Por Roberto Gargarella
13/05/12 – 12:37
La discusión constitucional ha quedado entrampada, políticamente, en la habitual disputa sobre la reelección presidencial; y académicamente, en el ya aburrido y bastante infructuoso debate sobre presidencialismo-parlamentarismo. Tratando de salir de tales atolladeros, en lo que sigue quisiera ocuparme de uno de los temas más interesantes –y pendientes todavía– vinculados con la reforma constitucional. Nos refiere a otra de las intensas tensiones albergadas dentro de la Constitución: aquélla entre democracia y derechos. O, en este caso, y de modo más específico, la tensión que existe entre las dos principales secciones que alberga toda Constitución: la sección de los derechos, y la sección referida a la organización del poder.
Son muchas las cuestiones merecedoras de estudio, y vinculadas con dicha tensión. La cuestión madre de todas ellas es la siguiente: ¿cómo una comunidad puede, al mismo tiempo, propiciar una Constitución tan generosa en materia de derechos (como todas las constituciones latinoamericanas) y una organización del poder tan “avara”, que organiza el poder de modo tan vertical y concentrado?
La pregunta citada puede parecer algo técnica, pero es susceptible en verdad de traducciones políticas bastante obvias y sencillas de entender. Días pasados, un militante de este Gobierno sugirió, por caso, una respuesta posible, sosteniendo algo como lo siguiente: “Aquellos interesados en defender los derechos de las personas deberían saber que en la Argentina, como en toda Latinoamérica, los momentos más ricos en la creación de derechos se han producido bajo el contexto de los presidencialismos más fuertes: Cárdenas, Yrigoyen, Vargas, Perón”. Obviamente, dicha afirmación pretendía, sobre todo –y por un lado– defender al actual presidencialismo ultraconcentrado de Cristina Kirchner, y por otro descalificar la opinión constitucional más bien opuesta, que es la que tenemos muchos, y que diría algo así: “Porque nos interesa la protección de derechos somos críticos de los sistemas de autoridad concentrada, como el que ahora tenemos”.
La discusión al respecto es muy promisoria, y de ningún modo merece agotarse en unas pocas líneas. Aquí, entonces, y por falta de espacio, daré sólo algunos indicios de cómo podría seguírsela. Señalaría entonces lo siguiente. En primer lugar, nadie niega que bajo una presidencia fuerte se puedan crear nuevos derechos. Básicamente, un presidente fuerte puede hacer demasiadas cosas –una y la contraria también–, lo que nos refiere a una de las principales virtudes y uno de los principales defectos del presidencialismo fuerte. En segundo lugar, experiencias como las citadas son, justamente, buenos ejemplos de lo atractivos y lo riesgosos que son, para los derechos, los sistemas políticos de autoridad concentrada (por tomar sólo un caso, Vargas no sólo propició una Constitución generosa en materia de derechos sociales: también se autoproclamó dictador, y abrazando una política alineada con el nazismo persiguió y encarceló masivamente a disidentes y expulsó de modo brutal a extranjeros “peligrosos”). En tercer lugar, la experiencia europea referida a la creación de los Estados sociales que más podemos admirar (los escandinavos, en particular) no nos refiere a modelos hiperpresidencialistas como los latinoamericanos sino, sobre todo, a sociedades más igualitarias, con numerosas y efectivas herramientas para el control democrático (antes que a sistemas políticos que habilitaban actitudes discrecionales de la presidencia). En cuarto lugar, dicha defensa del presidencialismo fuerte oculta que, en la práctica latinoamericana, el mismo sistema no sólo propició, ocasionalmente, la creación de derechos sociales, sino que además lideró, poco tiempo después, el desmantelamiento del Estado social destinado a hacer posibles tales derechos: Fujimori, Collor de Mello, Menem y tantos otros también deben ser incorporados en el panteón de los “presidentes fuertes”.
Resultaría un engaño, de otro modo, presentarnos un panteón tan incompleto, destinado a impedir que pensemos adecuadamente sobre los significados políticos del presidencialismo. Finalmente, lo que aquí sugerimos no debería sorprender a nadie: no hay razones para pensar que los mismos presidentes que se arrogan para sí solos todo el poder de decisión vayan a ser los que propicien una distribución del poder más democrática; es decir, una distribución del poder capaz de poner en riesgo cierto la propia autoridad detrás de la cual se acuartelan.
*Doctor en Derecho/CONICET.
