El desistimiento de la mayoría del empresariado de interesarse en las condiciones generales de la vida pública y, sobre todo, en el despliegue de una economía más abierta y competitiva, no proviene sólo de fisuras en la moral individual. Se ha diseñado en los últimos años un sistema de poder que favorece muchísimo esas graves carencias.
El debilitamiento de la sociedad civil, y sobre todo del empresariado, está en proporción directa con el desequilibrio de poder. La falta de control político, cuya expresión extrema es la imposibilidad de la alternancia, genera un tipo de gobierno que confunde la ley con su propia voluntad. Los reguladores se vuelven más arbitrarios, hasta adquirir la posibilidad de asignar o quitar porciones del mercado a los operadores económicos.
En un orden que alcanza ese nivel de deformación, muchos empresarios descubren que la afinidad con los gobiernos es, en sí misma, un negocio. Nacen los amigos del poder -el capitalismo de amigos- que suelen serlo de todas las administraciones. Una sociedad diseñada de ese modo fija para los hombres de negocios un incentivo deplorable: la ambición por complacer a los funcionarios para obtener un favor o, en todo caso, evitar sus persecuciones.
Las empresas extranjeras caen en la tentación de manejarse en ese mundo adoptando socios locales que se convierten en problemáticos baqueanos. En ese intersticio que se abre con la complicidad y el miedo florece la corrupción.
Una comunidad que funciona de este modo estimula los vicios de los empresarios y desalienta sus virtudes. Terminan siendo éstos más perspicaces en la relación del Estado y la política que en el entendimiento del mercado y sus exigencias. Decaen los emprendedores y se multiplican los lobbistas y cortesanos.
En un sistema de estímulos como el que establece el desequilibrio de poder, el progreso material se desliga del mérito. Las fortunas se construyen a través de pactos y claudicaciones inconfesables. Los malos gobernantes se hacen una fiesta en ese panorama, en el que nadie puede levantar la voz por falta de autoridad moral o por temor a perder una prebenda.
Alguien podría esgrimir que los empresarios no están llamados a defender ideas sino intereses. Que no forma parte de su misión interesarse por la calidad de la cultura política de la sociedad en que desarrollan sus negocios. Que esas preocupaciones son exclusivas de la política, del periodismo o de la vida intelectual comprometida.
Pensar de ese modo constituye un error estratégico. La escasa capacidad de asociación empresarial, el desdén por la vitalidad de las propias instituciones, la pusilanimidad para denunciar políticas depredatorias, la tolerancia frente a la inestabilidad económica, que siempre es hija del cortoplacismo, son el modo más eficaz de destruir capital.
En la atmósfera que generan esas debilidades, el costo de la financiación de los proyectos se vuelve insoportable. Y las compañías pierden su valor. El riesgo político es una forma de destrucción del patrimonio. Las evidencias están al alcance de la mano. Cualquier industria o entidad bancaria argentina valdría mucho más si estuviera radicada en Brasil y ese diferencial de precio lo pone en gran parte la política.
Lo cierto es que, en la Argentina, en el momento del mayor avance del Gobierno sobre la actividad privada y el derecho de propiedad, el empresariado habla poco y nada por temor a las «vendettas» de gobernantes que han dado sobradas muestras de arbitrariedades.
Sí se habla, cada vez más, de la responsabilidad social empresaria (RSE), pero se suele olvidar que la más básica de todas las responsabilidades es poder ejercer la vida empresaria arriesgando capital y aceptando la competencia local o externa en beneficio de los consumidores. Hablar claro, señalar lo que está mal y reclamar el espacio necesario para ejercer la actividad empresaria también es RSE.
El silencio de muchos dirigentes empresariales reconoce tristes razones. En algunos, pesa el temor a perder alguna prebenda, subsidio o reserva de mercado. En otros, la conciencia de que no podrían soportar una inspección de la AFIP. Aunque, en la gran mayoría, prevalece el miedo a represalias que han demostrado ser tan feroces y arbitrarias como contundentes.
Y así se ha llegado a tal extremo que los empresarios han dejado de demandar algo tan elemental como tener reglas de juego claras y disponer del mínimo de libertad para la iniciativa emprendedora.
Claro que no se les puede reprochar exclusivamente a los empresarios la pobreza de su papel en la escena colectiva. El empresariado argentino es hijo de una sociedad que penaliza la riqueza, que no siempre entiende la ganancia como un premio al esfuerzo, que prefiere la protección en vez del riesgo y la competencia. Es primo hermano de una clase política con graves inclinaciones demagógicas, que fomenta el gasto en vez del ahorro y la inversión, y que renuncia a defender a las empresas maltratadas por temor a que se vea en esa defensa una actitud oligárquica. Una abstención que se vuelve escandalosa porque muchos de los políticos que la adoptan recurren a esas mismas empresas para financiarse en sus campañas.
