En la Argentina de hoy no se habla claramente de la magnitud del déficit habitacional. Se lo estima en el orden de las 3.500.000 viviendas. Es un déficit crónico que acusa un crecimiento sostenido en los últimos lustros.
Más allá de la amplitud de significados, hemos rescatado aquella noción central que identifica la vivienda como la base estructural del bienestar de la sociedad. En este sentido, está estrechamente vinculada a la calidad de vida, a la paz social, a la generación de empleo y a la integración familiar y social. La vivienda, como hábitat del individuo en particular y de la familia en general, constituye un elemento de muy alta ponderación en el cuerpo social; esto debería servir como base para la convergencia de los esfuerzos de las autoridades nacionales, provinciales y municipales, y de las organizaciones sindicales y del sector privado.
Al mismo tiempo que se identifica la falta de vivienda como uno de los factores que alimentan la inseguridad ciudadana, se reconoce que el techo propio aporta estabilidad al núcleo familiar y se constituye en una poderosa herramienta de inclusión.
A pesar de esto, desde hace décadas las políticas que se implementan son erráticas por la discontinuidad: la política argentina tiene una gran deuda con la vivienda.
El déficit habitacional no cuenta hoy con un debate que permita un intercambio fructífero de ideas y proyectos. Es preciso instalar la problemática como una de las prioridades de la sociedad.
Ante un déficit habitacional crónico, corresponde hacer foco conceptualmente en una metodología capaz de satisfacer una de las necesidades básicas de la sociedad. Sin duda no es ésta la única de las necesidades básicas, pero en la satisfacción de ellas no hay ninguna solución equiparable a la construcción de viviendas, ya que al mismo tiempo motoriza la actividad económica y actúa como una poderosa herramienta para la generación de empleo.
En vastos sectores se menoscaban hoy la fuerza y la capacidad de movilización que genera la construcción de viviendas. De allí que la generación de puestos de trabajo en el sector -como ocurrió en 2003- aparezca en la médula de todo programa de reactivación de la economía.
Si de déficit habitacional hablamos, sólo tenemos que preguntarnos cómo hizo una ciudad como Buenos Aires para alojar una población que en el breve lapso de 60 años multiplicó 17 veces su cantidad de habitantes. Alguien dijo que, desde siempre, en los círculos oficiales «no se hace política para la vivienda, sino política con la vivienda». Las consecuencias se advierten en la multiplicación de las villas de emergencia, urbanizaciones espontáneas que carecen de planificación y de estructura de servicios urbanos.
En su libro La vivienda de interés social , el arquitecto Eduardo Sprovieri señala que las villas han tenido origen «en la inmensa ola migratoria de habitantes rurales y de países vecinos y en la carencia de un plan estratégico territorial».
Al evaluar el crecimiento poblacional de los 24 partidos del Gran Buenos Aires entre los dos últimos censos nacionales, Sprovieri estima que en ese período (2001-2010) uno de cada dos nuevos habitantes se ha alojado en villas o asentamientos.
Señala también Sprovieri que en un relevamiento de población de las villas 31 y 31 bis realizado en marzo de 2009 el 51% de sus pobladores no eran nativos argentinos. La mitad de los extranjeros eran nacidos en Paraguay, el 30% en Bolivia y el 20% en Perú. Informes posteriores dan cuenta de un crecimiento significativo en las cifras de inmigrantes extranjeros.
Estas estadísticas nos enfrentan con dos problemas. El primero es que la permisividad de las políticas inmigratorias ha desencadenado un éxodo de poblaciones marginales que huyen de la miseria en la que viven en sus propios países hacia un territorio que les ofrece asistencia médica, educación para sus hijos y subsidios para la subsistencia. La vida en las villas es muy dura, pero se trata de comunidades que están menos mal que en su país de origen, y por eso han venido. Por eso, también, continúan viniendo.
Además, ha trascendido -y esto no podemos afirmarlo- que el inmigrante conoce antes de venir que existe una falta de rigor para con los sectores marginales; que se toleran transgresiones que en otros países no son admisibles y que se administran políticas garantistas que favorecen al más débil en perjuicio del cuerpo social.
