Por Elisa Carrió
21/04/12 – 11:46
Con justa razón, en los últimos días se recordó que los Kirchner fueron fervientes privatizadores en los 90, cuando impulsaron el remate de YPF, para pasar a ser entusiastas estatistas nacionales y populares en 2000. Lo que nadie se preguntó fue el porqué de semejante conversión en tan poco tiempo. Sugiero que la respuesta está en lo que denomino el patrimonialismo corrupto: una matriz de saqueo que antepone el negociado personal desde la estructura del Estado al interés de la Nación.
En aquellos años comenzó la etapa del desguace del Estado a partir de la venta de las empresas de servicios públicos. La dictadura comenzó a redinamizar la matriz de saqueo que el menemismo consolidó. Fue un proceso que –vía capitalización de deuda pública– tuvo como objetivo la captura de la renta nacional a precio vil. Se cedió a valores irrisorios gran parte del patrimonio nacional y se transfirió la renta generada desde el sector público al sector privado, en procesos que en muchos casos terminaron en el vaciamiento, cuyo ejemplo paradigmático es el de Aerolíneas Argentinas. Las condiciones de la privatización indujeron a que se asociasen un operador con experiencia (forzosamente extranjero), un lobbista local y un gran empresario nativo.
Mientras el viejo esquema del PJ noventista fue la entrega de negocios rentables a empresas extranjeras que junto con socios nacionales se beneficiaban con la paridad cambiaria, hoy la confusión entre lo privado y lo público queda consagrada en la creación de sociedades anónimas bajo una apariencia reestatizante.
Con el manto de una vuelta hacia un Estado benefactor, lo único concreto que se palpa es que toda la normativa desarrollada por los gobiernos Kirchner es una privatización al interior de los negocios de una facción política del poder.
Si en los noventa se privatizaba y se abría a licitación pública internacional en beneficio de empresas extranjeras, hoy se desestatiza creando sociedades anónimas sujetas al derecho privado, sin control estatal de ninguna especie, con aporte de capital por parte del Estado y el resto cedido en acciones a los grupos económicos amigos del poder. Y lo que es más escandaloso aún: estas sociedades dispondrán de patrimonio público en beneficio privado.
El Estado ha decidido tomar a su cargo la prestación de los servicios bajo formas que permitieran control y revisión pública. En cambio, elige formas que lo alejen todo lo posible de ello. Ni siquiera la Ley de Reforma del Estado que en los noventa redactó quien hoy sería asesor del ministro De Vido, Roberto Dromi, se atrevió a tanto. Aun en aquellos escandalosos y cuestionados procesos, el Estado conservó para sí la regulación, el poder de policía, el control y la facultad de sustitución en caso de reasumir la prestación.
La patrimonialización del Estado supone, por tanto, ese conjunto de patrones vigentes o prácticas políticas que borran o confunden convenientemente, como regla general, la diferencia de lo público y lo privado, permitiendo la disposición de lo primero con total omisión de las reglas y leyes establecidas para el manejo de los bienes públicos.
La última perla del patrimonialismo corrupto es la heroica vuelta al Estado nacional de YPF de la mano del interventor que fue uno de los principales responsables de su vaciamiento: el ministro Julio De Vido, que tuvo a su alfil Roberto Baratta en el directorio de Repsol durante los últimos años, lugar desde donde avaló con su firma el desguace de la empresa, que también contó con la complicidad de los síndicos designados por la Sindicatura General de la Nación.
El acto que presidió la Presidenta en el que hizo el anuncio podría ser digno de integrarse a la película Bananas, de Woody Allen, si no fuese una clara demostración de la situación de despojo a la que es sometida la Argentina: los mismos que privatizaron e incorporaron a sus amigos con la familia Eskenazi ahora se nos presentaban como los emancipadores y los abanderados de la defensa de recursos estratégicos. Los que tienen tanta responsabilidad en el vaciamiento como los empresarios españoles aparecían como los libertarios y garantes del patrimonio nacional.
Quienes detentan posiciones de poder ascienden a ocupar roles de gobierno apropiándose de los derechos y bienes del Estado, transformándolos en propios, ya sea como funcionarios en representación del Estado o como miembros de esta flamante burguesía nacional representada en YPF por la familia Eskenazi.
Esta forma particular que adopta hoy el régimen se caracteriza por la exaltación del mandato popular, manteniendo la lealtad de sus “cuadros” gracias al reparto de bienes, siempre y cuando formen parte de “su” círculo. El “patrimonialismo corrupto” es la existencia de una administración mantenida en el interior del poder político y económico que rodea la mesa chica kirchnerista y que tiene como objetivo el enriquecimiento personal.
Pero lo que el pueblo argentino debe saber es que ningún modelo puede sostenerse en el tiempo si los únicos beneficiados son los saqueadores. Ni siquiera puede hacerlo al amparo de apoyos populares que consagren amplias mayorías legislativas. No pudo con la máscara liberal de los noventa ni podrá con la farsa camporista de 2000.
*Diputada nacional Coalición Cívica ARI.
