Por Maria O’Donnell
31/03/12 – 12:11
Creo que nunca, a lo largo de mi infancia, me detuve a pensar en la renguera de papá. Yo no podía ignorar que él caminaba con la ayuda de un aparato metálico, pero a mí no me parecía algo tan inusual; tampoco me alteraba que sonara la alarma cada vez que nos tocaba atravesar los controles de seguridad en el aeropuerto. Nada le impedía, por ejemplo, nadar en la playa bien lejos de la orilla, aunque se arrastrara por la arena hasta pasar la rompiente para que las olas no golpearan en sus piernas. Con los años comprendí que la poliomielitis que le paralizó una parte del cuerpo resultó una fuerza vital para su desarrollo intelectual.
El mayor de tres hermanos varones estudió la primaria en un colegio tradicional, católico, de clase media alta de Buenos Aires, y terminó el secundario antes de tiempo en una escuela pública; hijo de un médico pediatra y una ama de casa inquieta y exigente, se recibió de abogado siendo muy joven y temprano en la vida empezó a ganar buen dinero representando empresas. Cuando tomé conciencia de su biografía, me deslumbró que hubiese abandonado una carrera exitosa, según los parámetros del mundo en que se había criado, para radicarse en EE.UU. con una beca muy modesta y una familia numerosa, a estudiar ciencias políticas, terreno inexplorado en la Argentina de principios de los años 70.
Supongo ahora que la experiencia de los golpes cívico-militares de aquellos tiempos, con el peronismo proscripto y un sistema incapaz de alumbrar una democracia, inspiraron sus primeros textos académicos, en los que desarrollaba teorías de juego de suma cero. Su pasión por interpretar la realidad a través del juego y sus reglas, su obsesión por entender la racionalidad de cada jugador, permearon también nuestra vida familiar.
Recuerdo a papá sentado a una mesa de poker, y a mí sentada a upa de él, cuando aún no había cumplido diez años, y recuerdo su empeño por enseñarme a comprender lo que ocurría en la mesa. Con él aprendí a jugar a la canasta (las partidas se extendían por horas, con pozos legendarios), al backgamon, al dominó, al black jack, a la generala (con leche merengada, en el Tortoni), y también al billar, que le fascinaba. Fumaba tanto que usaba el cigarrillo encendido para tirar humo sobre los cubiletes y me hacía creer que eso le daba suerte. A él le gustaba apostar, y a mí me gustaba terminar los partidos, y entonces él protestaba cuando yo le aceptaba alguna apuesta irracional con tal de seguir la partida. “Total falta de criterio”, era su reproche entre risas, aunque me tenía piedad con los montos que apostaba y cada tanto me condonaba las deudas (cosa que no ocurría en sus habituales partidas entre amigos o colegas: pelar a un compañero de cartas era un placer que disfrutaba). Mantuvo la tradición lúdica con los nietos: organizaba bingos para compartir con todas las generaciones y los fines de semana tenía la paciencia suficiente como para introducirlos en el ajedrez.
Ahora pienso que otros rasgos distintivos de su producción intelectual se proyectaron en la educación que nos transmitió en casa. Papá era un obsesivo de los textos bien escritos y, antes que en el contenido, se detenía en la redacción. Mi hermana menor, Julia, recuerda que le decía: “Si tenés un buen argumento, pero está mal escrito, dejás de tener un argumento”. La búsqueda de escuelas para Matías, Santiago e Ignacio, mis hermanos mayores, en plena dictadura, inspiró un estudio sobre el autoritarismo a nivel micro en la educación. En aquellos tiempos, muchas cosas lo sublevaban.
Aunque no era un habitué de las reuniones de padres, supo que en mi colegio nos dividían entre varones y nenas para que los primeros jugaran al fútbol mientras a nosotras nos enseñaban a coser. Presentó una queja en la escuela, y sólo logró que la profesora de costura se ensañara conmigo, pero me transmitió la importancia de luchar por la igualdad de género. El ya vivía en Brasil cuando algunos taxis, en la Buenos Aires del Mundial 78, circulaban con la calcomanía de la propaganda de turno (“Los argentinos somos derechos y humanos”), y yo me acuerdo de que, cuando venía de visita, si nos tocaba uno de esos, nos teníamos que bajar enseguida. También me prohibió cantar el himno de Malvinas en la escuela en plena guerra y nos desalentó cuando quisimos salir a festejar a la calle el campeonato mundial. En Brasil se irritaba con las estructuras familiares que tenían aún la marca de la división de clases y el racismo, pero también recelaba de la influencia del bloque soviético: impidió que mi hermana estudiara gimnasia artística porque la asociaba con la severidad de los regímenes autoritarios.
Gozaba de la vida, de la pesca, de manejar largas distancias y de viajar por el mundo. Elaboró gran parte de su producción académica en EE.UU., aunque siempre con una mirada puesta en la Argentina, que le despertó hasta el final de sus días sentimientos encontrados. Nunca dejó de protestar por las debilidades de nuestra democracia, y su pasión por Racing no le restaba motivos para la queja. Podía sonar pesimista, pero creo que, en definitiva, fue un tremendo optimista de la vida: apostó siempre a superarse.
* Periodista. Esta semana se hicieron varios actos conmemorativos en torno a la figura del reconocido politólogo Guillermo O’Donnell, fallecido el año pasado.
