Hace unos días, Aníbal Fernández, interrogado respecto de qué pensaba hacer con sus dólares, contestó muy suelto de cuerpo: «Tampoco soy un tarado que tengo que salir a venderlos, golpeándome el pecho con un falso patrioterismo y perdiendo guita. Yo no tengo por qué perder dinero».
Puede que estas palabras hayan influido en Cristina Kirchner tanto o más que la campaña moralista de Víctor Hugo Morales contra la tentación verde para convencerla de la necesidad de dar el ejemplo y desprenderse de «unos dólares», tres millones para ser precisos (según ella, los únicos ahorros que tiene en esa moneda), e invitar a sus funcionarios a imitarla. Gobernar con el ejemplo ha sido un recurso que, con mayor o menor suerte y coherencia, han usado todo tipo de gobiernos, desde los más autoritarios y salvajes hasta los más democráticos y republicanos. Da el ejemplo, sin ir más lejos, el presidente uruguayo, Pepe Mujica, cuando se monta en su motoneta en vez de usar los autos oficiales, y también lo hacía Mao al conservar, en público al menos, el atuendo y los modos austeros de la vida campesina china. ¿Qué es lo peculiar de la ejemplaridad cristinista? ¿A cuál de esos modelos se parece más? Lo primero que advertimos es que, en sus discursos, ponerse a sí misma de ejemplo ha sido algo habitual, casi obsesivo: estamos ya acostumbrados a que la Presidenta haga referencias a su persona, su historia, sus experiencias y sus aprendizajes personales y familiares en los más diversos terrenos, para justificar las más variadas decisiones.
Se trata de un hábito que algunos podrán considerar molesto, pero que ofrece evidentes ventajas comunicacionales: infinidad de periodistas y personalidades del espectáculo lo utilizan con éxito para humanizarse y «estar cerca» de la audiencia. ¿Por qué reprocharle a Cristina que los imite?
Es más novedoso, en cambio, el recurso a dar ejemplos prácticos, con acciones de los gobernantes que los gobernados, en particular los pudientes, deberían imitar «por el bien de todos». Un primer experimento de este tipo fue la campaña de renuncia a los subsidios lanzada a comienzos de este año: igual que ahora con los activos dolarizados, se invitó a los «ricos» a no ser egoístas y a resignar voluntariamente un «beneficio inmerecido», para que el Estado pudiera seguir ofreciéndolo a quienes sí lo necesitaban, invitación que se reforzó con una lista de funcionarios altruistas encabezada, igual que ahora, por la Presidenta.
¿Cuál es el objetivo que se persigue con estos renunciamientos? Ante todo, al dar el ejemplo, igual que en sus discursos pero con más fuerza pues se trata ahora de la vida real y concreta, la Presidenta y su gente se desprenden de su rol de funcionarios y de los signos de su poder para presentarse como personas iguales al resto, o mejor aún, personas ejemplares, mejores porque se sacrifican y defienden a los débiles frente a los poderosos.
Además, ellos vienen a ser y ofrecer la solución a los problemas, por lo que no deberían ser considerados sus causantes, que deben estar en otro lado, seguramente entre quienes se niegan a seguir su ejemplo. Lo más interesante del caso es que incluso quienes se resistan a creer en la sinceridad de estos gestos, o a imitarlos, pueden ayudar a validarlos. La renuncia presidencial a los subsidios, recordemos, desató una intensa discusión respecto de si había o no que imitarla y sobre la mala espina de quienes no lo hacían, que volvió en alguna medida abstracto, arqueológico, el debate respecto de lo absurda e injusta que fuera su decisión de destinar durante años enormes partidas de presupuesto a esa finalidad. Lo mismo se podría lograr ahora: muchos se ocuparán de señalar que debió vender sus dólares antes, no debió comprarlos, o le pedirán que muestre los comprobantes de la venta, mientras que otros se identificarán más bien con el pobre Aníbal, y temiendo que también les toque ponerse un bonete y pasearse en público con él, callarán avergonzados.
