La imagen pertenece ya a la historia antigua del kirchnerismo y podrá resultar inocente, irrelevante o risueña, pero sirve para definir contrastes. Era todavía el gobierno de Néstor Kirchner y en un salón de la Casa Rosada rebosante de empresarios, el constructor José Cartellone intentaba, sentado en una de las primeras filas, extraer con sigilo el cartel que aplastaba con su cuerpo y que indicaba el verdadero destinatario de la silla reservada: Héctor Méndez, entonces líder de la Unión Industrial Argentina (UIA). Con elegancia de mago, Cartellone metió el papel en el bolsillo de su saco y a otra cosa. Nadie se quejó, y a ninguno de los pares que lo observaban se le ocurrió otra cosa que recordar con una sonrisa la picardía.
Eran tiempos en que el establishment entero se desvivía por acercarse a un presidente que podía tratarlos de modos opuestos en público y en privado, pero que los recibía en la Casa Rosada y en Olivos. Había que ver el martes, en cambio, el último gran acto público de Cristina Kirchner en el Museo del Bicentenario, donde la Presidenta presentó el anteproyecto de ley para la reforma del Código Civil y Comercial acompañada por el gabinete, gobernadores, legisladores, organizaciones defensoras de los derechos humanos y miembros de la Corte. Miraban, de la séptima fila para atrás, unos pocos hombres de negocios. Entre ellos José Ignacio de Mendiguren, Carlos de la Vega y Osvaldo Cornide.
No es que las grandes corporaciones o cámaras no hubieran querido estar, pero no fueron invitadas. Y ese olvido, o desdén, no es indiferente a la forma en que los empresarios conciben sus pasos. Si no hay convocatorias, será que no hay que mostrarse, parece ser la conclusión de ejecutivos que atraviesan la etapa de mayor introversión desde 1983.
Lo sabe mejor que nadie el propio Mendiguren, que viene de fracasar en las últimas semanas en el intento de revivir a una entidad que, si es por las reuniones formales, ya debería darse por extinguida: el Grupo de los Seis, que integran las cámaras de comercio y construcción, los bancos, la UIA, la Bolsa y la Sociedad Rural. Solían almorzar cada 15 días durante el año pasado, pero esa costumbre terminó en diciembre. «¡Y de qué vamos a hablar!», contestaron a La Nacion en una de estas entidades, donde reconocieron que el distanciamiento del banquero Jorge Brito con el Gobierno había dilapidado el último entusiasmo.
La mayor dificultad no es el encuentro en sí mismo, sino las fotos y, lo más importante, el comunicado que se envía a los medios. En rigor, algo de eso se venía solucionando con una modalidad también vigente en la UIA: esos textos se acuerdan, se escriben y se difunden antes de que termine la reunión. De ahí que, mal que les pese a los protagonistas, el contenido periodístico de esas gacetillas sea prácticamente nulo.
Si esos almuerzos volvieran, sobrarían temas de conversación. ¿Pero estarían todos dispuestos a referirse, por ejemplo, a la reforma de la carta orgánica del Banco Central, a la investigación de operaciones con acciones de YPF o a la quita de preferencias comerciales que decidió Estados Unidos?
Parte de estas perturbaciones fueron expuestas, el miércoles por la tarde, en el bar de la sede porteña del Jockey Club por un grupo de cuatro ejecutivos, algunos de ellos de primera línea. Ese after- office desacartonado elaboró dos categorías de hombres de negocios: los «vergonzantes», entre los que se incluyó a quienes han decidido recluirse, y los «vergonzosos», aquellos que el cuarteto juzgaba no portadores de la mejor de las trayectorias y que, tal vez por no tener demasiado que perder, habían decidido adherir al Gobierno y respaldarlo públicamente. Entre las diferencias entre unos y otros, se concluyó allí, está el costo que han decidido pagar.
