Cuando son buenos los tiempos, y la economía-mundo se expande en términos de nueva plusvalía producida, la lucha de clases se acalla. Nunca desaparece, pero en tanto exista un bajo nivel de desempleo y los ingresos reales de los estratos más bajos suban, aunque sólo sea en pequeñas cantidades, los arreglos sociales son la orden del día.
Pero cuando se estanca la economía-mundo y el desempleo real se expande considerablemente, esto significa que el pastel total se encoge. La cuestión entonces resulta ser quién cargará el peso del encogimiento dentro de cada país y entre países. La lucha de clases se torna aguda y tarde o temprano conduce a un conflicto abierto en las calles. Esto es lo que ha estado ocurriendo en el sistema-mundo desde la década de 1970 y del modo más dramático desde 2007. Hasta ahora, el estrato más alto (el uno por ciento) se ha aferrado a su tajada, de hecho la ha incrementado. Esto necesariamente significa que la tajada del 99 por ciento restante se ha encogido.
La lucha por las asignaciones gira primordialmente en torno de dos aspectos del presupuesto global: los impuestos (cuánto y para quiénes) y la red de seguridad para el resto de la población (gastos en educación, salud y garantías para un ingreso de por vida). No hay país en el mundo donde esta lucha no esté ocurriendo. Pero estalla en algunos países con más violencia que en otros debido a su localización en la economíamundo, a su demografía interna, y debido a su historia política.
Una aguda lucha de clases hace surgir, para todos, la pregunta de cómo manejarla políticamente. Los grupos en el poder pueden reprimir duramente los disturbios populares, y muchos lo hacen. O, si los disturbios son muy fuertes para los mecanismos represivos, pueden intentar cooptar a los manifestantes fingiendo unirse a ellos y así limitar el cambio real. O hacen ambas cosas: intentan primero la represión y si ésta falla, cooptan a la gente.
Los manifestantes también enfrentan un dilema. Comienzan siempre con un grupo valeroso relativamente pequeño. Necesitan persuadir a un grupo más grande (que es mucho más tímido políticamente) de que se les una, si es que han de impresionar a los grupos que detentan el poder. Esto no es fácil, pero puede ocurrir. Sucedió en Egipto en la plaza Tahrir en 2011. Ocurrió con el movimiento Occupy en Estados Unidos y Canadá, Ocurrió en Grecia en las últimas elecciones. Ocurrió en Chile en las huelgas estudiantiles que han perdurado.
Pero cuando ocurre, ¿entonces qué? Hay algunos manifestantes que desean expandir sus estrechas demandas iniciales hacia demandas fundamentales de mayor amplitud y deconstruir el orden social. Y hay otros, siempre hay otros, que están listos para sentarse con los grupos en el poder para negociar algún arreglo.
Cuando los grupos en el poder reprimen, con mucha frecuencia avivan las flamas de la protesta. Pero muchas veces la represión funciona. Cuando no funciona y los grupos en el poder hacen arreglos y cooptan, a veces son capaces de neutralizar políticamente a los manifestantes. Esto es lo que parece haber ocurrido en Egipto. Las recientes elecciones conducen a una segunda ronda entre dos candidatos, ninguno de los cuales apoyó la revolución de la plaza Tahrir uno es el último primer ministro del depuesto presidente Hosni Mubarak y el otro es un líder de la Hermandad Musulmana, cuyo objetivo primordial es instituir la sharia en la ley egipcia y no implementar las demandas de aquéllos que estuvieron en la plaza Tahrir. El resultado es una cruel opción para el aproximado 50 por ciento que no votó en la primera ronda por ninguno de los dos que contaron con la mayor pluralidad de votos. Esta desafortunada situación resultó de que los votantes pro plaza Tahrir dividieron sus votos entre dos candidatos con antecedentes algo diferentes.
¿Qué habremos de pensar de todo esto? Parece existir una geografía de la protesta que cambia rápida y constantemente. Salta aquí y luego es reprimida, cooptada o se agota. Y tan pronto como esto ocurre, salta en otra parte, donde de nuevo se la reprime, se la coopta o se agota. Y luego salta en un tercer lugar, como si por todo el mundo fuera irreprimible.
Es irreprimible por una simple razón. El apretón a los ingresos mundiales es real y no parece que vaya a desaparecer. La crisis estructural de la economía-mundo capitalista hace inoperantes las soluciones convencionales a las caídas económicas, no importa cuánto nuestros expertos y políticos nos aseguren que hay un nuevo período de prosperidad asomándose en el horizonte.
Vivimos en una situación mundial caótica. Las fluctuaciones en todo son vastas y rápidas. Esto se aplica también a la protesta social. Esto es lo que miramos conforme la geografía de la protesta se altera constantemente. Ayer fue la plaza Tahrir en El Cairo, las marchas masivas desautorizadas con sartenes y cacerolas en Montreal hoy, y en alguna otra parte (probablemente sorpresiva) mañana.
