En uno de sus últimos actos públicos, la presidenta Cristina Fernández les ha pedido a sus seguidores de La Cámpora que no piensen, por ahora, en su reelección, sino que disfruten de este incomparable «clima de época». Lo hizo para expandir, una vez más, la poderosa idea de que se está viviendo un cambio fundacional. Una transformación inédita que inició Néstor Kirchner en 2003 y que Ella viene a profundizar; lo que Horacio Verbitsky llama una política de «reparación y expansión de derechos». Una suerte de revolución de vértigo que se empezó a acelerar todavía más desde octubre del año pasado, cuando la Presidenta inició su presente mandato, y que incluye iniciativas tan diversas como la reforma del Banco Central, la expropiación de YPF, las leyes de muerte digna y de identidad de género, los cambios que se preparan en el Código Civil y en el Código Penal y los juicios por delitos de lesa humanidad, como la Masacre de Trelew y las atrocidades cometidas en el ingenio Ledesma.
El nuevo relato contiene una trampa muy visible, pero apta para quienes se dejan seducir por el perfume épico de ser «parte de la historia»: mezcla todo, lo unifica, lo empasta y lo embarulla, y coloca a la jefa del Estado a la misma altura de Eva Perón, y hasta diría con una leve ventaja a favor de la actual líder política.
Por supuesto: la fuerza arrolladora de semejante muestra de voluntad política se lleva todo por delante y hace imposible cualquier intento de discernimiento. Porque nadie podría dejar de celebrar la conquista de derechos personalísimos como los que se votaron, por amplia mayoría, la semana pasada. Pero alguien debería ponerse a revisar ya cómo y en qué circunstancias se usan las reservas del Central de manera discrecional. O qué responsabilidad les cabe a la propia Presidenta y a sus ministros por la desastrosa política energética que nos costará, este año, a los argentinos, 14.000 millones de dólares en importación de combustibles por la incapacidad de autoabastecernos.
Al superrelato que lo inunda todo se le deben adicionar microrrelatos que se presentan ante cada necesidad del día, útiles para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, acicateados por los escribas de las redes sociales y un par de ministros a través de Twitter o incursiones rasantes en los programas radiales de la mañana, en los que pueden decir barbaridades sin ningún costo político.
La reciente detención de Sergio Schoklender y de su hermano Pablo es uno de los ejemplos más claros de esta aluvional manera de hacer política. Y el cierre de instrucción para elevar a juicio oral y público la causa de las escuchas en la que Mauricio Macri está acusado de ser el jefe de una asociación ilícita es otra.
Las dos decisiones del juez federal Norberto Oyarbide resultan funcionales al gobierno nacional y tienen un altísimo impacto político, capaz de servir para múltiples propósitos. Tanto para desviar la atención de las causas que involucran al vicepresidente Amado Boudou (ahora unificadas por el juez Ariel Lijo, que además apartó al fiscal Carlos Rívolo) como para «limpiar» el buen nombre de la presidenta de Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini. Tanto para quitar el foco de atención de la pelea por la jefatura de la CGT como la fuerte tensión que existe en las negociaciones paritarias, cuyos efectos en la economía real son todavía inciertos. Tanto para disimular el cúmulo de tensiones que están apareciendo en la economía como para hacer desaparecer el inquietante dato de la existencia de un cepo cambiario que está llevando el dólar paralelo casi a los 6 pesos.
La superagenda oficial y paraoficial que ahora incluye el concepto «clima de época» cada tanto se ve amenazada por los datos de la realidad, que casi siempre se filtran a través de hechos difíciles de anticipar para los marketineros del modelo. Puede ser una mujer «despechada» que acusa al padre de su hija de ser el testaferro del vicepresidente. O un dato que todo el mundo conoce, pero que de un día para el otro pasa a transformarse en un asunto insoportable, como las trabas que tenemos los periodistas para preguntar o la gravísima manipulación de las estadísticas oficiales sobre la inflación o el porcentaje de pobres e indigentes que tiene la Argentina. Puede ser también, cómo no, el precio del dólar blue, una metáfora brutal de la distancia que hay entre el país que «vende» el Gobierno y el humor real de quienes piensan que algo debería andar muy mal en la economía si es que la AFIP se ve obligada a imponer un «corralito verde», que traba operaciones inmobiliarias, viajes al exterior y ya está empezando a impactar en el índice de actividad. O puede ser la indignación que genera, aun entre quienes creen y apoyan el proyecto oficial, la nueva tapa de la revista Minga , propiedad de la pareja del vicepresidente, Agustina Kämpfer, en la que aparece Andrés Calamaro defendiendo a Boudou, como si fuera necesario tanto para justificar la adhesión al modelo nacional y popular.
Y hasta se puede colar, entre los pliegues controlantes de la propaganda oficial, la pintoresca «Arca de Moreno», que ya ancló en Angola, un país gobernado por una autocracia corrupta, rebosante de petróleo y de diamantes, cuyo intercambio comercial, más allá de la ironía, es casi cero.
Pero todo lo anterior parece ser anecdótico para los relatores del modelo. Porque el capítulo final de la nueva historia oficial es el intento de una nueva reforma de la Constitución, cuya coartada es convalidar «la reparación y expansión de derechos» producida en el siglo XXI y cuyo objetivo real es lograr la reelección de Cristina Fernández para que ningún Daniel Scioli pase a usufructuar los beneficios del «sueño que supimos conseguir».