No es casual, así, que cada movimiento corporativo sea estudiado con obsesión casi enfermiza y, por lo general, termine en la nada. En la única reunión del año de la Asociación Empresaria Argentina (AEA), que se hizo hace diez días en el Palacio Duhau, se oyó una propuesta que el estado de parálisis difícilmente permita concretar: contactarse con Hugo Moyano. Y también otra necesidad que cayó con insistencia sobre Federico Braun, dueño de La Anónima, a quien algunos querían encomendarle, por su condición de emprendedor en Santa Cruz, algún nexo con la Presidenta. Ardua y riesgosa misión. Para peor, Carlos Spadone, el único empresario que se ofrece ahora como factor de concordia con el Gobierno, no pertenece a la entidad. En una entrevista publicada en el último número de la revista Fortuna , el apóstol de Moreno en Angola jugó a lo grande: propuso juntar a Héctor Magnetto, uno de los hombres fuertes de AEA, con el secretario de Comercio Interior. «Como lo senté en mi casa a Menem con Magnetto -se explayó-. Cuando se conozcan, se van a dar cuenta de que son dos tipos de laburo.»
Pero Moreno anda en otra cosa. Hace 15 días volvió a decir, esta vez ante el N°1 de una cámara, que se proponía destruir la UIA y la Sociedad Rural. La UIA es un club inglés , resumió, y explicó que su instrumento para socavarla sería la Confederación General Económica (CGE), cuyo perfil pretende levantar. A eso apunta otro de sus laderos, Ider Peretti, el comisionista que sorprendió a la Presidenta en el velorio de Kirchner, delante del cajón y las cámaras de TV, con elogios a la política agropecuaria. La semana pasada, Peretti recorría despachos tentando a empresarios a sumarse a una nueva cámara que, dijo, tiene el aval del secretario y de Cristina Kirchner. No debería sorprender. Custodio de simbolismos, Moreno no esconde su espejo en la historia: fue el ministro de Economía José Gelbard quien, en 1974, presionó a la UIA hasta fusionarla con la CGE y engendrar, así, la Confederación Industrial Argentina (CINA).
La épica terminaría de cerrar si cundiera el elogio con que lo definió la semana pasada el gráfico Juan Carlos Sacco, vicepresidente 3° de la UIA: «Moreno es un patriota», dijo a radio Nacional. Hacía tiempo que una frase no desencadenaba tanta furia entre sus pares. Aun así, es probable que nadie diga nada. Los enojos empresariales se digieren tan en silencio que es lícito ponerlos en duda..
Eran tiempos en que el establishment entero se desvivía por acercarse a un presidente que podía tratarlos de modos opuestos en público y en privado, pero que los recibía en la Casa Rosada y en Olivos. Había que ver el martes, en cambio, el último gran acto público de Cristina Kirchner en el Museo del Bicentenario, donde la Presidenta presentó el anteproyecto de ley para la reforma del Código Civil y Comercial acompañada por el gabinete, gobernadores, legisladores, organizaciones defensoras de los derechos humanos y miembros de la Corte. Miraban, de la séptima fila para atrás, unos pocos hombres de negocios. Entre ellos José Ignacio de Mendiguren, Carlos de la Vega y Osvaldo Cornide.
No es que las grandes corporaciones o cámaras no hubieran querido estar, pero no fueron invitadas. Y ese olvido, o desdén, no es indiferente a la forma en que los empresarios conciben sus pasos. Si no hay convocatorias, será que no hay que mostrarse, parece ser la conclusión de ejecutivos que atraviesan la etapa de mayor introversión desde 1983.
Lo sabe mejor que nadie el propio Mendiguren, que viene de fracasar en las últimas semanas en el intento de revivir a una entidad que, si es por las reuniones formales, ya debería darse por extinguida: el Grupo de los Seis, que integran las cámaras de comercio y construcción, los bancos, la UIA, la Bolsa y la Sociedad Rural. Solían almorzar cada 15 días durante el año pasado, pero esa costumbre terminó en diciembre. «¡Y de qué vamos a hablar!», contestaron a La Nacion en una de estas entidades, donde reconocieron que el distanciamiento del banquero Jorge Brito con el Gobierno había dilapidado el último entusiasmo.
