Encarrilar

Lo ocurrido en la Estación Once días atrás ha sido conmocionante. Se trata del tercer evento ferroviario más luctuoso desde la década del ’70. Como tal, ha movilizado opiniones y declaraciones, además de la espontánea sensación a la vez de miedo y solidaridad. Cabe una reflexión, tanto sobre este episodio como acerca de la cuestión más general del ferrocarril, que ha reaparecido una vez más.
Comenzando por lo más particular: el hecho refleja mala, pésima práctica del operador, más allá de si la responsabilidad es de la condición del tren o del conductor, algo que se espera que las pericias indiquen. Es que hubo hace pocos años dos choques, ambos entre Retiro y Empalme Maldonado, choques que sólo pueden imputarse a que se traspusieron señales en posición de peligro. Por si no bastara, un reciente descarrilamiento ocurrido en Floresta apunta al estado de la vía: la observación permite detectar una gran cantidad de uniones de rieles (en la jerga, “eclisas”) carentes de parte de los bulones; algo que no se veía en forma generalizada durante la gestión estatal. No cabría descartar entonces nuevos descarrilamientos.
Por otro lado, es de suponer que todo tren debe disponer de un sistema de freno suplementario, que actúa ante una falla, y que debería haber operado en Once.
Más allá de lo más o menos letal que resulte cada evento, esta sucesión de hechos es claramente excesiva, y efectivamente cuestiona la continuidad de la concesión. Por si esto no bastara, aun en condiciones normales, el servicio que presta TBA demora 15 minutos más en vincular Once con Moreno de lo que tomaba en la década del ’70, por ejemplo. Esto, más allá de lo que sufren a diario los pasajeros por la calidad del servicio; al autor de estas líneas le toca de cerca la línea Mitre a Tigre, cuya reputación de ser “la mejor” es sobradamente injusta.
Ha sido puesta en entredicho también la actuación estatal, en particular la ausencia de controles. Se puede acordar en que controles más efectivos impedirían fallas tales como la mencionada carencia de bulones o los sistemáticos atrasos y cancelaciones de tren. Pero esto no debe hacer olvidar que la responsabilidad primaria por la operación corresponde legal y moralmente al operador. No hay control que pueda prevenir la trasposición indebida de una señal, por ejemplo.
Centrar en el Estado la culpa –como algunos pretenden– implica justificar el mal comportamiento privado en ausencia de control. Es como afirmar que el robo sería lo esperable si nadie vigila, una particular versión del libre mercado. Un delito lo es siempre, haya o no un agente de policía en las inmediaciones del hecho. ¿Por qué este mismo criterio no debe aplicarse a un concesionario de un servicio? Si se naturaliza el sistemático incumplimiento y, por lo tanto, el requerimiento de una suerte de control perpetuo y absoluto, es preferible que el Estado preste el servicio por sí mismo, para no duplicar esfuerzos, aun cuando alguien deberá a su vez controlarlo.
Asimismo, ha habido afirmaciones estruendosas referidas al elevado nivel de subsidio que recibe el operador ferroviario, porque tornaría aún más injustificado lo ocurrido. Esta afirmación es risible, si no fuera porque ocurrió una tragedia. La seguridad es independiente de quién financie el servicio. Si se cuenta con recursos suficientes para el mantenimiento y se lo realiza mal, éste es el hecho importante, al margen de que los recursos provengan del Estado o del operador (en cuyo caso, es en definitiva el usuario el que los aporta por la tarifa). La presencia de subsidios no le añade gravedad alguna a este hecho. Si los recursos no fueran suficientes, es deber del operador poner esta situación sobre la mesa, pero no parecería ser éste el caso. La carencia de recursos podría justificar tal vez asientos en mal estado; no incumplimiento de normas de seguridad.
Ya desde una perspectiva más amplia, es una oportunidad para volver a discutir la “cuestión del ferrocarril”. Si bien es comprensible y saludable que esto ocurra, sería bueno por lo pronto que estos temas se trataran en forma más sistemática y sin la presión de la coyuntura. Ya ha ocurrido en el pasado que se han tomado decisiones de algún alcance estructural, en respuesta a una situación puntual. Por definición, esto no es lo correcto. Por ejemplo, la creación de la Administradora de Infraestructura Ferroviaria (Adifse) y de la Sociedad Operadora Ferroviaria (Sofse) fue una respuesta a una violenta batahola de usuarios en Estación Constitución, por una interrupción del servicio. Hoy se desconoce qué proyecto hay por detrás de esta decisión, que podría sugerir una radical redefinición del sistema ferroviario, al separar infraestructura y movilidad.
