¿Quién invierte en el largo plazo en un contexto dominado por la simbiosis entre el populismo y la posmodernidad? Hasta los amigos del poder se sienten inseguros en el «imperio de lo efímero». El capitalismo de amigos parte de una petición de principio: quienes gobiernan permanecerán en el poder el tiempo suficiente para que puedan recuperar la inversión. Por las dudas, la inversión en capital fijo en contextos inestables se descuenta a altas tasas de manera de recuperarla en el menor tiempo posible.
Pero ¿cuál es la tasa de descuento cuando el tiempo se reduce a un eterno presente? Cuando el poder es una sucesión de instantes de eternidad, los acuerdos y las obligaciones devienen como el ser. En consecuencia, se multiplican las inversiones especulativas, las de menor riesgo, aquellas que maximizan la gratificación presente y estimulan el consumo bulímico. Por el contrario, la inversión de largo plazo, la que toma riesgos hundiendo capital en nuevas plantas, equipos e instalaciones, tiende a desaparecer. Queda el Estado como inversor de última instancia en capital fijo, acudiendo de urgencia para mantener lo imprescindible a fin de hacer posible prolongar la ilusión populista. La simbiosis entre populismo y posmodernidad prohíjan un capitalismo fallido, de amistades efímeras, incapaz de articular el proceso de desarrollo económico y social al que aspira toda sociedad.
En el libro Good Capitalism, Bad Capitalism, and the Economics of Growth and Prosperity , Baumol y otros analizan las distintas formas de organización capitalista que han adoptado las sociedades que han alcanzado el desarrollo económico y social. Entre ellas, está el «capitalismo empresarial», con mucha participación de empresas privadas inclinadas a la innovación, y un Estado más concentrado en sus roles de garantizar la competencia y regular las fallas del mercado. Este tipo de capitalismo es más característico de las sociedades anglosajonas. El «capitalismo de grandes corporaciones» (incluidas algunas estatales) que se han proyectado a los mercados mundiales a partir de una plataforma doméstica, con un Estado activo en el diseño y la promoción de políticas comerciales e industriales, es más característico de la Europa continental y Japón. El «capitalismo guiado por el Estado», donde las políticas públicas escogen los sectores industriales a desarrollar, la banca pública orienta el crédito y un entramado de empresas públicas y privadas llevan adelante el proyecto productivo, fue el capitalismo de las etapas iniciales del desarrollo del sudeste asiático.
Por último, está el capitalismo que estos autores identifican como «oligárquico», que ha proliferado por doquier a partir de la implosión de la planificación centralizada de estilo soviético y que, a diferencia de los otros tipos, no puede exhibir un solo ejemplo de desarrollo exitoso. Algunos lo confunden con la variante del capitalismo guiado por el Estado, pero se diferencia de éste porque sus objetivos no están puestos en el desarrollo, sino en la preservación de un poder concentrado, autocrático y consustanciado con un estrecho núcleo de intereses dominantes. Los autores lo estigmatizan como «capitalismo malo», a diferencia de los otros tres ejemplos de «capitalismo bueno», y lo acusan del fracaso de muchas sociedades sumidas en la frustración económica y social. Este capitalismo, también denominado «de amigos» o «compinches» ( crony capitalism ), que no conduce al crecimiento ni a la prosperidad, es característico de las experiencias fallidas de muchos países de América latina, de algunas repúblicas de la ex Unión Soviética y de países de Medio Oriente y Africa. Rige en ellos la propiedad privada y hay empresas, pero las empresas son funcionales al poder de turno o son empresas de los amigos del poder. La cultura productiva es sustituida por una cultura rentista que concentra el ingreso y acrecienta las desigualdades. En consecuencia, crece la informalidad, la burocracia parasitaria y la corrupción. Los que logran excedentes en el capitalismo oligárquico lo acumulan afuera, lejos del oportunismo que pudo haberlos beneficiado.
