La decisión de expropiar Repsol y recuperar el control estatal sobre YPF ha tenido un profundo efecto sobre el contenido del debate público en la Argentina y sobre las posiciones de los actores políticos que lo protagonizan. Aunque no faltaron en la oposición las ya codificadas alusiones a la caja kirchnerista como patrón explicativo de cualquier acción de gobierno, el centro de la disputa se desplazó de un modo muy visible. Está en juego una concepción de las relaciones entre el mercado y el Estado, una idea de nación, una perspectiva de nuestro lugar y nuestro modo de actuar en el mundo, hoy en profunda crisis, de la globalización piloteada por el capital financiero.
Es muy probable que el proyecto de ley enviado por el Gobierno al Congreso sea aprobado por mayorías inéditas para una materia tan sensible como la que trata. Anunciaron su apoyo el Frente Amplio Progresista y el radicalismo; en ambos casos saldando fuertes debates internos, que en el caso de la UCR profundizan lo que se insinúa como un tajo interno muy visible entre un sector que auspicia activamente una alianza con la derecha y otro que, aun de modo muy contradictorio, impulsa una posición más coherente con algunas posiciones históricas del partido. Fue la derecha, a través de Macri, la que enunció los términos de un debate ideológico sobre el tema de la soberanía nacional. Se profundiza así la grieta en el interior del conglomerado de fuerzas que, entre 2008 y 2011, constituyeron un frente casi inquebrantable en defensa del libreto construido por los grandes poderes económicos, con los medios hegemónicos como articulador central. Era esperable, los líderes y las fuerzas políticas no buscan su propia decadencia y aislamiento y por lo menos en los casos en que procuran llegar al Gobierno procuran sacar conclusiones sobre su experiencia. El frente único mediático opositor llevó a sus protagonistas a una contundente derrota electoral en octubre último; el cambio de rumbo, aún parcial y relativo, luce completamente lógico.
La intervención en la que Macri se constituyó en el otro de la escena política, opuesto sin matices a la decisión del Gobierno, es plenamente ilustrativa del horizonte táctico del centroderecha por él conducido y de los pilares conceptuales en los que pretende asentarse. Ciertamente, el estilo acartonado y la torpeza expresiva no ayudan al jefe de Gobierno porteño a la hora de enunciar principios explicativos de su acción. Pero la imagen de su desvelo y su visita a la cuna de su hija tiene todos los elementos metafóricos de una comprensión del país y del mundo. Fue un manifiesto neoliberal, claro que en la forma tímida y vergonzante con que ese ideario puede presentarse entre los argentinos después del ruinoso balance que la sociedad ha hecho de la aplicación de su prescriptiva. Ya no es el orgulloso panegírico de las virtudes del libre mercado con los que deslumbraba en los años noventa; ahora es el miedo al futuro en un país con un Estado que regresa después de la partida de defunción que se le había extendido, es la política que se mete con los propios ciudadanos y les quebranta el futuro, la seguridad, la felicidad… Convengamos en que hacía mucho que no se hablaba así en la política argentina, por lo menos desde el autoproclamado lugar de desafiante central al rumbo encarado por el Gobierno. Los antecedentes más cercanos hay que buscarlos en algunos editoriales periodísticos y algunos exabruptos pronunciados en inauguraciones rurales durante los últimos años. Lo nuevo es la decisión de hacer política y luchar por la presidencia desde esas concepciones.
Lo importante no es este modelito o este otro. Lo importante es lo que beneficia a la gente, dijo, más o menos, Macri. Acá lo importante no es la extrema simpleza casi infantil. Finalmente una conferencia de prensa de un precandidato no es un simposio sobre filosofía política. Lo interesante es el punto, la posición desde la que se enuncia la diferencia política. En este caso se trata de un lugar ideológico que viene alcanzando una gran importancia: el de la impugnación del relato, del relato kirchnerista y de cualquier otro que proponga construir un sentido histórico para la acción política.
