Indigenismo y neopopulismo

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Por Torcuato Di Tella

 
     

Cuando Víctor Raúl Haya de la Torre decidió llamar al continente -cuya unidad propiciaba- con el nombre de “Indo”, y no “Latino”América, era porque gran parte de nuestra población no tiene nada de latina salvo, en la mayor parte de los casos, el idioma. El nombre seleccionado por Haya se refería, por supuesto, a las Indias Occidentales, otro nombre basado sobre una equivocación acerca de dónde exactamente era que estaban los primeros colonizadores. La palabra tiene algo de anfibología, pues parece señalar que lo genuino que hay entre nosotros son los pueblos indígenas, lo cual no es un enfoque realista, porque no se puede deshacer cinco siglos de historia. Lo que se puede es reparar sus crímenes, y construir una nueva realidad sobre la lamentable que hoy existe.
Uno de los objetivos de Haya de la Torre al elegir ese término era poder incluir a todo el Caribe, incorporando desde ya el aporte inglés, y dando relevancia a países donde la comunidad afroamericana ha podido construir sus propios Estados independientes, superando su rol de minoría discriminada. ¿Será conveniente, o posible, que lo mismo ocurra con las etnias originarias americanas? En principio, sí. Ahora bien, ¿cómo puede ello llegar a ocurrir?
Si analizamos el panorama internacional no podemos dejar de constatar que eso es lo que ha ocurrido en muchos lados, por obra de enfrentamientos étnicos, lingüísticos o religiosos. De esas diferencias la única central entre nosotros es la étnica, que a veces tiene correlatos de ese otro tipo, como ocurre con los idiomas nativos aún bastante practicados, o los intentos de resucitar religiones que parecían desaparecidas. Por otra parte, la gran mezcla étnica que
-por las razones que sea- ha ocurrido es un factor que desdibuja en alguna medida los enfrentamientos.
Siempre ha habido entre los pueblos originarios sectores orientados hacia un fuerte autonomismo respecto de los existentes Estados nacionales, bordeando a veces con el separatismo, que podría adquirir características violentas. Es sugestivo al respecto que en un país como Bolivia, en que se podría haber pensado en un separatismo de las comunidades quechuas o aymaras, al final parecen ser los “blancos” o mestizos los que amagan con separarse.
Es preciso ya preguntarse si sería bueno que diversos grupos étnicos asumieran avanzadas formas de autonomía, o aun de formación de Estados nuevos e independientes. Si eso ocurrió en tantos otros lugares del globo, ¿por qué no en nuestra región? ¿Por qué no una Araucania independiente, formada con pedazos de la Argentina y Chile? Estoy consciente de que eso no tiene realismo en nuestra actualidad ni en nuestro previsible futuro. Pero lo que podría adoptarse son formas avanzadas de autonomía, casi como las que imaginan que pueden llegar a tener los pueblos del oriente boliviano, rediseñando desde ya los límites departamentales o hasta los provinciales, como se hizo hace más de un siglo con la provincia de Buenos Aires, cuando se le quitó su ciudad capital.
Pero volvamos a nuestra imaginaria Araucania. Sin pensar en su independencia, ¿por qué no formar, como etapa,  una provincia nueva, con partes de Neuquén y quizás Río Negro, algo como han hecho los canadienses con los inuit (antes llamados esquimales)? Sería una provincia pequeña, bastante poco poblada. Como Tierra del Fuego, digamos, y nadie (o muy pocos) se escandalizan de que ésta tenga tres senadores, cuando el mucho más numeroso partido de La Matanza, con su buen millón de habitantes, tiene apenas un intendente y -de manera indirecta- algún diputado o senador provincial.
Como sociólogo, no me gusta mitificar el pasado, como hacen muchos dirigentes de los pueblos originarios. Pero pensemos en el tremendo significado que ha tenido en la cultura y en la identidad europea la mitificación de la “democracia” ateniense, o de la república -y aun el imperio- romanos. Así que cuando vemos discurrir a algunos intelectuales, actuales o pasados, sobre si el Incario era comunista o meramente socialista, tomémoslo con perspectiva universal, sin la pedantería de exigir pruebas.
