Un cartel que convocaba al acto en que la Presidenta habló en el estadio de Vélez Sarsfield, el pasado 27 de abril, resume una lección de teoría política. Fijado en las paredes, de colores azulados y tamaño mediano, el cuadro tiene un diseño impactante: sobre el fondo de la multitud, el rostro cordial de la Presidenta; abajo, a la derecha, dos consignas: «Unidad y organización»; arriba, a lo largo, la frase que da sentido al cartel: «Ella es el pueblo».
La fusión entre un personaje sobresaliente y el pueblo soberano recorre una larga historia. Desde sus orígenes se calificaron estos episodios mediante la voz «cesarismo», dando a entender así un fenómeno de personalización del poder que, a diferencia de una monarquía absoluta, registraba un fuerte apoyo popular. Después vinieron, en clave moderna y contemporánea, otros conceptos: «bonapartismo», «principado» (nos referimos a ello en está página en el mes de enero); «autocracias electivas»; «democracias plebiscitarias»; «democracias delegativas» (abundantemente citado con justa razón); «democracias con hegemonía del Poder Ejecutivo».
En torno a estas definiciones siempre ronda la figura de un presidente o la de un partido que, en la rutina de los comportamientos políticos, asciende hacia una posición de supremacía. Si esa pretensión se concentra en una persona, masculina o femenina, inevitablemente se plantea el problema crucial de la sucesión política, abriendo camino a la reelección indefinida. No habría plazos, en rigor, que limitaran la reelección, salvo la voluntad de la mayoría expresada en elecciones periódicas.
Cuando, por otra parte, la hegemonía se concentra en un partido, como ocurrió en México durante setenta años con el Partido Revolucionario Institucionalizado (PRI), la sucesión se dirime dentro de las fronteras de dicho partido. Para eso es preciso que rija la cláusula constitucional de la no reelección (definitiva o mediando el intervalo de un período).
La cuestión que atraviesa nuestra política desde que el peronismo irrumpió en nuestra historia consiste en que este movimiento con vocación mayoritaria jamás pudo resolver del todo el problema de la sucesión presidencial. Tal vez este escollo provenga del hecho de que la reforma constitucional de 1949 estableció la reelección indefinida y de que Perón haya sido derribado en 1955, cuando promediaba su segundo mandato de seis años; o, acaso, luego de casi dos décadas de exilio, porque en 1973, en el momento en que ya enfermo le tocó volver a la presidencia, él mismo resolvió consagrar a su esposa candidata a vicepresidenta en una fórmula que cosechó más del 60% de los sufragios.
De este modo, en el multifacético legado de Perón inscripto sobre la confrontación y la concordia, quedó pendiente una falla que se ahonda con el paso del tiempo: el peronismo tiende en efecto a ser ganador, pero esa victoria no se consolida transmitiendo a las instituciones la virtud de resolver pacíficamente la sucesión presidencial. Entre el peronismo de Perón, el de Menem y el del matrimonio Kirchner hay muchas diferencias: los vincula, sin embargo, un afán semejante para conservar y reconstruir el formato reeleccionista que se instauró en 1949.
Tal vez con Néstor y Cristina Kirchner esa dificultad se habría obviado con una hipotética alternancia entre ellos. Quizás, también, de haber consumado sus intenciones reeleccionistas en la reforma de 1994, Menem no habría sufrido después el veto de Duhalde que impidió que aquél pudiese forzar una segunda reelección en 1999 (añadimos: primer veto de Duhalde; el segundo llegó en 2003, una vez que implosionó el peronismo, al derrotar Duhalde indirectamente a Menem prestando apoyo a la candidatura de Kirchner).
Estos trámites, con sus triunfos y derrotas, dejaron en el país la conciencia de que la sucesión presidencial es un acontecimiento traumático. Y esto no sólo vale para las sucesiones de los presidentes peronistas sino asimismo para las que les tocó vivir a los presidentes radicales Alfonsín y De la Rúa.
En estos días estamos pegando de nuevo el puntapié inicial a otro de esos procesos. El oficialismo levanta voces para buscar la reelección a través de una reforma constitucional que elimine las cláusulas que la impiden cumplidos dos períodos presidenciales, mientras algunos sectores de la oposición optan tajantemente por la negativa y otros permanecen a la expectativa. Por supuesto, las justificaciones abundan. Como es habitual, la voluntad reeleccionista se reviste, además, con los propósitos de transformar la economía y dar a luz nuevos derechos sociales, ambientales y de género (derechos que, como muestran las últimas leyes votadas en el Congreso, bien pueden incorporarse por vía legislativa).
