Cómo desmentir lo que uno nunca dijo? Quizás empezando por señalar, para hablar de este sector específico, que pretender confundir una política sectorial para promover la edición local de libros con la censura lisa y llana es de una mala intención flagrante. Quizás empezando por explicitar también, para reflexionar sobre un hecho más general y abarcativo, que de esto precisamente hablamos cuando decimos “medios hegemónicos”: del poder que tienen, enorme, monolítico y coordinado para obligarnos a hablar de lo que ellos quieren que hablemos y bajo las anteojeras interpretativas que de antemano nos imponen.
Porque no nos equivoquemos. No se trata de un simple problema de lectocomprensión o de un editor que transcribió algo distinto a lo que dije en una ronda de prensa. O que alcanzará teniendo que aclarar lo que es obvio, y lo que venimos diciendo desde hace años cuando tratamos el complejo mundo de las industrias culturales, y el editorial en particular. Que cuando decimos “soberanía cultural” no decimos una oficina del Estado Nacional diciendo qué se puede y qué no se puede editar o leer en el país. Que el gobierno nacional ha hecho de la promoción de la lectura de libros una política de Estado como no recuerda la Argentina en toda su historia, y allí están los títulos que edita la Biblioteca Nacional, de todas las tradicionés del pensamiento posibles, las compras record que hicimos para las bibliotecas populares a través de la Conabip, el programa Libros y Casas, que entrega una biblioteca por cada casa construida por el Estado Nacional, o el Consejo Nacional de Lectura, creado recientemente, y que integra todos los programas y planes de fomento y promoción de la lectura desarrollados en el territorio nacional.
Que el concepto de “soberanía cultural” es primo hermano del de “densidad nacional” que utilizara Aldo Ferrer para dar cuenta del entramado de intereses y actividades económicas que repercuten también a nivel económico como a nivel de las representaciones afianzando la autoestima y la identidad nacional de un país.
Que de lo que se trata, tan simplemente que es una obviedad para cualquiera salvo para los que tienen intereses en el status quo, es que las decisiones editoriales las tomen aunque sea en mayor medida que la actual las industrias locales, que tienen una vastísima experiencia en la edición de libros, y no solamente las casas matrices en España o Alemania.
Pero no es para desmentirlos a ellos que escribo este breve texto. Su odio a este gobierno, y a todo lo que sea nacional y popular, es tan profundo y arraigado que son inmunes a la evidencia empírica. Escribo entonces para que los escritores, los lectores asiduos y los eventuales, los hombres y mujeres de la cultura, los empresarios editoriales, y la ciudadanía en general escuchen mi campana directamente. Aunque sea una vez que no sea en sordina y distorsionada. <
Porque no nos equivoquemos. No se trata de un simple problema de lectocomprensión o de un editor que transcribió algo distinto a lo que dije en una ronda de prensa. O que alcanzará teniendo que aclarar lo que es obvio, y lo que venimos diciendo desde hace años cuando tratamos el complejo mundo de las industrias culturales, y el editorial en particular. Que cuando decimos “soberanía cultural” no decimos una oficina del Estado Nacional diciendo qué se puede y qué no se puede editar o leer en el país. Que el gobierno nacional ha hecho de la promoción de la lectura de libros una política de Estado como no recuerda la Argentina en toda su historia, y allí están los títulos que edita la Biblioteca Nacional, de todas las tradicionés del pensamiento posibles, las compras record que hicimos para las bibliotecas populares a través de la Conabip, el programa Libros y Casas, que entrega una biblioteca por cada casa construida por el Estado Nacional, o el Consejo Nacional de Lectura, creado recientemente, y que integra todos los programas y planes de fomento y promoción de la lectura desarrollados en el territorio nacional.
Que el concepto de “soberanía cultural” es primo hermano del de “densidad nacional” que utilizara Aldo Ferrer para dar cuenta del entramado de intereses y actividades económicas que repercuten también a nivel económico como a nivel de las representaciones afianzando la autoestima y la identidad nacional de un país.
Que de lo que se trata, tan simplemente que es una obviedad para cualquiera salvo para los que tienen intereses en el status quo, es que las decisiones editoriales las tomen aunque sea en mayor medida que la actual las industrias locales, que tienen una vastísima experiencia en la edición de libros, y no solamente las casas matrices en España o Alemania.
Pero no es para desmentirlos a ellos que escribo este breve texto. Su odio a este gobierno, y a todo lo que sea nacional y popular, es tan profundo y arraigado que son inmunes a la evidencia empírica. Escribo entonces para que los escritores, los lectores asiduos y los eventuales, los hombres y mujeres de la cultura, los empresarios editoriales, y la ciudadanía en general escuchen mi campana directamente. Aunque sea una vez que no sea en sordina y distorsionada. <