El carácter manipulatorio de la ejemplaridad cristinista la coloca, en suma, bastante más cerca del modelo maoísta, no por nada afecto al uso de bonetes, señalamientos y otros instrumentos de humillación, que del republicano. Cristina no quiere por nada del mundo ser vista como la presidenta del 25-30% de inflación, una gobernante que no quiere, no puede o no sabe cómo defender el valor de su moneda, así que construye para sí una vía de escape. ¿Y qué mejor modo de escapar de un gran error que confesar uno mucho menor? A través de la expiación del pecado de haber acumulado dólares, podrá cargarse de la inocencia de todo buen argentino para volver a la carga desde ese púlpito moral contra los viciosos incorregibles que especulan y «nos perjudican a todos». Bajo el lente de semejante relato moral será imposible discutir técnica y razonablemente sus decisiones económicas, su eficacia y sustentabilidad: no hay algo así como una «política monetaria», sino «actitudes cambiarias», las de los buenos argentinos y las de los malos.
¿Logrará la Presidenta ser imitada? Seguramente, no. Pero, por lo que dijimos, no necesita de eso para que su gesto sea eficaz en lo que más le importa. Ni siquiera precisa para eso de un acompañamiento consistente de decisiones gubernamentales al respecto: ¿quién se acuerda del escasísimo resultado de los listados de renuncia voluntaria a los subsidios? ¿Quién, de la suspensión sin aviso ni explicación del recorte de esos subsidios a poco de iniciado? Lo que el Gobierno podrá decir cuando se lo reprochen es que Cristina quiso convencer a los ricos de comportarse solidariamente y no le hicieron caso. Con el dólar, las chances de lograr acompañamiento son aún más escasas, pero eso no es lo que realmente desvela al Gobierno: ya nadie duda de que nos internamos en una crisis grave, de seguro más prolongada que la de 2009, ante la cual el kirchnerismo hace lo de siempre: más que buscar soluciones busca culpables. Y, dado que la inflación afectará los ingresos en mayor medida que en 2009 y el oficialismo no podrá evitar alimentarla con más devaluación, más presión fiscal y otras joyitas, es razonable que busque esos culpables entre quienes se refugian en el dólar para escapar del impuesto inflacionario. En estas circunstancias, ¿qué mejor que mostrar que la Presidenta está dispuesta a «ir por todo» y sacrificarse, no sólo tirando por la borda a los ex socios y funcionarios de su marido, sino también dilapidando al menos una porción de la riqueza por él acumulada?
Aunque no sea imitada, ¿será perdonada? Es cierto que entre nosotros, salvo el fracaso, parece a veces que se perdona cualquier cosa. Pero hay que diferenciar la licencia pasajera de la evaluación más reposada y perdurable que hace la sociedad de sus gobiernos. Como ha explicado Eduardo Fidanza, el kirchnerismo nos ha ofrecido, a algunos a manos llenas, bienes privados, pero viene acumulando desde su origen déficits crecientes en los llamados bienes públicos: no logra producirlos ni administrarlos, y depreda y por tanto agota los que recibió en herencia. Este tipo de bienes, entre los que se cuenta la moneda (así como la seguridad, la justicia, la infraestructura) se producen gracias a la cooperación social, que en algunos casos puede resultar de la interacción más o menos espontánea en el mercado, pero siempre necesita en alguna medida de instituciones, y en particular de una fundamental, el Estado.
La especulación, cambiaria o de otro tipo, es aquí y en cualquier otro lado del mundo una respuesta racional al fracaso de la cooperación, no el fruto de una perversión o vicio moral. No tiene mayor sentido, por eso, combatirla con el ejemplo: se requiere de instituciones sólidas y mercados competitivos, los dos grandes perdedores del ciclo kirchnerista. Cristina podrá de todos modos tener su pequeña victoria moral y decir, como aquel ministro de Economía de Alfonsín en medio de la hiperinflación, «les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo». Aunque, al final de la partida, difícilmente eso le alcance para escapar de sus responsabilidades de ocho años de gobierno.