¿Son éstas meras excusas o es que, detrás del debate reeleccionista, laten entre nosotros dos concepciones acerca de la variante presidencial del régimen democrático que no logran ponerse de acuerdo? Una, que concibe la democracia sin límites constitucionales que coarten la expresión de la voluntad popular (si el pueblo quiere al presidente en funciones, que así sea); la otra, temerosa de los peligros de la corrupción y del influjo de la propaganda oficial y del dinero público en los procesos electorales, empeñada en trazar restricciones para que, al menos, no se permita una segunda reelección inmediata, tal como establece la reforma de 1994.
En esa reforma, los convencionales intentaron salvar ese contrapunto mitigando el reeleccionismo y habilitando dos períodos consecutivos que pueden reanudarse luego de una intervalo de un período. Aparentemente la jugada no fue satisfactoria y se quiere más. Hoy está bajo análisis crítico dentro del peronismo el hecho de que la Presidenta tenga que volver a su casa en 2015 y aguardar cuatro años, si puede, para regresar.
Ni esta pequeña valla es suficiente debido al hecho de que, por ahora, no parece contemplarse una sucesión dentro del Partido Justicialista con el auxilio de las elecciones internas obligatorias que sus propios dirigentes promovieron y aplicaron hace un año. Lejos de ello, cuando apenas despunta este período presidencial, una atmósfera de desconfianza está envolviendo a los cuatro sectores que componen el oficialismo. Si en el peronismo político y sindical ya empiezan a correr disidencias con el Poder Ejecutivo (léase, para simplificar, Scioli, Moyano y los dirigentes sindicales que no quieren perder la carrera de la inflación), en el peronismo setentista, hoy encarnado en La Cámpora, y en el de los movimientos sociales se promueve la reforma constitucional.
Este clima no es buen consejero. Si triunfase la hipótesis de la reforma, nos internaríamos en el terreno en disputa que atañe a nuestros fundamentos constitucionales; si, al contrario, esa estrategia no lograse prevalecer, la autoridad presidencial, presa de una derrota en el Congreso o en las urnas por no alcanzar los dos tercios del total de los miembros de ambas cámaras, quedaría dañada justo cuando el ciclo económico entra en una fase declinante.
Preguntemos de nuevo: ¿qué democracia queremos con respecto a las reglas de la sucesión presidencial? O, con otro punto de vista, ¿es posible seguir dando vueltas alrededor de esta clase de cuestiones no resueltas? El efecto de estos interrogantes sin respuesta es la incertidumbre y la perspectiva poco gratificante de volver a las andadas y marchar a los tropezones en esta materia. Hasta tanto no resolvamos estos problemas, nuestro régimen democrático, de acuerdo con una reflexión de Hobbes que recuerdo frecuentemente, será un régimen a medio hacer.
© La Nacion .
La fusión entre un personaje sobresaliente y el pueblo soberano recorre una larga historia. Desde sus orígenes se calificaron estos episodios mediante la voz «cesarismo», dando a entender así un fenómeno de personalización del poder que, a diferencia de una monarquía absoluta, registraba un fuerte apoyo popular. Después vinieron, en clave moderna y contemporánea, otros conceptos: «bonapartismo», «principado» (nos referimos a ello en está página en el mes de enero); «autocracias electivas»; «democracias plebiscitarias»; «democracias delegativas» (abundantemente citado con justa razón); «democracias con hegemonía del Poder Ejecutivo».
En torno a estas definiciones siempre ronda la figura de un presidente o la de un partido que, en la rutina de los comportamientos políticos, asciende hacia una posición de supremacía. Si esa pretensión se concentra en una persona, masculina o femenina, inevitablemente se plantea el problema crucial de la sucesión política, abriendo camino a la reelección indefinida. No habría plazos, en rigor, que limitaran la reelección, salvo la voluntad de la mayoría expresada en elecciones periódicas.
Cuando, por otra parte, la hegemonía se concentra en un partido, como ocurrió en México durante setenta años con el Partido Revolucionario Institucionalizado (PRI), la sucesión se dirime dentro de las fronteras de dicho partido. Para eso es preciso que rija la cláusula constitucional de la no reelección (definitiva o mediando el intervalo de un período).
La cuestión que atraviesa nuestra política desde que el peronismo irrumpió en nuestra historia consiste en que este movimiento con vocación mayoritaria jamás pudo resolver del todo el problema de la sucesión presidencial. Tal vez este escollo provenga del hecho de que la reforma constitucional de 1949 estableció la reelección indefinida y de que Perón haya sido derribado en 1955, cuando promediaba su segundo mandato de seis años; o, acaso, luego de casi dos décadas de exilio, porque en 1973, en el momento en que ya enfermo le tocó volver a la presidencia, él mismo resolvió consagrar a su esposa candidata a vicepresidenta en una fórmula que cosechó más del 60% de los sufragios.
