Las elecciones en Grecia nunca alcanzaron un lugar relevante en nuestra agenda política. Las que se realizan hoy, sin embargo, tienen una importancia innegable. A tal punto que la cadena mediática dominante las reconoce como un acontecimiento cuyos resultados tendrán fuertes consecuencias para el drama político que atraviesa al continente europeo. Claro que las noticias sobre el rescate español o sobre la nueva relación de fuerzas que se abre tras el triunfo del socialista Hollande en Francia suelen carecer de todo anclaje político sustantivo. Por momentos parece que lo que ocurre en Europa fuera la consecuencia de un fenómeno natural, algo así como un tsunami, sin relación alguna con la política; no hay actores, no hay intereses sociales, ni fuerzas dominantes, ni resistencias, ni conflictos centrales. Se entiende fácilmente el operativo de sustracción: si se hurgara en la saga europea como manifestación extrema de un largo ciclo crítico del capitalismo globalizado, nacido en las entrañas de otra gran crisis la de los años setenta del siglo pasado, su análisis no podría dejar de involucrar una mirada sobre el neoliberalismo, sobre nuestro propio derrumbe de 2001 y, lo más comprometedor, sobre las formas en que nuestro país se recuperó a partir de 2003. La fórmula parece ser la separación lo más radical posible entre los episodios europeos y nuestra realidad nacional. De ese modo se procura sacar a nuestra escena política de todo marco de época y de todo enlace con el proceso regional y mundial en el que se inscribe. Claro que la ortodoxia económica extrema se anima a entrar en el debate con el sonsonete de la irresponsabilidad fiscal populista de los gobiernos europeos como causa más profunda de la crisis, pero esa mirada no resiste un debate mínimamente serio. Lo mejor, entonces, para la derecha mediático-política es encerrar los sucesos europeos en las páginas internacionales y desvincularlos todo lo posible de nuestra realidad, para seguir pensando a esta última como un conjunto de anécdotas, chismes y operaciones mediáticas.
Hoy la cuestión griega se ha instalado en el corazón de la crisis europea y mundial del capitalismo. Y no está allí solamente porque es el país en el que las políticas de ajuste neoliberal han producido consecuencias económicas y sociales más desesperantes. Está, ante todo, porque en medio del desmadre ha reaparecido la política. La política como conjunción de la protesta y la indignación social con un liderazgo capaz de proyectarlas al sitio central de la toma de decisiones. Las elecciones nacionales realizadas en mayo constituyeron un verdadero pronunciamiento de masas contra el pacto fiscal europeo y contra los paquetes económicos envueltos con el cándido título de austeridad y que constituyen crueles operativos de reestructuración de las sociedades europeas en una dirección de polarización social y desamparo de los sectores más vulnerables. No es, claro está, el único país en el que se han impuesto este tipo de planes; con mayor o menor rigor esos lineamientos imperan en toda Europa. Lo específico de la situación de Grecia es que ha surgido una alternativa de izquierda popular a ese rumbo. Es una opción que no supo plantear ni el socialismo español, ni la deriva centrista del viejo comunismo italiano, ni el neolaborismo británico, abrumados todos ellos por los ecos de la vieja tercera vía y políticamente fascinados por el mundo feliz de la globalización, en el que no hay lugar para soberanías nacionales ni para intervenciones del Estado en el sacrosanto mundo del capitalismo financiarizado. Acaso el presidente electo francés François Hollande esté hoy en condiciones de emprender, o por lo menos acompañar, algún giro de la socialdemocracia europea en la recuperación de sus honrosas y hoy deshonradas tradiciones.