Hagamos un poco de memoria. La palabra relato como concepto filosófico-político tiene una historia paradójica: su época de oro, desde fines de la década del ochenta del siglo pasado hasta fines de ese mismo siglo, coincidió con la afirmación del fin de los grandes relatos: se popularizó la palabra relato para postular su final. La afirmación era el grito de guerra central del llamado pensamiento posmoderno y su sentido era el de anunciar el advenimiento de una nueva época histórica en la que ya no tenían lugar las explicaciones globales sobre la historia ni la pretensión de indagar sobre los fundamentos de la vida social.
No cuesta mucho identificar el paralelismo entre esta moda filosófica y el clima de época mundial en el que creció. Era el tiempo de la crisis terminal del comunismo soviético, el ataque generalizado a las instituciones del Estado de Bienestar europeo, la consolidación de Estados Unidos como superpotencia mundial excluyente y el auge del neoliberalismo. El posmodernismo, visto desde la perspectiva de los años transcurridos desde entonces, fue el ropaje filosófico de la revolución neoconservadora: nadie podría resumir su sentido de modo más contundente que la célebre frase de Margaret Thatcher (ciertamente muy anterior a los trabajos del posmoderno François Lyotard) que afirmaba la sociedad no existe. Curiosamente, el fin de los grandes relatos fue el santo y seña de un gran relato omniabarcativo que, en sus formas más rústicas, llegó a anunciar el fin de la historia (Francis Fukuyama). La sociedad global, despojada del peso burocrático de los Estados, liberada de las cargas de la solidaridad social que premian la ineficiencia y debilitan la competencia y emancipada del peso de la historia, de las nacionalidades y las identidades de clase era, por fin, el punto de llegada de la humanidad. El lugar de las fracasadas utopías colectivistas era ocupado por una nueva utopía, una utopía débil, la de una sociedad de individuos, la condición de cuya libertad consistía en la carencia de todo fundamento social.
No es tan fácil hablar este lenguaje en nuestros días, en tiempos de crisis del centro capitalista, nuevos actores globales emergentes, nuevos procesos de afirmación soberana e integración regional en América latina. No es propicio defender las democracias de mercado como punto final del desarrollo histórico, a la vista del mundo realmente existente. Por eso asistimos a una especie de posmodernismo trasnochado, en clave qualunquista, antipolítico. Nos exhorta Macri a abandonar falsos simbolismos, lo que se deja entender como la renuncia a la idea de patria o de soberanía. No nos explica cuáles son los simbolismos verdaderos a adoptar. Como su retórica abunda en la idea de hacer lo que nos conviene, se insinúa que se trata del más poderoso de los símbolos vigentes durante los últimos siglos: el dinero. Aquí es cuando el discurso cumple su rol encubridor; pretende que a todos nos conviene lo mismo, que todos vamos a ganar o a perder dinero según el Estado tome buenas o malas decisiones. Toda conversación humana es, parafraseando a Borges, un intercambio de símbolos. Justamente de eso trata la cuestión del relato, de cuáles son los símbolos que dan sentido a una acción, de cuál es el contexto histórico en el que se inscriben, de cuáles son sus premisas y sus horizontes.
No es tan caótica ni ininteligible la narrativa que sostiene la orientación a los cambios en un sentido popular. Allí donde antes se decía plena libertad de mercado para que la concentración de riqueza gotee hasta en el último rincón de la pobreza, ahora se dice intervención del Estado para activar la producción, hacer crecer el empleo y estimular el consumo popular para desde allí activar la rueda de la economía. Donde se decía alineación automática con Estados Unidos se dice política exterior soberana y con la prioridad en la integración regional. Donde se decía políticas sociales focalizadas ahora se dice asignación universal. Donde se decía cerrar filas con los grandes poderes fácticos ahora se dice autonomizar al Estado y a la política de toda sujeción corporativa. Y así… Como se ve, ninguna filosofía de la historia dogmática y cerrada, ninguna absolutización de la lucha de clases como explicación y motor de la historia, ninguna creencia en la cercanía de un mundo utópico, reconciliado y sin conflictos.