En este proceso va a ser necesario incorporar elementos de affirmative action, como se ha hecho en los Estados Unidos, donde es cada vez más obvia la diversidad de culturas. Hay que respetar y revalorizar las tradiciones etnoculturales, lo que no implica desconocer las excelencias individuales, independientemente de que éstas se encuentren -en nuestro tiempo histórico- más en un canon que en otro. El relativismo absoluto que hace que se le dé el mismo valor a un cuento de Borges, o a un drama de Shakespeare, que a una mitología originaria no le hace bien a nadie. Pero no estaría mal que nuestros jóvenes estudiosos (que los hay) en la escuela secundaria, por ejemplo, tuvieran tanta familiaridad con los dioses mexicas como la que tienen con los griegos o romanos, y lo mismo con los personajes epónimos de esas culturas.
El tratamiento que ha tenido el tema del populismo es un ejemplo demasiado conocido de la dificultad -y la inconveniencia- de aplicar criterios y teorías desarrolladas para otro espacio-tiempo histórico a nuestra realidad. Como el fenómeno se renueva, y adquiere algunos aspectos nuevos en el indigenismo, es bueno echar una mirada a esos procesos.
Los movimientos simbolizados por figuras como Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, y Rafael Correa en Ecuador son el resultado de cambios profundos en la estructura social de esos países, unidos a fracasos de dirigencias anteriores. Lo que ha estado ocurriendo es el continuado afluir de amplias capas marginadas de la población, desde sus residencias rurales o de pequeños pueblos, donde eran “menos visibles” y, desde ya, menos influyentes, hacia las grandes ciudades, donde los contrastes sociales son más explícitos e irritantes. Al mismo tiempo, aun en las áreas rurales o de pequeños pueblos que quedan, se está dando el acceso de la población a la educación y a las comunicaciones, incluyendo la formación de grupos dirigentes que se capacitan para conducir a la masa del sector, dándole más voz y presencia pública. Estos grupos demandan liderazgos a nivel nacional, que podrían haber sido dados por partidos populares preexistentes, lo que no ocurrió, por múltiples razones que sería excesivamente largo explorar aquí.
Estos movimientos “neopopulistas” que plantean una alternativa con el nombre de socialista tienen algún parecido, pero con ideología más radicalizada, con los que caracterizaron a otros países de mayor desarrollo, como la Argentina o Brasil, en etapas anteriores. En Brasil ha habido cambios, desde esa temprana experiencia, debidos a la enorme transformación industrial, que ha sentado las bases de un nuevo fenómeno de izquierda originalmente radicalizada y hoy reformista, el Partido dos Trabalhadores, que ha sustituido al primer populismo, el de Getulio Vargas y Joâo Goulart. Esto hace poco probable que se den ahí fenómenos como los antes descriptos del neopopulismo izquierdista. En cierto sentido, Lula es el equivalente, en cuanto a representación clasista, de esos movimientos, aunque con distinta ideología y prácticas de conducción. Por lo tanto desplaza a quienes podrían ser sus émulos, al ocupar su mismo espacio social. En cuanto a la Argentina, el populismo clásico de Perón ha sobrevivido, en parte por la menor magnitud de los cambios económicos experimentados, y ha pasado por las etapas esperables, de confrontación radicalizada, entendimiento con la derecha en su faz neoliberal y posterior división y canalización en un movimiento popular reformista modernizado.
Los fenómenos indigenistas tienen amplio futuro en los países donde ese sector de la población es importante, lo que incluye sin duda al Perú y a México, aparte de varios en América Central. En cuanto a los neopopulismos de izquierda mencionados, por representar a sectores “nuevos” de la sociedad, no pueden menos que reflejar sus carencias, sus odios, sus esperanzas algo milenaristas, como ocurrió en su tiempo con los socialismos o los primeros populismos. Quienes se emperran en exigirles el mismo comportamiento que hoy tienen, tras muchas décadas, sus predecesores, parecen no entender algunas de las leyes básicas de la evolución social.

 

revista debate

http://beta.revistadebate.com.ar/2008/10/03/1146.php

Acerca de Lucas

31 años, periodista, vivo en Santa Fe, trabajo en Entre Ríos. Me encanta el consenso, si la primera moción es la mía. Creo que el disenso es productivo (al interior de la oposición). Todo lo que digo lo digo convencido, porque creo que es más importante decir las cosas con convicción que tenerlas. No me gusta Ricardo Arjona, pero no me molestaría ser Ricardo Arjona. Lo que sí tomo verdaderamente en serio, es la cerveza.

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