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Puede que estas palabras hayan influido en Cristina Kirchner tanto o más que la campaña moralista de Víctor Hugo Morales contra la tentación verde para convencerla de la necesidad de dar el ejemplo y desprenderse de «unos dólares», tres millones para ser precisos (según ella, los únicos ahorros que tiene en esa moneda), e invitar a sus funcionarios a imitarla. Gobernar con el ejemplo ha sido un recurso que, con mayor o menor suerte y coherencia, han usado todo tipo de gobiernos, desde los más autoritarios y salvajes hasta los más democráticos y republicanos. Da el ejemplo, sin ir más lejos, el presidente uruguayo, Pepe Mujica, cuando se monta en su motoneta en vez de usar los autos oficiales, y también lo hacía Mao al conservar, en público al menos, el atuendo y los modos austeros de la vida campesina china. ¿Qué es lo peculiar de la ejemplaridad cristinista? ¿A cuál de esos modelos se parece más? Lo primero que advertimos es que, en sus discursos, ponerse a sí misma de ejemplo ha sido algo habitual, casi obsesivo: estamos ya acostumbrados a que la Presidenta haga referencias a su persona, su historia, sus experiencias y sus aprendizajes personales y familiares en los más diversos terrenos, para justificar las más variadas decisiones.
Se trata de un hábito que algunos podrán considerar molesto, pero que ofrece evidentes ventajas comunicacionales: infinidad de periodistas y personalidades del espectáculo lo utilizan con éxito para humanizarse y «estar cerca» de la audiencia. ¿Por qué reprocharle a Cristina que los imite?
Es más novedoso, en cambio, el recurso a dar ejemplos prácticos, con acciones de los gobernantes que los gobernados, en particular los pudientes, deberían imitar «por el bien de todos». Un primer experimento de este tipo fue la campaña de renuncia a los subsidios lanzada a comienzos de este año: igual que ahora con los activos dolarizados, se invitó a los «ricos» a no ser egoístas y a resignar voluntariamente un «beneficio inmerecido», para que el Estado pudiera seguir ofreciéndolo a quienes sí lo necesitaban, invitación que se reforzó con una lista de funcionarios altruistas encabezada, igual que ahora, por la Presidenta.
¿Cuál es el objetivo que se persigue con estos renunciamientos? Ante todo, al dar el ejemplo, igual que en sus discursos pero con más fuerza pues se trata ahora de la vida real y concreta, la Presidenta y su gente se desprenden de su rol de funcionarios y de los signos de su poder para presentarse como personas iguales al resto, o mejor aún, personas ejemplares, mejores porque se sacrifican y defienden a los débiles frente a los poderosos.
Además, ellos vienen a ser y ofrecer la solución a los problemas, por lo que no deberían ser considerados sus causantes, que deben estar en otro lado, seguramente entre quienes se niegan a seguir su ejemplo. Lo más interesante del caso es que incluso quienes se resistan a creer en la sinceridad de estos gestos, o a imitarlos, pueden ayudar a validarlos. La renuncia presidencial a los subsidios, recordemos, desató una intensa discusión respecto de si había o no que imitarla y sobre la mala espina de quienes no lo hacían, que volvió en alguna medida abstracto, arqueológico, el debate respecto de lo absurda e injusta que fuera su decisión de destinar durante años enormes partidas de presupuesto a esa finalidad. Lo mismo se podría lograr ahora: muchos se ocuparán de señalar que debió vender sus dólares antes, no debió comprarlos, o le pedirán que muestre los comprobantes de la venta, mientras que otros se identificarán más bien con el pobre Aníbal, y temiendo que también les toque ponerse un bonete y pasearse en público con él, callarán avergonzados.