El segundo problema está referido a la violencia con la que algunos sectores atacan a quienes se animan a mencionar los temas migratorios. El debate sobre la inmigración ha quedado cautivo del «síndrome de la xenofobia». Nadie se arriesga a que se lo pueda tildar de xenófobo, porque la discriminación resulta a todas luces inaceptable. Es más: la Comunidad Europea aprobó en 2008 una ley que tipifica como delito el racismo y la xenofobia. La amenaza de ser perseguido con esa etiqueta -etiqueta que se manosea con frecuencia- no debería privarnos de un debate profundo sobre las políticas migratorias. Por ejemplo, a nadie se le ocurre discriminar a los inmigrantes que ya están establecidos en territorio argentino ni exigirles conductas más respetuosas de la ley por el solo hecho de ser extranjeros.
Sin embargo, resulta oportuno analizar hasta qué punto no necesitamos reorientar los nuevos flujos migratorios hacia otros centros del país con el auxilio de políticas territoriales que consideren la disponibilidad de suelo, de infraestructura urbana y las posibilidades de empleo. Así no sólo estaremos buscando reducir el irrefrenable ritmo de expansión de las villas, sino también protegiendo a los propios inmigrantes, ofreciéndoles mejores condiciones de vida para ellos y un futuro mejor para sus hijos.
No es xenofobia señalar que un cuarto de la población argentina vive en el conurbano y que semejante nivel de concentración requiere urgentes soluciones, una de las cuales -quizá la más urgente- es limitar el asentamiento de nuevos inmigrantes en los anillos periféricos.
Un estupendo trabajo realizado en octubre de 2011 por el área de Investigación de la ONG Un Techo para mí País señala que en el Gran Buenos Aires «hay 864 villas y asentamientos en los que residen 508.144 familias. El 66,3% de las villas se conformaron hace más de quince años, mientras que el 24,3% de los mismas se conformaron entre los últimos 6 y 14 años. (…) La persistencia de las villas y de su crecimiento, aun en contextos económicos favorables, da cuenta del carácter estructural de este fenómeno».
Por ley 3343 de la Legislatura de la Ciudad, en diciembre de 2009 se dispuso la urbanización de las villas 31 y 31 bis y se creó la Mesa de Gestión y Planeamiento para la urbanización de las villas. Ese cuerpo no ha sido capaz de detener el crecimiento en altura para construcciones precarias que ya sobrepasan los siete pisos, mientras los funcionarios responsables miran hacia otra parte.
La miseria, el hacinamiento y la deuda social son capítulos que no podemos omitir en esta nota. Pero debemos hacer foco en la necesidad de instrumentar una política de Estado en la que coincidan todos los sectores y que, como primera medida, restablezca la vivienda en los máximos niveles de la agenda pública nacional. Se trata de definir con urgencia un proyecto de política nacional para la vivienda que tenga un horizonte de 20 años. Nada se resuelve con parches. Una política de Estado necesitará de un acuerdo sobre políticas territoriales y sobre la orientación de las inversiones en infraestructura. Se necesitan proyectos para promover el desarrollo del mercado de capitales, nuevos sistemas de ahorro individual y mecanismos de subsidio a la demanda.
También es urgente elaborar propuestas sobre unidades de cuenta que aseguren la reserva de valor y sobre planes de financiamiento con garantía hipotecaria al alcance de los sectores medios.
Pero no será posible atacar el déficit estructural sin definir previamente los criterios con los que se administrará el ingreso de nuevos inmigrantes a la Argentina. Si no lo hacemos rápido, estaremos perjudicando -todavía más- a las 2.000.000 de personas que pueblan nuestras villas.
Una transcripción del libro de Sprovieri: «A muy corto plazo, la Argentina deberá decidirse a desarrollar un verdadero programa de viviendas de interés social y para la clase media, antes de que el tema se transforme en incontrolable». El autor precisa: «Enfrentar el problema con decisión significa que deberán construirse 200.000 viviendas de interés social por año para que el déficit no siga creciendo».