Alexis Tsipras es el nombre del nuevo líder de la izquierda griega. Al frente de Syriza (siglas en griego de la Coalición de Izquierda Radical de la que participa su partido, el Sinapsismo) obtuvo el 16 por ciento de los votos y desplazó del segundo lugar al socialdemócrata Pasok. En esa votación, realizada el 6 de mayo último, las fuerzas del bipartidismo centroderecha-centroizquierda, que suelen convocar a más de las tres cuartas partes del electorado quedaron reducidas a poco más de un 30 por ciento de ese total. La tan esperada rebelión ciudadana contra la amorfa alternancia entre derechas que gobiernan como derechas e izquierdas que gobiernan como derechas se concreta en los hechos. El bipartidismo griego se inmoló en el fuego de la austeridad predicada por la troika conformada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, en riguroso acuerdo con el gobierno conservador alemán de Angela Merkel.
Tsipras, ex militante de la juventud comunista y activo participante de los movimientos contra la globalización neoliberal, no es un euroescéptico. Por el contrario, ha dejado claro que su intención es permanecer en la Unión e incluso mantener a Grecia en la esfera de la moneda común. Por otro lado, es rechazado por los añoradores griegos del stalinismo, cuyo partido lo acusa de ser un agente oculto del neoliberalismo. Sin embargo, no estamos ante un personaje del establishment socialdemócrata europeo. En su reciente visita a Francia acaba de hacer una exhortación a refundar Europa y derrotar al poder financiero que es el gran enemigo de los pueblos, no gobierna, pero decide sobre todas las cosas. La declaración es difícil de superar como síntesis del drama griego y europeo porque toca los tres nervios más sensibles de la crisis en su dimensión política: la cuestión democrática, la cuestión nacional y la cuestión social. Plantea la demanda de la recuperación de la democracia como capacidad de toma de decisiones soberanas, hoy fácticamente sojuzgada por instituciones tecnoburocráticas que sostienen los intereses del capital financiero más concentrado; la afirmación de la soberanía nacional enajenada por instancias supranacionales que actúan aliadas a la nación más poderosa de la región, Alemania, y la defensa de los intereses de las clases populares agredidas por sucesivos ataques a sus derechos sociales.
Los sondeos previos señalan una situación de equilibrio entre la izquierda radical y la derecha alineada tras el partido Nueva Democracia. Como no podía ser de otra manera, el clima previo a los comicios se caracteriza por un verdadero terrorismo psicológico desplegado por las usinas mediáticas y políticas del conservadorismo. Las calificadoras de riesgo y los más poderosos medios de comunicación sostienen que un triunfo de la izquierda equivaldría a un caos en Grecia y a un agravamiento terminal de la situación europea en general. Nada que nos resulte demasiado novedoso a aquellos argentinos que no nos hemos olvidado de los días previos al colapso de diciembre de 2001. Aquí y allá, antes y ahora, los portavoces de los grupos dominantes pretenden hacer pasar sus propósitos y sus planes como equivalentes del interés general.
No puede decirse que Grecia sea decisiva para el curso europeo en términos de influencia económica. Pero claramente ha aparecido un eslabón débil en una cadena de integración regional que ha quedado completamente absorbida por el dominio de los grandes grupos financieros. Aún cuando la izquierda no lograra una elección que la habilite a encabezar un nuevo gobierno, su avance significa una extraordinaria novedad política para Grecia y para toda Europa. En el continente se generaliza un clima de indignación que no ha alcanzado hasta ahora expresión político-orgánica. No ha habido hasta ahora sinapsis entre las manifestaciones callejeras indignadas y masivas y las fuerzas que formulan alternativas políticas al rumbo vigente. Las fuerzas tradicionales del progresismo se debilitan pero no crecen a su izquierda representaciones capaces de sacar la política alternativa del reino de la marginalidad y la improductividad electoral. El camino está abierto tanto para una profundización del neoliberalismo y aun para una deriva autoritaria que remede la década del treinta del siglo pasado, como para una refundación popular y transformadora.
Por eso la elección en Grecia y la seguramente complicada escena ulterior en la que se jugará la posibilidad de habilitar una mayoría parlamentaria de gobierno tienen un enorme interés mundial. No hay un muro de hierro que separe el actual drama europeo del proceso abierto en nuestra región desde principios de este siglo con la emergencia de gobiernos populares y progresistas que, aun en su visible heterogeneidad, exploran caminos alternativos al neoliberalismo.