La prepotencia del Gobierno, la inoperancia de la oposición y la cobardía de muchos empresarios están haciendo que los argentinos empecemos a aceptar, como si fueran naturales, situaciones que no tienen ni pies ni cabeza. Voy a empezar por señalar una de las últimas: las restricciones a la importación de libros. Hay pocas decisiones más arbitrarias, oscurantistas y autoritarias como la que acaba de impulsar el más prepotente de todos los funcionarios nacionales, Guillermo Moreno.
Los argumentos utilizados por autores y escritores lúcidos como Hernán Casciari, autor de Diario de una mujer Gorda y creador del proyecto Orsai, y el editor de Cultura y Espectáculos del Buenos Aires Herald, Pablo Toledo, bastarán para explicar por qué se trata de un verdadero mamarracho. Casciari contó que se quedó sin respuesta cuando desde una radio de Barcelona le preguntaron: «¿Por qué un científico tucumano que está suscrito a la revista Nature , tendrá que viajar, cada mes, 1200 kilómetros para retirar su ejemplar de Ezeiza?». Y Toledo razonó: «La restricción de cualquier forma de discursos, ideas, de obras y de objetos culturales es una de las pocas cosas en este mundo de las que no me cabe la menor duda que está mal».
Pero tan preocupante como la restricción es el argumento mentiroso que utilizó Moreno para justificar la decisión. ¡Explicó que el motivo era limitar el ingreso de productos editoriales que no cumplan medidas ambientales vinculadas con el contenido de plomo de la tinta! Seamos serios: si la preocupación del Gobierno por el medio ambiente tuviese semejante nivel de celo, la megaminería a cielo abierto en la Argentina no debería existir y el Riachuelo debería ser una de las fuentes de agua más limpias del mundo. Pero si Moreno puede tomar ahora tamaña determinación es porque antes le permitieron y hasta lo alentaron, desde la Presidencia de la Nación, para impulsar ideas iguales o peores, como la manipulación de las estadísticas oficiales, el ataque unilateral a una empresa determinada o el maltrato personal a decenas de empresarios, incluidos los yerbateros de Misiones a los que habría llamado días atrás «polacos pelotudos» y «patas sucias».
Para sostener las mentiras sobre las estadísticas oficiales, los habituales voceros de la administración ensayaron una justificación tragicómica: explicaron que al «bajar a la fuerza» el índice de inflación, la Argentina se ahorraba de pagar a ciertos bonistas del exterior intereses que estaban atados al aumento del costo de vida. Por supuesto, es una falacia y una tontería. El día que se abra la caja de Pandora para determinar los daños verdaderos que le producen a la economía la falsificación de los datos públicos, muchos argentinos que ahora perciben este fraude como algo superficial y anecdótico se van a empezar a agarrar la cabeza, igual que lo hicieron cuando estalló la convertibilidad a la que Carlos Menem y Domingo Cavallo vendieron como un milagro para toda la vida.
Me gustaría que se entendiese bien lo que quiero advertir al afirmar lo peligroso que resulta aceptar las decisiones más arbitrarias como si fueran algo inocuo e incluso gracioso. Los gobiernos tienen todo el derecho del mundo de defender el superávit de la balanza comercial, regular el ingreso y la salida de divisas, alentar la industria nacional y evitar que entren al país productos de cualquier parte del planeta sin ningún control y a cualquier precio. Lo que no se puede hacer es exigir a la Fiat que, de un día para el otro, deje de importar las autopartes que necesita para entregar un vehículo completo. O presionar a los accionistas de YPF, de la noche a la mañana, para que no retiren sus dividendos después de que Néstor Kirchner acordara con los socios españoles y la familia Eskenazi que se usarían para pagar la parte de la empresa que compraron los argentinos con la bendición del ex presidente. O imponer restricciones estrambóticas para usar dólares durante los viajes las exterior.