La batalla que se libra aquí y ahora, según ellos, es entre la transformación y los pesimistas de siempre. Sin ninguna pretensión de irrumpir en su encapsulado razonamiento, me atrevería a aventurar que los términos de la confrontación son otros. Quizá se los podría presentar, de un lado, como la prepotencia de llevarse todo por delante sin ningún respeto por las formas y la ley y, del otro lado, como el hartazgo que produce semejante estilo entre vastos sectores de la población, aunque todavía no aparezca una fuerza política capaz de representarlos.
© La Nacion .
El nuevo relato contiene una trampa muy visible, pero apta para quienes se dejan seducir por el perfume épico de ser «parte de la historia»: mezcla todo, lo unifica, lo empasta y lo embarulla, y coloca a la jefa del Estado a la misma altura de Eva Perón, y hasta diría con una leve ventaja a favor de la actual líder política.
Por supuesto: la fuerza arrolladora de semejante muestra de voluntad política se lleva todo por delante y hace imposible cualquier intento de discernimiento. Porque nadie podría dejar de celebrar la conquista de derechos personalísimos como los que se votaron, por amplia mayoría, la semana pasada. Pero alguien debería ponerse a revisar ya cómo y en qué circunstancias se usan las reservas del Central de manera discrecional. O qué responsabilidad les cabe a la propia Presidenta y a sus ministros por la desastrosa política energética que nos costará, este año, a los argentinos, 14.000 millones de dólares en importación de combustibles por la incapacidad de autoabastecernos.
Al superrelato que lo inunda todo se le deben adicionar microrrelatos que se presentan ante cada necesidad del día, útiles para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, acicateados por los escribas de las redes sociales y un par de ministros a través de Twitter o incursiones rasantes en los programas radiales de la mañana, en los que pueden decir barbaridades sin ningún costo político.
La reciente detención de Sergio Schoklender y de su hermano Pablo es uno de los ejemplos más claros de esta aluvional manera de hacer política. Y el cierre de instrucción para elevar a juicio oral y público la causa de las escuchas en la que Mauricio Macri está acusado de ser el jefe de una asociación ilícita es otra.
Las dos decisiones del juez federal Norberto Oyarbide resultan funcionales al gobierno nacional y tienen un altísimo impacto político, capaz de servir para múltiples propósitos. Tanto para desviar la atención de las causas que involucran al vicepresidente Amado Boudou (ahora unificadas por el juez Ariel Lijo, que además apartó al fiscal Carlos Rívolo) como para «limpiar» el buen nombre de la presidenta de Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini. Tanto para quitar el foco de atención de la pelea por la jefatura de la CGT como la fuerte tensión que existe en las negociaciones paritarias, cuyos efectos en la economía real son todavía inciertos. Tanto para disimular el cúmulo de tensiones que están apareciendo en la economía como para hacer desaparecer el inquietante dato de la existencia de un cepo cambiario que está llevando el dólar paralelo casi a los 6 pesos.
La superagenda oficial y paraoficial que ahora incluye el concepto «clima de época» cada tanto se ve amenazada por los datos de la realidad, que casi siempre se filtran a través de hechos difíciles de anticipar para los marketineros del modelo. Puede ser una mujer «despechada» que acusa al padre de su hija de ser el testaferro del vicepresidente. O un dato que todo el mundo conoce, pero que de un día para el otro pasa a transformarse en un asunto insoportable, como las trabas que tenemos los periodistas para preguntar o la gravísima manipulación de las estadísticas oficiales sobre la inflación o el porcentaje de pobres e indigentes que tiene la Argentina. Puede ser también, cómo no, el precio del dólar blue, una metáfora brutal de la distancia que hay entre el país que «vende» el Gobierno y el humor real de quienes piensan que algo debería andar muy mal en la economía si es que la AFIP se ve obligada a imponer un «corralito verde», que traba operaciones inmobiliarias, viajes al exterior y ya está empezando a impactar en el índice de actividad. O puede ser la indignación que genera, aun entre quienes creen y apoyan el proyecto oficial, la nueva tapa de la revista Minga , propiedad de la pareja del vicepresidente, Agustina Kämpfer, en la que aparece Andrés Calamaro defendiendo a Boudou, como si fuera necesario tanto para justificar la adhesión al modelo nacional y popular.
Y hasta se puede colar, entre los pliegues controlantes de la propaganda oficial, la pintoresca «Arca de Moreno», que ya ancló en Angola, un país gobernado por una autocracia corrupta, rebosante de petróleo y de diamantes, cuyo intercambio comercial, más allá de la ironía, es casi cero.
Pero todo lo anterior parece ser anecdótico para los relatores del modelo. Porque el capítulo final de la nueva historia oficial es el intento de una nueva reforma de la Constitución, cuya coartada es convalidar «la reparación y expansión de derechos» producida en el siglo XXI y cuyo objetivo real es lograr la reelección de Cristina Fernández para que ningún Daniel Scioli pase a usufructuar los beneficios del «sueño que supimos conseguir».
La batalla que se libra aquí y ahora, según ellos, es entre la transformación y los pesimistas de siempre. Sin ninguna pretensión de irrumpir en su encapsulado razonamiento, me atrevería a aventurar que los términos de la confrontación son otros. Quizá se los podría presentar, de un lado, como la prepotencia de llevarse todo por delante sin ningún respeto por las formas y la ley y, del otro lado, como el hartazgo que produce semejante estilo entre vastos sectores de la población, aunque todavía no aparezca una fuerza política capaz de representarlos.
© La Nacion .