Parece abrirse el tiempo de una redefinición del debate político argentino que lo coloque más allá de la anécdota superficial y lo emancipe del vértigo mediático.
Es muy probable que el proyecto de ley enviado por el Gobierno al Congreso sea aprobado por mayorías inéditas para una materia tan sensible como la que trata. Anunciaron su apoyo el Frente Amplio Progresista y el radicalismo; en ambos casos saldando fuertes debates internos, que en el caso de la UCR profundizan lo que se insinúa como un tajo interno muy visible entre un sector que auspicia activamente una alianza con la derecha y otro que, aun de modo muy contradictorio, impulsa una posición más coherente con algunas posiciones históricas del partido. Fue la derecha, a través de Macri, la que enunció los términos de un debate ideológico sobre el tema de la soberanía nacional. Se profundiza así la grieta en el interior del conglomerado de fuerzas que, entre 2008 y 2011, constituyeron un frente casi inquebrantable en defensa del libreto construido por los grandes poderes económicos, con los medios hegemónicos como articulador central. Era esperable, los líderes y las fuerzas políticas no buscan su propia decadencia y aislamiento y por lo menos en los casos en que procuran llegar al Gobierno procuran sacar conclusiones sobre su experiencia. El frente único mediático opositor llevó a sus protagonistas a una contundente derrota electoral en octubre último; el cambio de rumbo, aún parcial y relativo, luce completamente lógico.
La intervención en la que Macri se constituyó en el otro de la escena política, opuesto sin matices a la decisión del Gobierno, es plenamente ilustrativa del horizonte táctico del centroderecha por él conducido y de los pilares conceptuales en los que pretende asentarse. Ciertamente, el estilo acartonado y la torpeza expresiva no ayudan al jefe de Gobierno porteño a la hora de enunciar principios explicativos de su acción. Pero la imagen de su desvelo y su visita a la cuna de su hija tiene todos los elementos metafóricos de una comprensión del país y del mundo. Fue un manifiesto neoliberal, claro que en la forma tímida y vergonzante con que ese ideario puede presentarse entre los argentinos después del ruinoso balance que la sociedad ha hecho de la aplicación de su prescriptiva. Ya no es el orgulloso panegírico de las virtudes del libre mercado con los que deslumbraba en los años noventa; ahora es el miedo al futuro en un país con un Estado que regresa después de la partida de defunción que se le había extendido, es la política que se mete con los propios ciudadanos y les quebranta el futuro, la seguridad, la felicidad… Convengamos en que hacía mucho que no se hablaba así en la política argentina, por lo menos desde el autoproclamado lugar de desafiante central al rumbo encarado por el Gobierno. Los antecedentes más cercanos hay que buscarlos en algunos editoriales periodísticos y algunos exabruptos pronunciados en inauguraciones rurales durante los últimos años. Lo nuevo es la decisión de hacer política y luchar por la presidencia desde esas concepciones.
Lo importante no es este modelito o este otro. Lo importante es lo que beneficia a la gente, dijo, más o menos, Macri. Acá lo importante no es la extrema simpleza casi infantil. Finalmente una conferencia de prensa de un precandidato no es un simposio sobre filosofía política. Lo interesante es el punto, la posición desde la que se enuncia la diferencia política. En este caso se trata de un lugar ideológico que viene alcanzando una gran importancia: el de la impugnación del relato, del relato kirchnerista y de cualquier otro que proponga construir un sentido histórico para la acción política.
Hagamos un poco de memoria. La palabra relato como concepto filosófico-político tiene una historia paradójica: su época de oro, desde fines de la década del ochenta del siglo pasado hasta fines de ese mismo siglo, coincidió con la afirmación del fin de los grandes relatos: se popularizó la palabra relato para postular su final. La afirmación era el grito de guerra central del llamado pensamiento posmoderno y su sentido era el de anunciar el advenimiento de una nueva época histórica en la que ya no tenían lugar las explicaciones globales sobre la historia ni la pretensión de indagar sobre los fundamentos de la vida social.