© La Nacion.
Más allá de la amplitud de significados, hemos rescatado aquella noción central que identifica la vivienda como la base estructural del bienestar de la sociedad. En este sentido, está estrechamente vinculada a la calidad de vida, a la paz social, a la generación de empleo y a la integración familiar y social. La vivienda, como hábitat del individuo en particular y de la familia en general, constituye un elemento de muy alta ponderación en el cuerpo social; esto debería servir como base para la convergencia de los esfuerzos de las autoridades nacionales, provinciales y municipales, y de las organizaciones sindicales y del sector privado.
Al mismo tiempo que se identifica la falta de vivienda como uno de los factores que alimentan la inseguridad ciudadana, se reconoce que el techo propio aporta estabilidad al núcleo familiar y se constituye en una poderosa herramienta de inclusión.
A pesar de esto, desde hace décadas las políticas que se implementan son erráticas por la discontinuidad: la política argentina tiene una gran deuda con la vivienda.
El déficit habitacional no cuenta hoy con un debate que permita un intercambio fructífero de ideas y proyectos. Es preciso instalar la problemática como una de las prioridades de la sociedad.
Ante un déficit habitacional crónico, corresponde hacer foco conceptualmente en una metodología capaz de satisfacer una de las necesidades básicas de la sociedad. Sin duda no es ésta la única de las necesidades básicas, pero en la satisfacción de ellas no hay ninguna solución equiparable a la construcción de viviendas, ya que al mismo tiempo motoriza la actividad económica y actúa como una poderosa herramienta para la generación de empleo.
En vastos sectores se menoscaban hoy la fuerza y la capacidad de movilización que genera la construcción de viviendas. De allí que la generación de puestos de trabajo en el sector -como ocurrió en 2003- aparezca en la médula de todo programa de reactivación de la economía.
Si de déficit habitacional hablamos, sólo tenemos que preguntarnos cómo hizo una ciudad como Buenos Aires para alojar una población que en el breve lapso de 60 años multiplicó 17 veces su cantidad de habitantes. Alguien dijo que, desde siempre, en los círculos oficiales «no se hace política para la vivienda, sino política con la vivienda». Las consecuencias se advierten en la multiplicación de las villas de emergencia, urbanizaciones espontáneas que carecen de planificación y de estructura de servicios urbanos.
En su libro La vivienda de interés social , el arquitecto Eduardo Sprovieri señala que las villas han tenido origen «en la inmensa ola migratoria de habitantes rurales y de países vecinos y en la carencia de un plan estratégico territorial».
Al evaluar el crecimiento poblacional de los 24 partidos del Gran Buenos Aires entre los dos últimos censos nacionales, Sprovieri estima que en ese período (2001-2010) uno de cada dos nuevos habitantes se ha alojado en villas o asentamientos.
Señala también Sprovieri que en un relevamiento de población de las villas 31 y 31 bis realizado en marzo de 2009 el 51% de sus pobladores no eran nativos argentinos. La mitad de los extranjeros eran nacidos en Paraguay, el 30% en Bolivia y el 20% en Perú. Informes posteriores dan cuenta de un crecimiento significativo en las cifras de inmigrantes extranjeros.
Estas estadísticas nos enfrentan con dos problemas. El primero es que la permisividad de las políticas inmigratorias ha desencadenado un éxodo de poblaciones marginales que huyen de la miseria en la que viven en sus propios países hacia un territorio que les ofrece asistencia médica, educación para sus hijos y subsidios para la subsistencia. La vida en las villas es muy dura, pero se trata de comunidades que están menos mal que en su país de origen, y por eso han venido. Por eso, también, continúan viniendo.
Además, ha trascendido -y esto no podemos afirmarlo- que el inmigrante conoce antes de venir que existe una falta de rigor para con los sectores marginales; que se toleran transgresiones que en otros países no son admisibles y que se administran políticas garantistas que favorecen al más débil en perjuicio del cuerpo social.