31/03/12 – 12:11
Creo que nunca, a lo largo de mi infancia, me detuve a pensar en la renguera de papá. Yo no podía ignorar que él caminaba con la ayuda de un aparato metálico, pero a mí no me parecía algo tan inusual; tampoco me alteraba que sonara la alarma cada vez que nos tocaba atravesar los controles de seguridad en el aeropuerto. Nada le impedía, por ejemplo, nadar en la playa bien lejos de la orilla, aunque se arrastrara por la arena hasta pasar la rompiente para que las olas no golpearan en sus piernas. Con los años comprendí que la poliomielitis que le paralizó una parte del cuerpo resultó una fuerza vital para su desarrollo intelectual.
El mayor de tres hermanos varones estudió la primaria en un colegio tradicional, católico, de clase media alta de Buenos Aires, y terminó el secundario antes de tiempo en una escuela pública; hijo de un médico pediatra y una ama de casa inquieta y exigente, se recibió de abogado siendo muy joven y temprano en la vida empezó a ganar buen dinero representando empresas. Cuando tomé conciencia de su biografía, me deslumbró que hubiese abandonado una carrera exitosa, según los parámetros del mundo en que se había criado, para radicarse en EE.UU. con una beca muy modesta y una familia numerosa, a estudiar ciencias políticas, terreno inexplorado en la Argentina de principios de los años 70.
Supongo ahora que la experiencia de los golpes cívico-militares de aquellos tiempos, con el peronismo proscripto y un sistema incapaz de alumbrar una democracia, inspiraron sus primeros textos académicos, en los que desarrollaba teorías de juego de suma cero. Su pasión por interpretar la realidad a través del juego y sus reglas, su obsesión por entender la racionalidad de cada jugador, permearon también nuestra vida familiar.
Recuerdo a papá sentado a una mesa de poker, y a mí sentada a upa de él, cuando aún no había cumplido diez años, y recuerdo su empeño por enseñarme a comprender lo que ocurría en la mesa. Con él aprendí a jugar a la canasta (las partidas se extendían por horas, con pozos legendarios), al backgamon, al dominó, al black jack, a la generala (con leche merengada, en el Tortoni), y también al billar, que le fascinaba. Fumaba tanto que usaba el cigarrillo encendido para tirar humo sobre los cubiletes y me hacía creer que eso le daba suerte. A él le gustaba apostar, y a mí me gustaba terminar los partidos, y entonces él protestaba cuando yo le aceptaba alguna apuesta irracional con tal de seguir la partida. “Total falta de criterio”, era su reproche entre risas, aunque me tenía piedad con los montos que apostaba y cada tanto me condonaba las deudas (cosa que no ocurría en sus habituales partidas entre amigos o colegas: pelar a un compañero de cartas era un placer que disfrutaba). Mantuvo la tradición lúdica con los nietos: organizaba bingos para compartir con todas las generaciones y los fines de semana tenía la paciencia suficiente como para introducirlos en el ajedrez.
Ahora pienso que otros rasgos distintivos de su producción intelectual se proyectaron en la educación que nos transmitió en casa. Papá era un obsesivo de los textos bien escritos y, antes que en el contenido, se detenía en la redacción. Mi hermana menor, Julia, recuerda que le decía: “Si tenés un buen argumento, pero está mal escrito, dejás de tener un argumento”. La búsqueda de escuelas para Matías, Santiago e Ignacio, mis hermanos mayores, en plena dictadura, inspiró un estudio sobre el autoritarismo a nivel micro en la educación. En aquellos tiempos, muchas cosas lo sublevaban.
Aunque no era un habitué de las reuniones de padres, supo que en mi colegio nos dividían entre varones y nenas para que los primeros jugaran al fútbol mientras a nosotras nos enseñaban a coser. Presentó una queja en la escuela, y sólo logró que la profesora de costura se ensañara conmigo, pero me transmitió la importancia de luchar por la igualdad de género. El ya vivía en Brasil cuando algunos taxis, en la Buenos Aires del Mundial 78, circulaban con la calcomanía de la propaganda de turno (“Los argentinos somos derechos y humanos”), y yo me acuerdo de que, cuando venía de visita, si nos tocaba uno de esos, nos teníamos que bajar enseguida. También me prohibió cantar el himno de Malvinas en la escuela en plena guerra y nos desalentó cuando quisimos salir a festejar a la calle el campeonato mundial. En Brasil se irritaba con las estructuras familiares que tenían aún la marca de la división de clases y el racismo, pero también recelaba de la influencia del bloque soviético: impidió que mi hermana estudiara gimnasia artística porque la asociaba con la severidad de los regímenes autoritarios.
Gozaba de la vida, de la pesca, de manejar largas distancias y de viajar por el mundo. Elaboró gran parte de su producción académica en EE.UU., aunque siempre con una mirada puesta en la Argentina, que le despertó hasta el final de sus días sentimientos encontrados. Nunca dejó de protestar por las debilidades de nuestra democracia, y su pasión por Racing no le restaba motivos para la queja. Podía sonar pesimista, pero creo que, en definitiva, fue un tremendo optimista de la vida: apostó siempre a superarse.
* Periodista. Esta semana se hicieron varios actos conmemorativos en torno a la figura del reconocido politólogo Guillermo O’Donnell, fallecido el año pasado.