pública y el Parlamento tienen una gravitación, la guerra de 1982 es un acontecimiento histórico de primer orden y no siempre lo puede todo el vil metal. En suma, la disposición a mantener las pautas fijadas tras 1982 es y será enérgica.
Pero si pese a mi escepticismo bosquejo ese cuadro es porque me permite traer a escena a dos grandes actores del drama: los gobiernos argentinos y los isleños. Porque ¿qué habrían hecho los gobiernos argentinos y su diplomacia hasta el día en que Londres se arremangue y piense cómo hacer para convencer a los isleños? ¿Y qué habrían hecho estos últimos? En cuanto a los gobiernos argentinos, podemos responder: habrían continuado con su política de hostigamiento y de aislamiento, en fin, de intentar vencer la ciudadela por hambre. Esto en correlación con una retórica: «tienen intereses pero no deseos» de ser tomados en cuenta, no cuentan a la hora de las negociaciones. ¿Y qué habrían hecho los isleños? Una cosa es segura: seguir odiándonos y hasta más, si es posible (y con toda la razón, a mi entender). Me parece indiscutible que a lo largo del proceso el activismo de los malvinenses se incrementará, y tendrá a la opinión británica (que muchos llaman, de modo simplón, «el lobby de las Falklands») de magnífica caja de resonancia.
¿No estaremos, así, delante de un panorama sobrecogedor? Puestos a hacer el trabajo sucio de dar forma a las preferencias de los isleños, los gobiernos británicos encontrarán una opinión pública oscilante entre «¿vamos a permitir que tres mil malvinenses nos digan qué tenemos que hacer?» y «esa tierra ha sido defendida con sangre británica y no vamos a entregar nuestros connacionales a los argies». Y los gobiernos argentinos, desde luego, no tendrán nada que hacer como no sea aguardar en el punto final de una trayectoria penosa: la de 3000 malvinenses que, en efecto, nos serían entregados.
Hay dos artilugios predilectos de la ortodoxia malvinera cuando se trata de los isleños. El primero es el juego de los números: ¿qué relevancia tienen tres mil contra cuarenta millones? Me gustaría observar que de las Naciones Unidas (aquellas que solemos creer que nos han dado la razón) son Estados de pleno derecho varios países con poco más que la población de las Malvinas. Pero mucho más importante es lo siguiente: los isleños, fuera cual fuere su número, tienen una identidad.
Hoy, y si las cosas siguen así, también en ese hipotético panorama de transferencia hay una incompatibilidad radical entre conservar la identidad malvinense y ser entregados a los argentinos. No se trata pues de un número, sino de una identidad. Me pregunto si estaremos dispuestos a pagar ese precio, es decir, el de imponer tamaño costo a una comunidad.
Creo que nada de lo que los argentinos tenemos en juego en esta cuestión tiene ese valor. El mundo y nuestra región en él serán lugares más dignos y más interesantes para vivir si sigue existiendo una comunidad malvinense. Y no es nada bueno, en mi opinión, ser indulgentes con nosotros mismos recurriendo a la muletilla del «modo de vida de los isleños». La verdad es que hay una historia de por medio y una invasión y una guerra dentro de esa historia que hacen que sea indispensable entender que su modo de vida solamente puede ser definido por los malvinenses, que son titulares de una voluntad política.
El otro artilugio es el juridicista, y consiste en escudarse en lo jurídico para despolitizar la cuestión. Se afirma que, como británicos, los malvinenses no tienen derecho a la autodeterminación, o que el diferendo no ha sido encuadrado por las Naciones Unidas como uno de autodeterminación de los pueblos, para cerrar el asunto. Pero en verdad el problema es eminentemente político, y sus costados jurídicos son apenas uno de los tantos a considerar. Aunque quizá con otro léxico, la autodeterminación debería estar entre las figuras que integren el conjunto de elementos que le den sustancia a un proceso de aproximación y reconocimiento (comenzando, ahora mismo, por la admisión de que los malvinenses tienen deseos que importan y son sujetos de derechos).
Creo que los argentinos no debemos engañarnos a nosotros mismos simplificando un problema que es sumamente complejo, o dejándolo en manos de quienes se escudan en el tópico de que «en Malvinas tenemos una política de Estado» para hacer siempre las mismas cosas, profundizando una zanja que luego será cada vez más difícil saltar.
© La Nacion.