13/05/12 – 12:37
La discusión constitucional ha quedado entrampada, políticamente, en la habitual disputa sobre la reelección presidencial; y académicamente, en el ya aburrido y bastante infructuoso debate sobre presidencialismo-parlamentarismo. Tratando de salir de tales atolladeros, en lo que sigue quisiera ocuparme de uno de los temas más interesantes –y pendientes todavía– vinculados con la reforma constitucional. Nos refiere a otra de las intensas tensiones albergadas dentro de la Constitución: aquélla entre democracia y derechos. O, en este caso, y de modo más específico, la tensión que existe entre las dos principales secciones que alberga toda Constitución: la sección de los derechos, y la sección referida a la organización del poder.
Son muchas las cuestiones merecedoras de estudio, y vinculadas con dicha tensión. La cuestión madre de todas ellas es la siguiente: ¿cómo una comunidad puede, al mismo tiempo, propiciar una Constitución tan generosa en materia de derechos (como todas las constituciones latinoamericanas) y una organización del poder tan “avara”, que organiza el poder de modo tan vertical y concentrado?
La pregunta citada puede parecer algo técnica, pero es susceptible en verdad de traducciones políticas bastante obvias y sencillas de entender. Días pasados, un militante de este Gobierno sugirió, por caso, una respuesta posible, sosteniendo algo como lo siguiente: “Aquellos interesados en defender los derechos de las personas deberían saber que en la Argentina, como en toda Latinoamérica, los momentos más ricos en la creación de derechos se han producido bajo el contexto de los presidencialismos más fuertes: Cárdenas, Yrigoyen, Vargas, Perón”. Obviamente, dicha afirmación pretendía, sobre todo –y por un lado– defender al actual presidencialismo ultraconcentrado de Cristina Kirchner, y por otro descalificar la opinión constitucional más bien opuesta, que es la que tenemos muchos, y que diría algo así: “Porque nos interesa la protección de derechos somos críticos de los sistemas de autoridad concentrada, como el que ahora tenemos”.
La discusión al respecto es muy promisoria, y de ningún modo merece agotarse en unas pocas líneas. Aquí, entonces, y por falta de espacio, daré sólo algunos indicios de cómo podría seguírsela. Señalaría entonces lo siguiente. En primer lugar, nadie niega que bajo una presidencia fuerte se puedan crear nuevos derechos. Básicamente, un presidente fuerte puede hacer demasiadas cosas –una y la contraria también–, lo que nos refiere a una de las principales virtudes y uno de los principales defectos del presidencialismo fuerte. En segundo lugar, experiencias como las citadas son, justamente, buenos ejemplos de lo atractivos y lo riesgosos que son, para los derechos, los sistemas políticos de autoridad concentrada (por tomar sólo un caso, Vargas no sólo propició una Constitución generosa en materia de derechos sociales: también se autoproclamó dictador, y abrazando una política alineada con el nazismo persiguió y encarceló masivamente a disidentes y expulsó de modo brutal a extranjeros “peligrosos”). En tercer lugar, la experiencia europea referida a la creación de los Estados sociales que más podemos admirar (los escandinavos, en particular) no nos refiere a modelos hiperpresidencialistas como los latinoamericanos sino, sobre todo, a sociedades más igualitarias, con numerosas y efectivas herramientas para el control democrático (antes que a sistemas políticos que habilitaban actitudes discrecionales de la presidencia). En cuarto lugar, dicha defensa del presidencialismo fuerte oculta que, en la práctica latinoamericana, el mismo sistema no sólo propició, ocasionalmente, la creación de derechos sociales, sino que además lideró, poco tiempo después, el desmantelamiento del Estado social destinado a hacer posibles tales derechos: Fujimori, Collor de Mello, Menem y tantos otros también deben ser incorporados en el panteón de los “presidentes fuertes”.
Resultaría un engaño, de otro modo, presentarnos un panteón tan incompleto, destinado a impedir que pensemos adecuadamente sobre los significados políticos del presidencialismo. Finalmente, lo que aquí sugerimos no debería sorprender a nadie: no hay razones para pensar que los mismos presidentes que se arrogan para sí solos todo el poder de decisión vayan a ser los que propicien una distribución del poder más democrática; es decir, una distribución del poder capaz de poner en riesgo cierto la propia autoridad detrás de la cual se acuartelan.
*Doctor en Derecho/CONICET.
Me parece que el artículo de Roberto Gargarella es bueno como planteamiento de la cuestión (que a él más le interesa, el presidencialismo) y honesto al exponer los puntos, rescatando en forma bastante equilibrada la discusión dada en Artepolítica, aunque en los matices que él hace hincapié. Está bien.