* De La Jornada de México.
Especial para Página/12.
Pero cuando se estanca la economía-mundo y el desempleo real se expande considerablemente, esto significa que el pastel total se encoge. La cuestión entonces resulta ser quién cargará el peso del encogimiento dentro de cada país y entre países. La lucha de clases se torna aguda y tarde o temprano conduce a un conflicto abierto en las calles. Esto es lo que ha estado ocurriendo en el sistema-mundo desde la década de 1970 y del modo más dramático desde 2007. Hasta ahora, el estrato más alto (el uno por ciento) se ha aferrado a su tajada, de hecho la ha incrementado. Esto necesariamente significa que la tajada del 99 por ciento restante se ha encogido.
La lucha por las asignaciones gira primordialmente en torno de dos aspectos del presupuesto global: los impuestos (cuánto y para quiénes) y la red de seguridad para el resto de la población (gastos en educación, salud y garantías para un ingreso de por vida). No hay país en el mundo donde esta lucha no esté ocurriendo. Pero estalla en algunos países con más violencia que en otros debido a su localización en la economíamundo, a su demografía interna, y debido a su historia política.
Una aguda lucha de clases hace surgir, para todos, la pregunta de cómo manejarla políticamente. Los grupos en el poder pueden reprimir duramente los disturbios populares, y muchos lo hacen. O, si los disturbios son muy fuertes para los mecanismos represivos, pueden intentar cooptar a los manifestantes fingiendo unirse a ellos y así limitar el cambio real. O hacen ambas cosas: intentan primero la represión y si ésta falla, cooptan a la gente.
Los manifestantes también enfrentan un dilema. Comienzan siempre con un grupo valeroso relativamente pequeño. Necesitan persuadir a un grupo más grande (que es mucho más tímido políticamente) de que se les una, si es que han de impresionar a los grupos que detentan el poder. Esto no es fácil, pero puede ocurrir. Sucedió en Egipto en la plaza Tahrir en 2011. Ocurrió con el movimiento Occupy en Estados Unidos y Canadá, Ocurrió en Grecia en las últimas elecciones. Ocurrió en Chile en las huelgas estudiantiles que han perdurado.
Pero cuando ocurre, ¿entonces qué? Hay algunos manifestantes que desean expandir sus estrechas demandas iniciales hacia demandas fundamentales de mayor amplitud y deconstruir el orden social. Y hay otros, siempre hay otros, que están listos para sentarse con los grupos en el poder para negociar algún arreglo.
Cuando los grupos en el poder reprimen, con mucha frecuencia avivan las flamas de la protesta. Pero muchas veces la represión funciona. Cuando no funciona y los grupos en el poder hacen arreglos y cooptan, a veces son capaces de neutralizar políticamente a los manifestantes. Esto es lo que parece haber ocurrido en Egipto. Las recientes elecciones conducen a una segunda ronda entre dos candidatos, ninguno de los cuales apoyó la revolución de la plaza Tahrir uno es el último primer ministro del depuesto presidente Hosni Mubarak y el otro es un líder de la Hermandad Musulmana, cuyo objetivo primordial es instituir la sharia en la ley egipcia y no implementar las demandas de aquéllos que estuvieron en la plaza Tahrir. El resultado es una cruel opción para el aproximado 50 por ciento que no votó en la primera ronda por ninguno de los dos que contaron con la mayor pluralidad de votos. Esta desafortunada situación resultó de que los votantes pro plaza Tahrir dividieron sus votos entre dos candidatos con antecedentes algo diferentes.
¿Qué habremos de pensar de todo esto? Parece existir una geografía de la protesta que cambia rápida y constantemente. Salta aquí y luego es reprimida, cooptada o se agota. Y tan pronto como esto ocurre, salta en otra parte, donde de nuevo se la reprime, se la coopta o se agota. Y luego salta en un tercer lugar, como si por todo el mundo fuera irreprimible.
Es irreprimible por una simple razón. El apretón a los ingresos mundiales es real y no parece que vaya a desaparecer. La crisis estructural de la economía-mundo capitalista hace inoperantes las soluciones convencionales a las caídas económicas, no importa cuánto nuestros expertos y políticos nos aseguren que hay un nuevo período de prosperidad asomándose en el horizonte.
Vivimos en una situación mundial caótica. Las fluctuaciones en todo son vastas y rápidas. Esto se aplica también a la protesta social. Esto es lo que miramos conforme la geografía de la protesta se altera constantemente. Ayer fue la plaza Tahrir en El Cairo, las marchas masivas desautorizadas con sartenes y cacerolas en Montreal hoy, y en alguna otra parte (probablemente sorpresiva) mañana.
* De La Jornada de México.
Especial para Página/12.