Si es por las impresiones, uno tendería a asociar el capitalismo oligárquico con las experiencias traumáticas de muchas dictaduras de derecha del pasado latinoamericano, donde las «repúblicas bananeras» representaban el grotesco. Pero todo se recicla, y la novedad es que el capitalismo malo hoy está presente en envase populista y posmoderno. Es un capitalismo proteico, de amigos cambiantes, que disimula su vocación autoritaria tras la fachada de una «democracia plebiscitaria».
En su esquema sofístico, los nuevos capitalistas posmodernos empiezan por sustituir sus diatribas contra la propiedad por la retórica antiempresa; o, si es posible, antiempresarial (con nombre y apellido). No repudian las ganancias, pero se sienten convocados, en nombre de la justicia distributiva generacional, a capturar las rentas de los recursos naturales (aunque después convaliden rentas monopólicas con licencias y exclusiones).
La captura de la renta de los recursos naturales (agricultura, petróleo, minería) es el paso inicial para consolidar una estructura política clientelar y vestir de apoyo popular el proyecto político autocrático. La apropiación de renta no implica necesariamente cambio de propiedad, salvo presiones sociales extremas, o exigencias de acomodar el relato a las demandas de cada día. A no equivocarse, el capitalismo malo también desconfía de la propiedad colectiva y de las burocracias paralizantes, que son parte de las frustraciones de los proyectos colectivistas de la modernidad.
La segunda consigna es el acoso a los capitalistas más vulnerables al oportunismo del Estado. John Hicks, un Nobel de Economía, destacaba la aversión de los capitalistas a invertir en capital fijo porque «el que invierte en capital fijo entrega rehenes al futuro». No es casual que esta versión posmoderna del capitalismo oligárquico busque una convivencia pacífica con el sector financiero. Es consciente de que en la economía globalizada el capital «golondrina» se esfuma de una plaza a otra en cuestión de segundos. Los escogidos para la captura son los que han hundido capital y no pueden relocalizarlo. Si los activos fijos (caños, redes, cables, plantas, antenas) están en infraestructura relacionada a servicios públicos, cuánto mejor. Allí el discurso antiempresa prende más en la sociedad, sobre todo cuando se martilla la conciencia pública con las ganancias pasadas y la falta de inversiones.
Los que hundieron capital sirven como chivos expiatorios de los males presentes, y como potenciales destinatarios de nuevas exacciones. No hay una estrategia de estatizar las empresas, todo es coyuntural a la organización económica funcional al proyecto de poder. Algunos que resisten se van, y, en su lugar, aparece una nueva elite empresaria más cortesana con el gobierno. Pero como la estrategia del príncipe es el poder por el poder mismo, todo es contingente y cortoplacista, también las amistades empresarias. Entre los que se quedan, muchos sucumben al conocido «síndrome de Estocolmo», donde la víctima termina en amoríos con el secuestrador para sobrevivir en mejores condiciones. Por supuesto, hay resistencias aisladas, pero la excepción en este campo no invalida la regla.
Tampoco hay que confundirse, estos nuevos capitalistas no son estatistas. Tienen en claro que las empresas estatales deficitarias y subsidiadas comprometen recursos presupuestarios escasos que compiten con los subsidios imprescindibles de la estructura clientelar. Intuyen que el financiamiento inflacionario del gasto tiene límites. Por eso, si caen los ingresos de apropiación de renta, buscan capturar nuevos ahorros o subir los impuestos. En lo posible, evitan el endeudamiento ligado a controles y condicionante de las políticas discrecionales.
Como el corto plazo lo domina todo, la escasez de inversiones en capital fijo termina pasando la factura. Ni siquiera los amigos están dispuestos a asumir los costos de recomponer stock y apostar al futuro cuando la necesidad del presente lo domina todo. La descapitalización de los sectores de infraestructura y energía se vuelve indisimulable. Y hasta presenta ejemplos luctuosos en algunos servicios públicos. Mientras tanto, se acumulan pasivos futuros de magnitudes siderales.
¿Y la justicia social intergeneracional? Si hubiera un representante de las generaciones futuras en el presente, estaría en huelga de hambre. La versión populista y posmoderna del capitalismo oligárquico no cierra ni por acumulación ni por distribución. Retroalimenta una cultura rentista y desigualitaria. Hoy, la Argentina se ve reflejada en el espejo del «capitalismo malo»; mientras que Brasil, Chile, Perú y Uruguay, organizados ya en las otras variantes del «capitalismo bueno», se han convertido en las nuevas referencias regionales de desarrollo económico y social.
