Paraguay acaba de ser testigo del auge del neogolpismo en América latina del inicio del siglo XXI. Usualmente el golpe de Estado tradicional se desplegaba de manera violenta por parte de las fuerzas armadas (apoyado por sectores sociales), con impulso o tolerancia externa (por ejemplo, de Washington), se dirigía a reorganizar las ramas de poder y apuntaba a fundar un orden alterno.
El «nuevo golpismo» es formalmente menos virulento, está liderado por civiles (con soporte implícito o complicidad explícita de los militares), mantiene una cierta apariencia institucional, no involucra necesariamente a una potencia (Estados Unidos) y pretende resolver, al menos de entrada, una impasse social o política potencialmente ruinosa.
La sucesión neogolpista reciente es reveladora: la remoción «legal» de Jamil Mahuad, en Ecuador, en 2000; el derrocamiento «institucional» de Hugo Chávez, en Venezuela, en 2002; la «salida» forzada de Jean-Bertrand Aristide, en Haití, en 2004; la sustitución «constitucional» de Zelaya, en Honduras, en 2009, y el » putch » policial contra Rafael Correa, en 2010.
La «destitución» de Fernando Lugo por mal desempeño en sus funciones se inserta en la dinámica de presuntos «golpes benévolos», en los que sus autores se vieron «compelidos» a «salvar» la democracia.
Los seis «golpes de Estado» de nuevo tipo obedecen a situaciones nacionales específicas, pero tienen puntos en común. Los golpistas esgrimen ideas idénticas para justificar su conducta antidemocrática: preocupante «vacío de poder», «tendencia autoritaria» del mandatario, crisis política «autoinfligida», ambición presidencial «desmedida», intención de «perpetuación» en el Ejecutivo.
En la mayoría de los casos, el papel del Congreso es decisivo y la letra constitucional se invoca para otorgarle legitimidad al descabezamiento de la presidencia. Así, en el ejemplo paraguayo, el poder legislativo siguió lo contemplado en el artículo 225 de la Constitución: la Cámara de Diputados acusa y el Senado juzga, con los dos tercios de votos respectivos. Sin embargo, no es posible que un juicio político se realice sin debido proceso, sin derecho a la defensa, sin base probatoria y sin debate público.
El desafío para la Argentina, el Mercosur, la Unasur y la Organización de los Estados Americanos (OEA) es afín, aunque no idéntico. El silencio de la OEA la acercará a su irrelevancia: fracasada la Cumbre de las Américas y fundada la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), la OEA es el único sitio donde Washington tendrá para mostrar el alcance real de su voz.
La señal política que emita la Unasur será crucial: o continúa, como ocurrió con otras crisis en el área, por un sendero de efectividad o se agrieta su unidad con todo lo que ello pueda implicar. El reto para el Mercosur es mayor: por primera vez en este siglo se ha manifestado el neogolpismo en el Cono Sur con todas las reverberaciones que ello podría tener. La Argentina tiene que elevar significativamente el perfil en el caso paraguayo: se necesita una diplomacia sofisticada y constructiva para evitar que el espectro del nuevo golpismo se asiente definitivamente en América del Sur..