La dirigencia empresarial debería abandonar su actual actitud temerosa frente al creciente avance del Gobierno sobre la iniciativa privada y los permanentes abusos de poder. Sería una contribución tan importante como necesaria para la preservación de la República..
El debilitamiento de la sociedad civil, y sobre todo del empresariado, está en proporción directa con el desequilibrio de poder. La falta de control político, cuya expresión extrema es la imposibilidad de la alternancia, genera un tipo de gobierno que confunde la ley con su propia voluntad. Los reguladores se vuelven más arbitrarios, hasta adquirir la posibilidad de asignar o quitar porciones del mercado a los operadores económicos.
En un orden que alcanza ese nivel de deformación, muchos empresarios descubren que la afinidad con los gobiernos es, en sí misma, un negocio. Nacen los amigos del poder -el capitalismo de amigos- que suelen serlo de todas las administraciones. Una sociedad diseñada de ese modo fija para los hombres de negocios un incentivo deplorable: la ambición por complacer a los funcionarios para obtener un favor o, en todo caso, evitar sus persecuciones.
Las empresas extranjeras caen en la tentación de manejarse en ese mundo adoptando socios locales que se convierten en problemáticos baqueanos. En ese intersticio que se abre con la complicidad y el miedo florece la corrupción.
Una comunidad que funciona de este modo estimula los vicios de los empresarios y desalienta sus virtudes. Terminan siendo éstos más perspicaces en la relación del Estado y la política que en el entendimiento del mercado y sus exigencias. Decaen los emprendedores y se multiplican los lobbistas y cortesanos.
En un sistema de estímulos como el que establece el desequilibrio de poder, el progreso material se desliga del mérito. Las fortunas se construyen a través de pactos y claudicaciones inconfesables. Los malos gobernantes se hacen una fiesta en ese panorama, en el que nadie puede levantar la voz por falta de autoridad moral o por temor a perder una prebenda.
Alguien podría esgrimir que los empresarios no están llamados a defender ideas sino intereses. Que no forma parte de su misión interesarse por la calidad de la cultura política de la sociedad en que desarrollan sus negocios. Que esas preocupaciones son exclusivas de la política, del periodismo o de la vida intelectual comprometida.
Pensar de ese modo constituye un error estratégico. La escasa capacidad de asociación empresarial, el desdén por la vitalidad de las propias instituciones, la pusilanimidad para denunciar políticas depredatorias, la tolerancia frente a la inestabilidad económica, que siempre es hija del cortoplacismo, son el modo más eficaz de destruir capital.
En la atmósfera que generan esas debilidades, el costo de la financiación de los proyectos se vuelve insoportable. Y las compañías pierden su valor. El riesgo político es una forma de destrucción del patrimonio. Las evidencias están al alcance de la mano. Cualquier industria o entidad bancaria argentina valdría mucho más si estuviera radicada en Brasil y ese diferencial de precio lo pone en gran parte la política.
Lo cierto es que, en la Argentina, en el momento del mayor avance del Gobierno sobre la actividad privada y el derecho de propiedad, el empresariado habla poco y nada por temor a las «vendettas» de gobernantes que han dado sobradas muestras de arbitrariedades.
Sí se habla, cada vez más, de la responsabilidad social empresaria (RSE), pero se suele olvidar que la más básica de todas las responsabilidades es poder ejercer la vida empresaria arriesgando capital y aceptando la competencia local o externa en beneficio de los consumidores. Hablar claro, señalar lo que está mal y reclamar el espacio necesario para ejercer la actividad empresaria también es RSE.
El silencio de muchos dirigentes empresariales reconoce tristes razones. En algunos, pesa el temor a perder alguna prebenda, subsidio o reserva de mercado. En otros, la conciencia de que no podrían soportar una inspección de la AFIP. Aunque, en la gran mayoría, prevalece el miedo a represalias que han demostrado ser tan feroces y arbitrarias como contundentes.
Y así se ha llegado a tal extremo que los empresarios han dejado de demandar algo tan elemental como tener reglas de juego claras y disponer del mínimo de libertad para la iniciativa emprendedora.
Claro que no se les puede reprochar exclusivamente a los empresarios la pobreza de su papel en la escena colectiva. El empresariado argentino es hijo de una sociedad que penaliza la riqueza, que no siempre entiende la ganancia como un premio al esfuerzo, que prefiere la protección en vez del riesgo y la competencia. Es primo hermano de una clase política con graves inclinaciones demagógicas, que fomenta el gasto en vez del ahorro y la inversión, y que renuncia a defender a las empresas maltratadas por temor a que se vea en esa defensa una actitud oligárquica. Una abstención que se vuelve escandalosa porque muchos de los políticos que la adoptan recurren a esas mismas empresas para financiarse en sus campañas.
La dirigencia empresarial debería abandonar su actual actitud temerosa frente al creciente avance del Gobierno sobre la iniciativa privada y los permanentes abusos de poder. Sería una contribución tan importante como necesaria para la preservación de la República..