© La Nacion.
Pero ¿cuál es la tasa de descuento cuando el tiempo se reduce a un eterno presente? Cuando el poder es una sucesión de instantes de eternidad, los acuerdos y las obligaciones devienen como el ser. En consecuencia, se multiplican las inversiones especulativas, las de menor riesgo, aquellas que maximizan la gratificación presente y estimulan el consumo bulímico. Por el contrario, la inversión de largo plazo, la que toma riesgos hundiendo capital en nuevas plantas, equipos e instalaciones, tiende a desaparecer. Queda el Estado como inversor de última instancia en capital fijo, acudiendo de urgencia para mantener lo imprescindible a fin de hacer posible prolongar la ilusión populista. La simbiosis entre populismo y posmodernidad prohíjan un capitalismo fallido, de amistades efímeras, incapaz de articular el proceso de desarrollo económico y social al que aspira toda sociedad.
En el libro Good Capitalism, Bad Capitalism, and the Economics of Growth and Prosperity , Baumol y otros analizan las distintas formas de organización capitalista que han adoptado las sociedades que han alcanzado el desarrollo económico y social. Entre ellas, está el «capitalismo empresarial», con mucha participación de empresas privadas inclinadas a la innovación, y un Estado más concentrado en sus roles de garantizar la competencia y regular las fallas del mercado. Este tipo de capitalismo es más característico de las sociedades anglosajonas. El «capitalismo de grandes corporaciones» (incluidas algunas estatales) que se han proyectado a los mercados mundiales a partir de una plataforma doméstica, con un Estado activo en el diseño y la promoción de políticas comerciales e industriales, es más característico de la Europa continental y Japón. El «capitalismo guiado por el Estado», donde las políticas públicas escogen los sectores industriales a desarrollar, la banca pública orienta el crédito y un entramado de empresas públicas y privadas llevan adelante el proyecto productivo, fue el capitalismo de las etapas iniciales del desarrollo del sudeste asiático.
Por último, está el capitalismo que estos autores identifican como «oligárquico», que ha proliferado por doquier a partir de la implosión de la planificación centralizada de estilo soviético y que, a diferencia de los otros tipos, no puede exhibir un solo ejemplo de desarrollo exitoso. Algunos lo confunden con la variante del capitalismo guiado por el Estado, pero se diferencia de éste porque sus objetivos no están puestos en el desarrollo, sino en la preservación de un poder concentrado, autocrático y consustanciado con un estrecho núcleo de intereses dominantes. Los autores lo estigmatizan como «capitalismo malo», a diferencia de los otros tres ejemplos de «capitalismo bueno», y lo acusan del fracaso de muchas sociedades sumidas en la frustración económica y social. Este capitalismo, también denominado «de amigos» o «compinches» ( crony capitalism ), que no conduce al crecimiento ni a la prosperidad, es característico de las experiencias fallidas de muchos países de América latina, de algunas repúblicas de la ex Unión Soviética y de países de Medio Oriente y Africa. Rige en ellos la propiedad privada y hay empresas, pero las empresas son funcionales al poder de turno o son empresas de los amigos del poder. La cultura productiva es sustituida por una cultura rentista que concentra el ingreso y acrecienta las desigualdades. En consecuencia, crece la informalidad, la burocracia parasitaria y la corrupción. Los que logran excedentes en el capitalismo oligárquico lo acumulan afuera, lejos del oportunismo que pudo haberlos beneficiado.
Si es por las impresiones, uno tendería a asociar el capitalismo oligárquico con las experiencias traumáticas de muchas dictaduras de derecha del pasado latinoamericano, donde las «repúblicas bananeras» representaban el grotesco. Pero todo se recicla, y la novedad es que el capitalismo malo hoy está presente en envase populista y posmoderno. Es un capitalismo proteico, de amigos cambiantes, que disimula su vocación autoritaria tras la fachada de una «democracia plebiscitaria».