21/04/12 – 11:46
Con justa razón, en los últimos días se recordó que los Kirchner fueron fervientes privatizadores en los 90, cuando impulsaron el remate de YPF, para pasar a ser entusiastas estatistas nacionales y populares en 2000. Lo que nadie se preguntó fue el porqué de semejante conversión en tan poco tiempo. Sugiero que la respuesta está en lo que denomino el patrimonialismo corrupto: una matriz de saqueo que antepone el negociado personal desde la estructura del Estado al interés de la Nación.
En aquellos años comenzó la etapa del desguace del Estado a partir de la venta de las empresas de servicios públicos. La dictadura comenzó a redinamizar la matriz de saqueo que el menemismo consolidó. Fue un proceso que –vía capitalización de deuda pública– tuvo como objetivo la captura de la renta nacional a precio vil. Se cedió a valores irrisorios gran parte del patrimonio nacional y se transfirió la renta generada desde el sector público al sector privado, en procesos que en muchos casos terminaron en el vaciamiento, cuyo ejemplo paradigmático es el de Aerolíneas Argentinas. Las condiciones de la privatización indujeron a que se asociasen un operador con experiencia (forzosamente extranjero), un lobbista local y un gran empresario nativo.
Mientras el viejo esquema del PJ noventista fue la entrega de negocios rentables a empresas extranjeras que junto con socios nacionales se beneficiaban con la paridad cambiaria, hoy la confusión entre lo privado y lo público queda consagrada en la creación de sociedades anónimas bajo una apariencia reestatizante.
Con el manto de una vuelta hacia un Estado benefactor, lo único concreto que se palpa es que toda la normativa desarrollada por los gobiernos Kirchner es una privatización al interior de los negocios de una facción política del poder.
Si en los noventa se privatizaba y se abría a licitación pública internacional en beneficio de empresas extranjeras, hoy se desestatiza creando sociedades anónimas sujetas al derecho privado, sin control estatal de ninguna especie, con aporte de capital por parte del Estado y el resto cedido en acciones a los grupos económicos amigos del poder. Y lo que es más escandaloso aún: estas sociedades dispondrán de patrimonio público en beneficio privado.
El Estado ha decidido tomar a su cargo la prestación de los servicios bajo formas que permitieran control y revisión pública. En cambio, elige formas que lo alejen todo lo posible de ello. Ni siquiera la Ley de Reforma del Estado que en los noventa redactó quien hoy sería asesor del ministro De Vido, Roberto Dromi, se atrevió a tanto. Aun en aquellos escandalosos y cuestionados procesos, el Estado conservó para sí la regulación, el poder de policía, el control y la facultad de sustitución en caso de reasumir la prestación.
La patrimonialización del Estado supone, por tanto, ese conjunto de patrones vigentes o prácticas políticas que borran o confunden convenientemente, como regla general, la diferencia de lo público y lo privado, permitiendo la disposición de lo primero con total omisión de las reglas y leyes establecidas para el manejo de los bienes públicos.
La última perla del patrimonialismo corrupto es la heroica vuelta al Estado nacional de YPF de la mano del interventor que fue uno de los principales responsables de su vaciamiento: el ministro Julio De Vido, que tuvo a su alfil Roberto Baratta en el directorio de Repsol durante los últimos años, lugar desde donde avaló con su firma el desguace de la empresa, que también contó con la complicidad de los síndicos designados por la Sindicatura General de la Nación.
El acto que presidió la Presidenta en el que hizo el anuncio podría ser digno de integrarse a la película Bananas, de Woody Allen, si no fuese una clara demostración de la situación de despojo a la que es sometida la Argentina: los mismos que privatizaron e incorporaron a sus amigos con la familia Eskenazi ahora se nos presentaban como los emancipadores y los abanderados de la defensa de recursos estratégicos. Los que tienen tanta responsabilidad en el vaciamiento como los empresarios españoles aparecían como los libertarios y garantes del patrimonio nacional.
Quienes detentan posiciones de poder ascienden a ocupar roles de gobierno apropiándose de los derechos y bienes del Estado, transformándolos en propios, ya sea como funcionarios en representación del Estado o como miembros de esta flamante burguesía nacional representada en YPF por la familia Eskenazi.
Esta forma particular que adopta hoy el régimen se caracteriza por la exaltación del mandato popular, manteniendo la lealtad de sus “cuadros” gracias al reparto de bienes, siempre y cuando formen parte de “su” círculo. El “patrimonialismo corrupto” es la existencia de una administración mantenida en el interior del poder político y económico que rodea la mesa chica kirchnerista y que tiene como objetivo el enriquecimiento personal.
Pero lo que el pueblo argentino debe saber es que ningún modelo puede sostenerse en el tiempo si los únicos beneficiados son los saqueadores. Ni siquiera puede hacerlo al amparo de apoyos populares que consagren amplias mayorías legislativas. No pudo con la máscara liberal de los noventa ni podrá con la farsa camporista de 2000.
*Diputada nacional Coalición Cívica ARI.