La implementación –bienvenida, desde ya– de la tarjeta SUBE fue la respuesta a una coyuntural escasez de moneda, no una nueva conceptualización en la gestión del transporte urbano.
¿Qué es la “cuestión ferroviaria”? Se trata de decidir qué rol debe cumplir el ferrocarril en el sistema de transporte. No es superfluo señalar que esta pregunta es relevante principalmente para el ferrocarril interurbano, y hace a la viabilidad del mismo en el largo plazo. Sin extenderse sobre este punto, baste mencionar que de manera alguna ella se encuentra asegurada hoy día. Esto ha sido un sino que el ferrocarril ha arrastrado desde hace varias décadas, y que por cierto la privatización no resolvió.
Pero éste no es el caso de servicios suburbanos de Buenos Aires, como el de la Línea Sarmiento. Nadie abrigó o abriga dudas acerca de su justificación y necesaria continuidad. De hecho, este segmento del ferrocarril fue el que históricamente más inversiones recibió. Es además uno de los poquísimos casos en que el diseño privatizador de los ’90 incluyó un subsidio explícito.
Desde una necesaria perspectiva de planificación, el ferrocarril metropolitano debe ser entendido como parte de un sistema de transporte más amplio. Buenos Aires cuenta al respecto con una red amplia, que conduce probablemente cerca del 25 por ciento de los viajes que cruzan los límites de la Capital Federal. Esto refleja una penetración territorial e incluso cultural en los usuarios muy valiosa. Este sistema –más allá de los aludidos problemas de gestión– debe ser mejorado en sus características, para darle más competitividad frente al omnipresente automóvil, que hoy moviliza más del 40 por ciento de los viajes en la metrópolis, lo que por lejos es la cuestión central.
El tema es establecer cuál es el tráfico potencial que tiene el sistema. Y por cierto que la respuesta variará considerablemente según el corredor. No todo el sistema está en el estado de saturación como el Sarmiento.
¿Tiene este Estado una verdadera vocación hacia la planificación, para el transporte metropolitano? Más allá de declaraciones y hechos puntuales, la observación del conjunto no permite ser muy concluyentes.
Por lo pronto, las carencias informativas son importantes. En el caso del ferrocarril, seguramente la época estatal era mucho más pródiga en datos que la actual. Pero ha habido avances. Se han realizado y publicado encuestas de origen y destino en ómnibus y medios guiados. Y se ha concluido una encuesta domiciliaria de viajes, instancia ineludible para un proceso de planificación. Se trata de un instrumento indispensable, que metrópolis de la dimensión de Buenos Aires realizan en forma periódica, y que aquí no se había repetido desde 1970. Los resultados, sin embargo, no han sido puestos a disposición de quienes analizan o actúan en el sector, por razones que no se alcanza a comprender.
Por otro lado, hay decisiones que parecen remedar la década del ’90.
Una de ellas es la actitud de deshacerse del subterráneo sin más, desmereciendo una visión sistémica que debería ser a esta altura una obviedad. El parangón con lo ocurrido con el sistema educativo y de salud en los ’90 (transferir y desentenderse) es inmediato. Todo esto, más allá del patético minué sobre el tema en estos días.
Otra evidencia es el subsidio generalizado sin activismo en el diseño del sistema. La red de colectivos funciona con la misma lógica de siempre, pese a que el Estado le financia cerca del 70 por ciento del costo de explotación.
Hay además un ejemplo ilustrativo, aunque fuera del universo ferroviario: es el caso del ómnibus interurbano. En 2009 se concretó una suerte de reforma regulatoria, que virtualmente liberaliza las tarifas, pero sin permitir la libre entrada de empresas. Esto en un contexto donde un único operador reúne más del 40 por ciento de la flota. No es otra la explicación para un incremento de tarifas de cerca de 50 por ciento en el corredor Buenos Aires-Rosario. Esto es neoliberalismo en su peor versión.
No es conveniente responder desde lo estructural a cuestiones coyunturales. Pero esto no debe hacer perder de vista que se requiere explicitar un marco estructural, de planificación. Algo que no vemos hoy día, en el sector transporte en general, y en el transporte metropolitano de Buenos Aires en particular.
Aun a riesgo de caer en un lugar común, se espera que la tragedia de Once represente un incentivo en el sentido correcto. La creciente disrupción que observan sus usuarios así lo demanda
* Economista. Cespa-FCE-UBA.

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