Pero los hechos desopilantes que asimilamos como si fueran normales no se agotan en las excentricidades de Moreno. Más allá de la simpatía que puedan tener millones de argentinos por Cristina Fernández y el enorme apoyo que registró en las últimas elecciones generales, ¿qué ciudadano con dos dedos de frente puede tolerar que la Presidenta señale con el dedo, en público, en un tono liviano y casual, como si estuviera hablando de un partido de fútbol, a dos periodistas gráficos para endilgarles el cartelito de antisemita a uno y nazi y «macarto» a otro? ¿En qué sistema democrático de un país en serio el gobierno sería capaz de apoderarse del horario prime time del canal público para atacar alegremente a decenas de periodistas profesionales y montar tribunales «populares» con el objeto de «condenarlos» sin juicio previo, como si se tratara de una dictadura?
El abuso y la discrecionalidad en el ejercicio del poder no son un problema de «republicanismo». Se puede contar en millones de pesos y también en vidas humanas. Dos ejemplos archiconocidos. Uno: el de las provincias que no reciben los fondos que les corresponden sólo porque no apoyaron las ambiciones políticas de Kirchner o no adhieren al proyecto de la jefa del Estado. Dos: la tragedia de Once, que evidencia el nivel de soberbia del Gobierno frente a las críticas, las denuncias y las advertencias que le venían haciendo los sindicatos, los usuarios, la Auditoría General de la Nación y expertos en política ferroviaria.
Los que se ganan la vida atacando a periodistas sostienen que detrás de cada uno de nosotros hay intereses ocultos y un deseo apenas disimulado de que a este gobierno le vaya mal. Lamento desilusionarlos. Mis expectativas sobre esta administración son más módicas: que no utilice su poder para implementar medidas desopilantes; que no disponga de nuestros impuestos para financiar la continuidad de su proyecto político y para hacer negocios con sus amigos de turno; que asuma sus errores y no le eche la culpa de todo a Magnetto; que aclare, de una vez por todas, cuál es la responsabilidad del vicepresidente en la trama de la ex Ciccone, y que la Presidenta y sus ministros respondan preguntas en conferencias de prensa abiertas y no condicionadas. Es decir: el gobierno normal de una democracia efectiva y no el prepotente de una democracia de «baja intensidad». Algo más parecido a lo que se vio en el acto en que la Presidenta y el titular de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, anunciaron, con la presencia de dirigentes de la oposición, el proyecto de reformas al Código Civil que harán más fácil y armoniosa la vida de millones de argentinos. En fin: menos disparates y más racionalidad. © La Nacion.
Los argumentos utilizados por autores y escritores lúcidos como Hernán Casciari, autor de Diario de una mujer Gorda y creador del proyecto Orsai, y el editor de Cultura y Espectáculos del Buenos Aires Herald, Pablo Toledo, bastarán para explicar por qué se trata de un verdadero mamarracho. Casciari contó que se quedó sin respuesta cuando desde una radio de Barcelona le preguntaron: «¿Por qué un científico tucumano que está suscrito a la revista Nature , tendrá que viajar, cada mes, 1200 kilómetros para retirar su ejemplar de Ezeiza?». Y Toledo razonó: «La restricción de cualquier forma de discursos, ideas, de obras y de objetos culturales es una de las pocas cosas en este mundo de las que no me cabe la menor duda que está mal».
Pero tan preocupante como la restricción es el argumento mentiroso que utilizó Moreno para justificar la decisión. ¡Explicó que el motivo era limitar el ingreso de productos editoriales que no cumplan medidas ambientales vinculadas con el contenido de plomo de la tinta! Seamos serios: si la preocupación del Gobierno por el medio ambiente tuviese semejante nivel de celo, la megaminería a cielo abierto en la Argentina no debería existir y el Riachuelo debería ser una de las fuentes de agua más limpias del mundo. Pero si Moreno puede tomar ahora tamaña determinación es porque antes le permitieron y hasta lo alentaron, desde la Presidencia de la Nación, para impulsar ideas iguales o peores, como la manipulación de las estadísticas oficiales, el ataque unilateral a una empresa determinada o el maltrato personal a decenas de empresarios, incluidos los yerbateros de Misiones a los que habría llamado días atrás «polacos pelotudos» y «patas sucias».