En su esquema sofístico, los nuevos capitalistas posmodernos empiezan por sustituir sus diatribas contra la propiedad por la retórica antiempresa; o, si es posible, antiempresarial (con nombre y apellido). No repudian las ganancias, pero se sienten convocados, en nombre de la justicia distributiva generacional, a capturar las rentas de los recursos naturales (aunque después convaliden rentas monopólicas con licencias y exclusiones).
La captura de la renta de los recursos naturales (agricultura, petróleo, minería) es el paso inicial para consolidar una estructura política clientelar y vestir de apoyo popular el proyecto político autocrático. La apropiación de renta no implica necesariamente cambio de propiedad, salvo presiones sociales extremas, o exigencias de acomodar el relato a las demandas de cada día. A no equivocarse, el capitalismo malo también desconfía de la propiedad colectiva y de las burocracias paralizantes, que son parte de las frustraciones de los proyectos colectivistas de la modernidad.
La segunda consigna es el acoso a los capitalistas más vulnerables al oportunismo del Estado. John Hicks, un Nobel de Economía, destacaba la aversión de los capitalistas a invertir en capital fijo porque «el que invierte en capital fijo entrega rehenes al futuro». No es casual que esta versión posmoderna del capitalismo oligárquico busque una convivencia pacífica con el sector financiero. Es consciente de que en la economía globalizada el capital «golondrina» se esfuma de una plaza a otra en cuestión de segundos. Los escogidos para la captura son los que han hundido capital y no pueden relocalizarlo. Si los activos fijos (caños, redes, cables, plantas, antenas) están en infraestructura relacionada a servicios públicos, cuánto mejor. Allí el discurso antiempresa prende más en la sociedad, sobre todo cuando se martilla la conciencia pública con las ganancias pasadas y la falta de inversiones.
Los que hundieron capital sirven como chivos expiatorios de los males presentes, y como potenciales destinatarios de nuevas exacciones. No hay una estrategia de estatizar las empresas, todo es coyuntural a la organización económica funcional al proyecto de poder. Algunos que resisten se van, y, en su lugar, aparece una nueva elite empresaria más cortesana con el gobierno. Pero como la estrategia del príncipe es el poder por el poder mismo, todo es contingente y cortoplacista, también las amistades empresarias. Entre los que se quedan, muchos sucumben al conocido «síndrome de Estocolmo», donde la víctima termina en amoríos con el secuestrador para sobrevivir en mejores condiciones. Por supuesto, hay resistencias aisladas, pero la excepción en este campo no invalida la regla.
Tampoco hay que confundirse, estos nuevos capitalistas no son estatistas. Tienen en claro que las empresas estatales deficitarias y subsidiadas comprometen recursos presupuestarios escasos que compiten con los subsidios imprescindibles de la estructura clientelar. Intuyen que el financiamiento inflacionario del gasto tiene límites. Por eso, si caen los ingresos de apropiación de renta, buscan capturar nuevos ahorros o subir los impuestos. En lo posible, evitan el endeudamiento ligado a controles y condicionante de las políticas discrecionales.
Como el corto plazo lo domina todo, la escasez de inversiones en capital fijo termina pasando la factura. Ni siquiera los amigos están dispuestos a asumir los costos de recomponer stock y apostar al futuro cuando la necesidad del presente lo domina todo. La descapitalización de los sectores de infraestructura y energía se vuelve indisimulable. Y hasta presenta ejemplos luctuosos en algunos servicios públicos. Mientras tanto, se acumulan pasivos futuros de magnitudes siderales.
¿Y la justicia social intergeneracional? Si hubiera un representante de las generaciones futuras en el presente, estaría en huelga de hambre. La versión populista y posmoderna del capitalismo oligárquico no cierra ni por acumulación ni por distribución. Retroalimenta una cultura rentista y desigualitaria. Hoy, la Argentina se ve reflejada en el espejo del «capitalismo malo»; mientras que Brasil, Chile, Perú y Uruguay, organizados ya en las otras variantes del «capitalismo bueno», se han convertido en las nuevas referencias regionales de desarrollo económico y social.
© La Nacion.