De este modo, en el multifacético legado de Perón inscripto sobre la confrontación y la concordia, quedó pendiente una falla que se ahonda con el paso del tiempo: el peronismo tiende en efecto a ser ganador, pero esa victoria no se consolida transmitiendo a las instituciones la virtud de resolver pacíficamente la sucesión presidencial. Entre el peronismo de Perón, el de Menem y el del matrimonio Kirchner hay muchas diferencias: los vincula, sin embargo, un afán semejante para conservar y reconstruir el formato reeleccionista que se instauró en 1949.
Tal vez con Néstor y Cristina Kirchner esa dificultad se habría obviado con una hipotética alternancia entre ellos. Quizás, también, de haber consumado sus intenciones reeleccionistas en la reforma de 1994, Menem no habría sufrido después el veto de Duhalde que impidió que aquél pudiese forzar una segunda reelección en 1999 (añadimos: primer veto de Duhalde; el segundo llegó en 2003, una vez que implosionó el peronismo, al derrotar Duhalde indirectamente a Menem prestando apoyo a la candidatura de Kirchner).
Estos trámites, con sus triunfos y derrotas, dejaron en el país la conciencia de que la sucesión presidencial es un acontecimiento traumático. Y esto no sólo vale para las sucesiones de los presidentes peronistas sino asimismo para las que les tocó vivir a los presidentes radicales Alfonsín y De la Rúa.
En estos días estamos pegando de nuevo el puntapié inicial a otro de esos procesos. El oficialismo levanta voces para buscar la reelección a través de una reforma constitucional que elimine las cláusulas que la impiden cumplidos dos períodos presidenciales, mientras algunos sectores de la oposición optan tajantemente por la negativa y otros permanecen a la expectativa. Por supuesto, las justificaciones abundan. Como es habitual, la voluntad reeleccionista se reviste, además, con los propósitos de transformar la economía y dar a luz nuevos derechos sociales, ambientales y de género (derechos que, como muestran las últimas leyes votadas en el Congreso, bien pueden incorporarse por vía legislativa).
¿Son éstas meras excusas o es que, detrás del debate reeleccionista, laten entre nosotros dos concepciones acerca de la variante presidencial del régimen democrático que no logran ponerse de acuerdo? Una, que concibe la democracia sin límites constitucionales que coarten la expresión de la voluntad popular (si el pueblo quiere al presidente en funciones, que así sea); la otra, temerosa de los peligros de la corrupción y del influjo de la propaganda oficial y del dinero público en los procesos electorales, empeñada en trazar restricciones para que, al menos, no se permita una segunda reelección inmediata, tal como establece la reforma de 1994.
En esa reforma, los convencionales intentaron salvar ese contrapunto mitigando el reeleccionismo y habilitando dos períodos consecutivos que pueden reanudarse luego de una intervalo de un período. Aparentemente la jugada no fue satisfactoria y se quiere más. Hoy está bajo análisis crítico dentro del peronismo el hecho de que la Presidenta tenga que volver a su casa en 2015 y aguardar cuatro años, si puede, para regresar.
Ni esta pequeña valla es suficiente debido al hecho de que, por ahora, no parece contemplarse una sucesión dentro del Partido Justicialista con el auxilio de las elecciones internas obligatorias que sus propios dirigentes promovieron y aplicaron hace un año. Lejos de ello, cuando apenas despunta este período presidencial, una atmósfera de desconfianza está envolviendo a los cuatro sectores que componen el oficialismo. Si en el peronismo político y sindical ya empiezan a correr disidencias con el Poder Ejecutivo (léase, para simplificar, Scioli, Moyano y los dirigentes sindicales que no quieren perder la carrera de la inflación), en el peronismo setentista, hoy encarnado en La Cámpora, y en el de los movimientos sociales se promueve la reforma constitucional.
Este clima no es buen consejero. Si triunfase la hipótesis de la reforma, nos internaríamos en el terreno en disputa que atañe a nuestros fundamentos constitucionales; si, al contrario, esa estrategia no lograse prevalecer, la autoridad presidencial, presa de una derrota en el Congreso o en las urnas por no alcanzar los dos tercios del total de los miembros de ambas cámaras, quedaría dañada justo cuando el ciclo económico entra en una fase declinante.
Preguntemos de nuevo: ¿qué democracia queremos con respecto a las reglas de la sucesión presidencial? O, con otro punto de vista, ¿es posible seguir dando vueltas alrededor de esta clase de cuestiones no resueltas? El efecto de estos interrogantes sin respuesta es la incertidumbre y la perspectiva poco gratificante de volver a las andadas y marchar a los tropezones en esta materia. Hasta tanto no resolvamos estos problemas, nuestro régimen democrático, de acuerdo con una reflexión de Hobbes que recuerdo frecuentemente, será un régimen a medio hacer.
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