Para sostener las mentiras sobre las estadísticas oficiales, los habituales voceros de la administración ensayaron una justificación tragicómica: explicaron que al «bajar a la fuerza» el índice de inflación, la Argentina se ahorraba de pagar a ciertos bonistas del exterior intereses que estaban atados al aumento del costo de vida. Por supuesto, es una falacia y una tontería. El día que se abra la caja de Pandora para determinar los daños verdaderos que le producen a la economía la falsificación de los datos públicos, muchos argentinos que ahora perciben este fraude como algo superficial y anecdótico se van a empezar a agarrar la cabeza, igual que lo hicieron cuando estalló la convertibilidad a la que Carlos Menem y Domingo Cavallo vendieron como un milagro para toda la vida.
Me gustaría que se entendiese bien lo que quiero advertir al afirmar lo peligroso que resulta aceptar las decisiones más arbitrarias como si fueran algo inocuo e incluso gracioso. Los gobiernos tienen todo el derecho del mundo de defender el superávit de la balanza comercial, regular el ingreso y la salida de divisas, alentar la industria nacional y evitar que entren al país productos de cualquier parte del planeta sin ningún control y a cualquier precio. Lo que no se puede hacer es exigir a la Fiat que, de un día para el otro, deje de importar las autopartes que necesita para entregar un vehículo completo. O presionar a los accionistas de YPF, de la noche a la mañana, para que no retiren sus dividendos después de que Néstor Kirchner acordara con los socios españoles y la familia Eskenazi que se usarían para pagar la parte de la empresa que compraron los argentinos con la bendición del ex presidente. O imponer restricciones estrambóticas para usar dólares durante los viajes las exterior.
Pero los hechos desopilantes que asimilamos como si fueran normales no se agotan en las excentricidades de Moreno. Más allá de la simpatía que puedan tener millones de argentinos por Cristina Fernández y el enorme apoyo que registró en las últimas elecciones generales, ¿qué ciudadano con dos dedos de frente puede tolerar que la Presidenta señale con el dedo, en público, en un tono liviano y casual, como si estuviera hablando de un partido de fútbol, a dos periodistas gráficos para endilgarles el cartelito de antisemita a uno y nazi y «macarto» a otro? ¿En qué sistema democrático de un país en serio el gobierno sería capaz de apoderarse del horario prime time del canal público para atacar alegremente a decenas de periodistas profesionales y montar tribunales «populares» con el objeto de «condenarlos» sin juicio previo, como si se tratara de una dictadura?
El abuso y la discrecionalidad en el ejercicio del poder no son un problema de «republicanismo». Se puede contar en millones de pesos y también en vidas humanas. Dos ejemplos archiconocidos. Uno: el de las provincias que no reciben los fondos que les corresponden sólo porque no apoyaron las ambiciones políticas de Kirchner o no adhieren al proyecto de la jefa del Estado. Dos: la tragedia de Once, que evidencia el nivel de soberbia del Gobierno frente a las críticas, las denuncias y las advertencias que le venían haciendo los sindicatos, los usuarios, la Auditoría General de la Nación y expertos en política ferroviaria.
Los que se ganan la vida atacando a periodistas sostienen que detrás de cada uno de nosotros hay intereses ocultos y un deseo apenas disimulado de que a este gobierno le vaya mal. Lamento desilusionarlos. Mis expectativas sobre esta administración son más módicas: que no utilice su poder para implementar medidas desopilantes; que no disponga de nuestros impuestos para financiar la continuidad de su proyecto político y para hacer negocios con sus amigos de turno; que asuma sus errores y no le eche la culpa de todo a Magnetto; que aclare, de una vez por todas, cuál es la responsabilidad del vicepresidente en la trama de la ex Ciccone, y que la Presidenta y sus ministros respondan preguntas en conferencias de prensa abiertas y no condicionadas. Es decir: el gobierno normal de una democracia efectiva y no el prepotente de una democracia de «baja intensidad». Algo más parecido a lo que se vio en el acto en que la Presidenta y el titular de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, anunciaron, con la presencia de dirigentes de la oposición, el proyecto de reformas al Código Civil que harán más fácil y armoniosa la vida de millones de argentinos. En fin: menos disparates y más racionalidad. © La Nacion.