No cuesta mucho identificar el paralelismo entre esta moda filosófica y el clima de época mundial en el que creció. Era el tiempo de la crisis terminal del comunismo soviético, el ataque generalizado a las instituciones del Estado de Bienestar europeo, la consolidación de Estados Unidos como superpotencia mundial excluyente y el auge del neoliberalismo. El posmodernismo, visto desde la perspectiva de los años transcurridos desde entonces, fue el ropaje filosófico de la revolución neoconservadora: nadie podría resumir su sentido de modo más contundente que la célebre frase de Margaret Thatcher (ciertamente muy anterior a los trabajos del posmoderno François Lyotard) que afirmaba la sociedad no existe. Curiosamente, el fin de los grandes relatos fue el santo y seña de un gran relato omniabarcativo que, en sus formas más rústicas, llegó a anunciar el fin de la historia (Francis Fukuyama). La sociedad global, despojada del peso burocrático de los Estados, liberada de las cargas de la solidaridad social que premian la ineficiencia y debilitan la competencia y emancipada del peso de la historia, de las nacionalidades y las identidades de clase era, por fin, el punto de llegada de la humanidad. El lugar de las fracasadas utopías colectivistas era ocupado por una nueva utopía, una utopía débil, la de una sociedad de individuos, la condición de cuya libertad consistía en la carencia de todo fundamento social.
No es tan fácil hablar este lenguaje en nuestros días, en tiempos de crisis del centro capitalista, nuevos actores globales emergentes, nuevos procesos de afirmación soberana e integración regional en América latina. No es propicio defender las democracias de mercado como punto final del desarrollo histórico, a la vista del mundo realmente existente. Por eso asistimos a una especie de posmodernismo trasnochado, en clave qualunquista, antipolítico. Nos exhorta Macri a abandonar falsos simbolismos, lo que se deja entender como la renuncia a la idea de patria o de soberanía. No nos explica cuáles son los simbolismos verdaderos a adoptar. Como su retórica abunda en la idea de hacer lo que nos conviene, se insinúa que se trata del más poderoso de los símbolos vigentes durante los últimos siglos: el dinero. Aquí es cuando el discurso cumple su rol encubridor; pretende que a todos nos conviene lo mismo, que todos vamos a ganar o a perder dinero según el Estado tome buenas o malas decisiones. Toda conversación humana es, parafraseando a Borges, un intercambio de símbolos. Justamente de eso trata la cuestión del relato, de cuáles son los símbolos que dan sentido a una acción, de cuál es el contexto histórico en el que se inscriben, de cuáles son sus premisas y sus horizontes.
No es tan caótica ni ininteligible la narrativa que sostiene la orientación a los cambios en un sentido popular. Allí donde antes se decía plena libertad de mercado para que la concentración de riqueza gotee hasta en el último rincón de la pobreza, ahora se dice intervención del Estado para activar la producción, hacer crecer el empleo y estimular el consumo popular para desde allí activar la rueda de la economía. Donde se decía alineación automática con Estados Unidos se dice política exterior soberana y con la prioridad en la integración regional. Donde se decía políticas sociales focalizadas ahora se dice asignación universal. Donde se decía cerrar filas con los grandes poderes fácticos ahora se dice autonomizar al Estado y a la política de toda sujeción corporativa. Y así… Como se ve, ninguna filosofía de la historia dogmática y cerrada, ninguna absolutización de la lucha de clases como explicación y motor de la historia, ninguna creencia en la cercanía de un mundo utópico, reconciliado y sin conflictos.
Parece abrirse el tiempo de una redefinición del debate político argentino que lo coloque más allá de la anécdota superficial y lo emancipe del vértigo mediático.