La mayor dificultad no es el encuentro en sí mismo, sino las fotos y, lo más importante, el comunicado que se envía a los medios. En rigor, algo de eso se venía solucionando con una modalidad también vigente en la UIA: esos textos se acuerdan, se escriben y se difunden antes de que termine la reunión. De ahí que, mal que les pese a los protagonistas, el contenido periodístico de esas gacetillas sea prácticamente nulo.
Si esos almuerzos volvieran, sobrarían temas de conversación. ¿Pero estarían todos dispuestos a referirse, por ejemplo, a la reforma de la carta orgánica del Banco Central, a la investigación de operaciones con acciones de YPF o a la quita de preferencias comerciales que decidió Estados Unidos?
Parte de estas perturbaciones fueron expuestas, el miércoles por la tarde, en el bar de la sede porteña del Jockey Club por un grupo de cuatro ejecutivos, algunos de ellos de primera línea. Ese after- office desacartonado elaboró dos categorías de hombres de negocios: los «vergonzantes», entre los que se incluyó a quienes han decidido recluirse, y los «vergonzosos», aquellos que el cuarteto juzgaba no portadores de la mejor de las trayectorias y que, tal vez por no tener demasiado que perder, habían decidido adherir al Gobierno y respaldarlo públicamente. Entre las diferencias entre unos y otros, se concluyó allí, está el costo que han decidido pagar.
No es casual, así, que cada movimiento corporativo sea estudiado con obsesión casi enfermiza y, por lo general, termine en la nada. En la única reunión del año de la Asociación Empresaria Argentina (AEA), que se hizo hace diez días en el Palacio Duhau, se oyó una propuesta que el estado de parálisis difícilmente permita concretar: contactarse con Hugo Moyano. Y también otra necesidad que cayó con insistencia sobre Federico Braun, dueño de La Anónima, a quien algunos querían encomendarle, por su condición de emprendedor en Santa Cruz, algún nexo con la Presidenta. Ardua y riesgosa misión. Para peor, Carlos Spadone, el único empresario que se ofrece ahora como factor de concordia con el Gobierno, no pertenece a la entidad. En una entrevista publicada en el último número de la revista Fortuna , el apóstol de Moreno en Angola jugó a lo grande: propuso juntar a Héctor Magnetto, uno de los hombres fuertes de AEA, con el secretario de Comercio Interior. «Como lo senté en mi casa a Menem con Magnetto -se explayó-. Cuando se conozcan, se van a dar cuenta de que son dos tipos de laburo.»
Pero Moreno anda en otra cosa. Hace 15 días volvió a decir, esta vez ante el N°1 de una cámara, que se proponía destruir la UIA y la Sociedad Rural. La UIA es un club inglés , resumió, y explicó que su instrumento para socavarla sería la Confederación General Económica (CGE), cuyo perfil pretende levantar. A eso apunta otro de sus laderos, Ider Peretti, el comisionista que sorprendió a la Presidenta en el velorio de Kirchner, delante del cajón y las cámaras de TV, con elogios a la política agropecuaria. La semana pasada, Peretti recorría despachos tentando a empresarios a sumarse a una nueva cámara que, dijo, tiene el aval del secretario y de Cristina Kirchner. No debería sorprender. Custodio de simbolismos, Moreno no esconde su espejo en la historia: fue el ministro de Economía José Gelbard quien, en 1974, presionó a la UIA hasta fusionarla con la CGE y engendrar, así, la Confederación Industrial Argentina (CINA).
La épica terminaría de cerrar si cundiera el elogio con que lo definió la semana pasada el gráfico Juan Carlos Sacco, vicepresidente 3° de la UIA: «Moreno es un patriota», dijo a radio Nacional. Hacía tiempo que una frase no desencadenaba tanta furia entre sus pares. Aun así, es probable que nadie diga nada. Los enojos empresariales se digieren tan en silencio que es lícito ponerlos en duda..
¿qué se supone que significa esta nota?
Significa que el que tenía poco que decir es Olivera.