El carácter manipulatorio de la ejemplaridad cristinista la coloca, en suma, bastante más cerca del modelo maoísta, no por nada afecto al uso de bonetes, señalamientos y otros instrumentos de humillación, que del republicano. Cristina no quiere por nada del mundo ser vista como la presidenta del 25-30% de inflación, una gobernante que no quiere, no puede o no sabe cómo defender el valor de su moneda, así que construye para sí una vía de escape. ¿Y qué mejor modo de escapar de un gran error que confesar uno mucho menor? A través de la expiación del pecado de haber acumulado dólares, podrá cargarse de la inocencia de todo buen argentino para volver a la carga desde ese púlpito moral contra los viciosos incorregibles que especulan y «nos perjudican a todos». Bajo el lente de semejante relato moral será imposible discutir técnica y razonablemente sus decisiones económicas, su eficacia y sustentabilidad: no hay algo así como una «política monetaria», sino «actitudes cambiarias», las de los buenos argentinos y las de los malos.
¿Logrará la Presidenta ser imitada? Seguramente, no. Pero, por lo que dijimos, no necesita de eso para que su gesto sea eficaz en lo que más le importa. Ni siquiera precisa para eso de un acompañamiento consistente de decisiones gubernamentales al respecto: ¿quién se acuerda del escasísimo resultado de los listados de renuncia voluntaria a los subsidios? ¿Quién, de la suspensión sin aviso ni explicación del recorte de esos subsidios a poco de iniciado? Lo que el Gobierno podrá decir cuando se lo reprochen es que Cristina quiso convencer a los ricos de comportarse solidariamente y no le hicieron caso. Con el dólar, las chances de lograr acompañamiento son aún más escasas, pero eso no es lo que realmente desvela al Gobierno: ya nadie duda de que nos internamos en una crisis grave, de seguro más prolongada que la de 2009, ante la cual el kirchnerismo hace lo de siempre: más que buscar soluciones busca culpables. Y, dado que la inflación afectará los ingresos en mayor medida que en 2009 y el oficialismo no podrá evitar alimentarla con más devaluación, más presión fiscal y otras joyitas, es razonable que busque esos culpables entre quienes se refugian en el dólar para escapar del impuesto inflacionario. En estas circunstancias, ¿qué mejor que mostrar que la Presidenta está dispuesta a «ir por todo» y sacrificarse, no sólo tirando por la borda a los ex socios y funcionarios de su marido, sino también dilapidando al menos una porción de la riqueza por él acumulada?
Aunque no sea imitada, ¿será perdonada? Es cierto que entre nosotros, salvo el fracaso, parece a veces que se perdona cualquier cosa. Pero hay que diferenciar la licencia pasajera de la evaluación más reposada y perdurable que hace la sociedad de sus gobiernos. Como ha explicado Eduardo Fidanza, el kirchnerismo nos ha ofrecido, a algunos a manos llenas, bienes privados, pero viene acumulando desde su origen déficits crecientes en los llamados bienes públicos: no logra producirlos ni administrarlos, y depreda y por tanto agota los que recibió en herencia. Este tipo de bienes, entre los que se cuenta la moneda (así como la seguridad, la justicia, la infraestructura) se producen gracias a la cooperación social, que en algunos casos puede resultar de la interacción más o menos espontánea en el mercado, pero siempre necesita en alguna medida de instituciones, y en particular de una fundamental, el Estado.
La especulación, cambiaria o de otro tipo, es aquí y en cualquier otro lado del mundo una respuesta racional al fracaso de la cooperación, no el fruto de una perversión o vicio moral. No tiene mayor sentido, por eso, combatirla con el ejemplo: se requiere de instituciones sólidas y mercados competitivos, los dos grandes perdedores del ciclo kirchnerista. Cristina podrá de todos modos tener su pequeña victoria moral y decir, como aquel ministro de Economía de Alfonsín en medio de la hiperinflación, «les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo». Aunque, al final de la partida, difícilmente eso le alcance para escapar de sus responsabilidades de ocho años de gobierno.
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