Le objeto sí, que al dar al «gran público» de un medio masivo la cuestión, no haga cita de la discusión precedente en este sitio así como tampoco a la publicación en El Dipló (http://www.eldiplo.org/) por parte de Sebastián, aunque sí hizo mención de «un militante de este Gobierno». Tal vez justamente porque Roberto Gargarella instala una discusión diferente al planteo original, el cual era básicamente una crítica a su posición, o tal vez porque no le interesaba exponer la misma, o tal vez porque la puso y los editores de Perfil la quitaron.
En cualquier caso es una cuestión menor.
Sí me parece interesante que se amplíe la discusión, y me parece que el artículo lo hace honestamente, insisto, aunque con la síntesis que implica ese tipo de publicación.
En la misma línea, un reconocimiento que le hago al autor es que hable de «presidencialismos fuertes» o del presidencialismo que tenemos en Argentina, al menos en el título y en general, en lugar de hacer énfasis en el término «hiperpresidencialismo», ya que este otro término tiene otro tipo de connotaciones, remite según algunos a cierto «bonapartismo» e incluso otros han puesto como un ejemplo de «estalinismo». O sea, el deseo de ampliar la discusión es genuino, me parece, por parte del autor, más allá que en una parte del desarrollo mencione «los hiperpresidencialismos latinoamericanos». No se si habría un hiperpresidencialismo estadounidense con la «ley patriota» o ciertas disposiciones que impiden iniciarle juicio al Estado en aquél país. O si serían un hiperpresidencialismo los ajustes en España, por ejemplo.
Pasando de los particulares que Roberto G. mencionara aquí en la discusión, tales como ley antiterrorista o el ‘proyecto x’, que me parece que nos llevan a punto muerto en la discusión ya que no hay un despliegue histórico que nos permita ver su repercusión concreta, me parece más importante y fecundo exponer y discutir ejes teóricos (no entendiendo por ello puramente teoréticos) respecto a cuáles serían las caracterizaciones de un «presidencialismo fuerte».
Quizá para algunos esté dado de suyo, pero no para mí. Probablemente por mi propia ignorancia, contra la cual pretendo atentar.
Y me parece que en ellas se encuentra parte de el equívoco en los cambios de eje de la discusión, en cómo no entendemos lo mismo por los mismos términos y sus implicancias.
Propongo entonces, no restrictivamente, obvio: enumerar esos ejes de un presidencialismo fuerte, y evaluar sus posibilidades concretas. ¿Es «fuerte» por el apoyo masivo o por la estructura constitucional? por ejemplo. O es fuerte por lograr alianzas específicas y entonces se trata de una cuestión positiva: si es efectivo es fuerte, si no, no. ¿Está bien emparentar el presidencialismo fuerte con una forma de autoritarismo? (no digo que Roberto G. lo haga, sino que algunos lo hacen). Los elementos constitucionales y legales otorgados al presidente, ¿pueden hacer a un presidencialismo fuerte per se o necesitan de otros condicionantes no estructurales? (la estructura cambió entre Alfonsín y Kirchner, pero eso es lo que permite hablar de un presidencialismo fuerte en un caso y otro no? o también Alfonsín tenía un presidencialismo fuerte?)
Cuando se habla del control popular, ¿se habla exclusivamente de formas institucionales o representativas o se promueve la participación ciudadana a través de otros mecanismos? (y en el caso, cuáles son los mecanismos para que no se anarquice, para que se canalice en función de objetivos).
En ese sentido tiendo a pensar que la manifestación pública requiere de organización popular para ser efectiva, de forma tal que, por ejemplo, para la ley de ‘muerte digna’ no basta que se manifieste la mamá de una nena en estado vegetativo sino que la misma debe ser parte de alguna organización activa y promover en medios y en los representantes del pueblo las acciones concretas para la incorporación en la ley. Es lo contrario de un asambleísmo sin mayor organización.
No sé, pero se me ocurre que hay varios planos diferentes de análisis y que no hay que mezclarlos pero hay que exponerlos explícitamente. Caso contrario se confunde presidencialismo con bonapartismo, con autoridad o autoritarismo. O se confunde control con control del Congreso.
Saludos
Ladislao
Agrego. Por qué características y por qué causas Roberto G. y otros consideran que el «actual presidencialismo ultraconcentrado de Cristina» es ‘ultraconcentrado’? Porque en el artículo está dado como una afirmación punto de partida, dado por hecho para el debate de la cuestión general. ¿Es efectivamente así? y en ese caso, ¿por qué?
Otro elemento: no se trata de presidentes fuertes como el autor dice al final, sino de presidencialismos fuertes, estructuralmente. En tal caso puede considerarse a Menem, pero no a Fujimori que se cargó al congreso.