Por Daniel Molina
17/03/12 – 11:08
Lo mejor es no haber nacido. Si ya has nacido, lo mejor es morir cuanto antes.Así reflexiona Edipo cuando descubre que el hombre a quien ha matado era su padre y que Yocasta, la mujer con la que se acuesta, es su madre: por lo tanto, los hijos que ha tenido con ella son también sus hermanos.
Para la cultura griega lo de Edipo no era una excepción: la vida era trágica. Por eso vivían alegres. No los esperaba el Paraíso ni el Infierno. Todos se sabían mortales, y la vida dura les recordaba todo el tiempo esa finitud. De allí que trataran de disfrutar el instante.
En la cultura grecorromana el aborto era masivo. El nacimiento de un nuevo niño significaba un problema: otra boca que alimentar. Las mujeres pobres eran quienes más interrumpían sus embarazos. Aun más que el aborto, se practicaba el infanticidio, generalmente por orden del padre: se mataba al recién nacido.
Los primeros cristianos fueron formados en la cultura grecorromana: al principio –y durante siglos– mantuvieron este punto de vista sobre la interrupción del embarazo.
“El día del Juicio Final, cuando todos los seres humanos que han muerto a lo largo de los siglos vuelvan a reencarnar, ¿los embriones, tanto los que fueron abortados por la naturaleza como los que lo fueron por técnica humana, también reencarnarán?”, se pregunta Tomás de Aquino.
“No”, se respondía, “porque Dios todavía no insufló en ellos el alma racional”. Agustín de Hipona había dicho que en el Juicio Final volverán a vivir en la plenitud de una belleza y una integridad adulta no sólo los que nacieron muertos sino también, en forma humanamente perfecta, los engendros de la naturaleza, los mutilados, los concebidos sin brazos o sin ojos, pero no dijo nada de los embriones. Tomás de Aquino aclaró esa duda: el feto no es una persona.
Siglos más tarde, la Iglesia Católica cambió este punto de vista, aunque no ha renegado de la argumentación de Tomás de Aquino (quizá porque gran parte del edificio teológico del catolicismo se apoya en sus ideas).
Hasta el siglo XVIII, muchos abortos eran realizados a pedido del varón, que no reconocía su paternidad. A comienzos de la modernidad esto cambia: desde hace tres siglos, son las mujeres las que deciden abortar, muchas veces incluso contra el deseo del varón.
Contra esta autonomía de la mujer es que se levanta todo el pensamiento conservador, liderado, en Occidente, por la Iglesia Católica. Así fue como el embrión, que durante 1.800 años no fue reconocido como persona, de golpe se transformó en un niño hecho y derecho. Este cambio de posición no se debió a la nueva información médica, proporcionada por la ciencia. En el siglo XVIII, la Iglesia Católica consideraba a la ciencia un engendro demoníaco, un engaño contra el verdadero saber: el religioso.
La creencia de que el cuerpo de la mujer no le pertenece, que es un objeto social, es la que fundamenta la idea de prohibición del aborto. Esta concepción religiosa condena a la mujer a parir obligatoriamente, lo quiera o no.
El fallo de la Corte Suprema de Justicia, que considera que las mujeres violadas pueden, si lo desean, interrumpir sus embarazos les reconoce a algunas mujeres –las violadas, pero ¿quizá a todas?– que no están obligadas a ser una incubadora.
*Escritor. Crítico de arte.
17/03/12 – 11:08
Lo mejor es no haber nacido. Si ya has nacido, lo mejor es morir cuanto antes.Así reflexiona Edipo cuando descubre que el hombre a quien ha matado era su padre y que Yocasta, la mujer con la que se acuesta, es su madre: por lo tanto, los hijos que ha tenido con ella son también sus hermanos.
Para la cultura griega lo de Edipo no era una excepción: la vida era trágica. Por eso vivían alegres. No los esperaba el Paraíso ni el Infierno. Todos se sabían mortales, y la vida dura les recordaba todo el tiempo esa finitud. De allí que trataran de disfrutar el instante.
En la cultura grecorromana el aborto era masivo. El nacimiento de un nuevo niño significaba un problema: otra boca que alimentar. Las mujeres pobres eran quienes más interrumpían sus embarazos. Aun más que el aborto, se practicaba el infanticidio, generalmente por orden del padre: se mataba al recién nacido.
Los primeros cristianos fueron formados en la cultura grecorromana: al principio –y durante siglos– mantuvieron este punto de vista sobre la interrupción del embarazo.
“El día del Juicio Final, cuando todos los seres humanos que han muerto a lo largo de los siglos vuelvan a reencarnar, ¿los embriones, tanto los que fueron abortados por la naturaleza como los que lo fueron por técnica humana, también reencarnarán?”, se pregunta Tomás de Aquino.
“No”, se respondía, “porque Dios todavía no insufló en ellos el alma racional”. Agustín de Hipona había dicho que en el Juicio Final volverán a vivir en la plenitud de una belleza y una integridad adulta no sólo los que nacieron muertos sino también, en forma humanamente perfecta, los engendros de la naturaleza, los mutilados, los concebidos sin brazos o sin ojos, pero no dijo nada de los embriones. Tomás de Aquino aclaró esa duda: el feto no es una persona.
Siglos más tarde, la Iglesia Católica cambió este punto de vista, aunque no ha renegado de la argumentación de Tomás de Aquino (quizá porque gran parte del edificio teológico del catolicismo se apoya en sus ideas).
Hasta el siglo XVIII, muchos abortos eran realizados a pedido del varón, que no reconocía su paternidad. A comienzos de la modernidad esto cambia: desde hace tres siglos, son las mujeres las que deciden abortar, muchas veces incluso contra el deseo del varón.
Contra esta autonomía de la mujer es que se levanta todo el pensamiento conservador, liderado, en Occidente, por la Iglesia Católica. Así fue como el embrión, que durante 1.800 años no fue reconocido como persona, de golpe se transformó en un niño hecho y derecho. Este cambio de posición no se debió a la nueva información médica, proporcionada por la ciencia. En el siglo XVIII, la Iglesia Católica consideraba a la ciencia un engendro demoníaco, un engaño contra el verdadero saber: el religioso.
La creencia de que el cuerpo de la mujer no le pertenece, que es un objeto social, es la que fundamenta la idea de prohibición del aborto. Esta concepción religiosa condena a la mujer a parir obligatoriamente, lo quiera o no.
El fallo de la Corte Suprema de Justicia, que considera que las mujeres violadas pueden, si lo desean, interrumpir sus embarazos les reconoce a algunas mujeres –las violadas, pero ¿quizá a todas?– que no están obligadas a ser una incubadora.
*Escritor. Crítico de arte.