El segundo problema está referido a la violencia con la que algunos sectores atacan a quienes se animan a mencionar los temas migratorios. El debate sobre la inmigración ha quedado cautivo del «síndrome de la xenofobia». Nadie se arriesga a que se lo pueda tildar de xenófobo, porque la discriminación resulta a todas luces inaceptable. Es más: la Comunidad Europea aprobó en 2008 una ley que tipifica como delito el racismo y la xenofobia. La amenaza de ser perseguido con esa etiqueta -etiqueta que se manosea con frecuencia- no debería privarnos de un debate profundo sobre las políticas migratorias. Por ejemplo, a nadie se le ocurre discriminar a los inmigrantes que ya están establecidos en territorio argentino ni exigirles conductas más respetuosas de la ley por el solo hecho de ser extranjeros.
Sin embargo, resulta oportuno analizar hasta qué punto no necesitamos reorientar los nuevos flujos migratorios hacia otros centros del país con el auxilio de políticas territoriales que consideren la disponibilidad de suelo, de infraestructura urbana y las posibilidades de empleo. Así no sólo estaremos buscando reducir el irrefrenable ritmo de expansión de las villas, sino también protegiendo a los propios inmigrantes, ofreciéndoles mejores condiciones de vida para ellos y un futuro mejor para sus hijos.
No es xenofobia señalar que un cuarto de la población argentina vive en el conurbano y que semejante nivel de concentración requiere urgentes soluciones, una de las cuales -quizá la más urgente- es limitar el asentamiento de nuevos inmigrantes en los anillos periféricos.
Un estupendo trabajo realizado en octubre de 2011 por el área de Investigación de la ONG Un Techo para mí País señala que en el Gran Buenos Aires «hay 864 villas y asentamientos en los que residen 508.144 familias. El 66,3% de las villas se conformaron hace más de quince años, mientras que el 24,3% de los mismas se conformaron entre los últimos 6 y 14 años. (…) La persistencia de las villas y de su crecimiento, aun en contextos económicos favorables, da cuenta del carácter estructural de este fenómeno».
Por ley 3343 de la Legislatura de la Ciudad, en diciembre de 2009 se dispuso la urbanización de las villas 31 y 31 bis y se creó la Mesa de Gestión y Planeamiento para la urbanización de las villas. Ese cuerpo no ha sido capaz de detener el crecimiento en altura para construcciones precarias que ya sobrepasan los siete pisos, mientras los funcionarios responsables miran hacia otra parte.
La miseria, el hacinamiento y la deuda social son capítulos que no podemos omitir en esta nota. Pero debemos hacer foco en la necesidad de instrumentar una política de Estado en la que coincidan todos los sectores y que, como primera medida, restablezca la vivienda en los máximos niveles de la agenda pública nacional. Se trata de definir con urgencia un proyecto de política nacional para la vivienda que tenga un horizonte de 20 años. Nada se resuelve con parches. Una política de Estado necesitará de un acuerdo sobre políticas territoriales y sobre la orientación de las inversiones en infraestructura. Se necesitan proyectos para promover el desarrollo del mercado de capitales, nuevos sistemas de ahorro individual y mecanismos de subsidio a la demanda.
También es urgente elaborar propuestas sobre unidades de cuenta que aseguren la reserva de valor y sobre planes de financiamiento con garantía hipotecaria al alcance de los sectores medios.
Pero no será posible atacar el déficit estructural sin definir previamente los criterios con los que se administrará el ingreso de nuevos inmigrantes a la Argentina. Si no lo hacemos rápido, estaremos perjudicando -todavía más- a las 2.000.000 de personas que pueblan nuestras villas.
Una transcripción del libro de Sprovieri: «A muy corto plazo, la Argentina deberá decidirse a desarrollar un verdadero programa de viviendas de interés social y para la clase media, antes de que el tema se transforme en incontrolable». El autor precisa: «Enfrentar el problema con decisión significa que deberán construirse 200.000 viviendas de interés social por año para que el déficit no siga creciendo».
© La Nacion.