Sin embargo, esa primera apertura democrática tenía en la permanencia del coloradismo el signo de la continuidad, ahora mediante elecciones. Recién 19 años después del retorno democrático, la sociedad paraguaya eligió a un candidato que no venía de esa estructura política. En abril de 2008 Fernando Lugo, rodeado de pequeños partidos y movimientos de izquierda, llegó al poder aliado al Partido Radical Liberal Auténtico, que durante esos años fue consumiendo sus dosis progresistas y hoy tiene ya todos los vicios de un partido funcional al esquema de poder conservador del partido Colorado.
Con este escenario complejo, Paraguay aparecía como el eslabón más débil de la cadena de gobiernos populares de Sudamérica. La razón está en su diferencia: el cambio político no llegó después de una crisis sistémica como pasó en Venezuela, Argentina, Bolivia o Ecuador. Tampoco fue producto de una acumulación de largo plazo, como el caso del PT en Brasil o el Frente Amplio en Uruguay, que fueron construyendo una base territorial de poder sólida antes de conquistar la presidencia. En el caso paraguayo la grieta fue estrecha: un liderazgo social (y cristiano) irrumpió en la escena paraguaya en el 2007 y en cuestión de meses despertó las esperanzas de una mayoría ciudadana. Después de 60 años el partido Colorado perdía el control del poder Ejecutivo, pero lo conservaba intacto sobre el Legislativo y el Judicial, lo que terminaría siendo fatal para el proyecto de cambio.
Por esa ventana estrecha se coló Lugo. Cuando a los pocos meses perdió el apoyo del PRLA, el poder del Presidente quedó limitado poco más que a su despacho y algunos ministerios, en tanto la cámara de Diputados y de Senadores se convirtieron en muros infranqueables para sus proyectos de ley y condicionaron, incluso, su política exterior, al negar sistemáticamente el ingreso de Venezuela al Mercosur. Así y todo, el gobierno de Lugo impulsó una agenda progresista, logrando la gratuidad de la atención de salud en los hospitales públicos, o que por primera vez en la historia los movimientos sociales no fueran vistos desde el Poder Ejecutivo como delincuentes subversivos. Con ojos argentinos, los avances parecen modestos, pero bastaron para que los grandes medios de comunicación, los empresarios y la oposición política buscaran limar desde el comienzo a la gestión de gobierno. Un trípode presente en todos los demás países, pero que en el caso paraguayo no está contrabalanceado por la presencia de un sujeto social organizado, ni una fuerza política propia.
El futuro de Paraguay, que hoy aparece en un claro retroceso de su transición democrática, tendrá como interrogante principal qué hará la sociedad con su clase política. La forma y el fondo de la “acusación” sobre la que se legalizó la destitución de Lugo muestran hasta dónde llega su grado de desprecio por la voluntad popular surgida de las urnas. Pero tiene que ser esa misma sociedad la que reconquiste el poder soberano que el Congreso le arrebató el día de ayer. En ese sentido, y pensado en términos de transición democrática, salta a la vista la debilidad de una sociedad civil que todavía no aparece en el centro de la escena. El gobierno de Lugo fue palacio contra palacio, un escenario siempre más beneficioso para los poderes corporativos.
Una lección posible para todos los proyectos políticos que pretenden transformar el desigual mapa social de la región, es que ganar elecciones no es sinónimo de gobernabilidad cuando de lo que se trata es de enfrentar a los poderosos: todos los días el poder de gobernar debe ser puesto en práctica, lo que, necesariamente, implica lidiar con los poderes fácticos que no van a elecciones, pero sí hacen política y con poderes políticos dispuestos a ser funcionales a los primeros.
Con este escenario complejo, Paraguay aparecía como el eslabón más débil de la cadena de gobiernos populares de Sudamérica. La razón está en su diferencia: el cambio político no llegó después de una crisis sistémica como pasó en Venezuela, Argentina, Bolivia o Ecuador. Tampoco fue producto de una acumulación de largo plazo, como el caso del PT en Brasil o el Frente Amplio en Uruguay, que fueron construyendo una base territorial de poder sólida antes de conquistar la presidencia. En el caso paraguayo la grieta fue estrecha: un liderazgo social (y cristiano) irrumpió en la escena paraguaya en el 2007 y en cuestión de meses despertó las esperanzas de una mayoría ciudadana. Después de 60 años el partido Colorado perdía el control del poder Ejecutivo, pero lo conservaba intacto sobre el Legislativo y el Judicial, lo que terminaría siendo fatal para el proyecto de cambio.
Por esa ventana estrecha se coló Lugo. Cuando a los pocos meses perdió el apoyo del PRLA, el poder del Presidente quedó limitado poco más que a su despacho y algunos ministerios, en tanto la cámara de Diputados y de Senadores se convirtieron en muros infranqueables para sus proyectos de ley y condicionaron, incluso, su política exterior, al negar sistemáticamente el ingreso de Venezuela al Mercosur. Así y todo, el gobierno de Lugo impulsó una agenda progresista, logrando la gratuidad de la atención de salud en los hospitales públicos, o que por primera vez en la historia los movimientos sociales no fueran vistos desde el Poder Ejecutivo como delincuentes subversivos. Con ojos argentinos, los avances parecen modestos, pero bastaron para que los grandes medios de comunicación, los empresarios y la oposición política buscaran limar desde el comienzo a la gestión de gobierno. Un trípode presente en todos los demás países, pero que en el caso paraguayo no está contrabalanceado por la presencia de un sujeto social organizado, ni una fuerza política propia.
El futuro de Paraguay, que hoy aparece en un claro retroceso de su transición democrática, tendrá como interrogante principal qué hará la sociedad con su clase política. La forma y el fondo de la “acusación” sobre la que se legalizó la destitución de Lugo muestran hasta dónde llega su grado de desprecio por la voluntad popular surgida de las urnas. Pero tiene que ser esa misma sociedad la que reconquiste el poder soberano que el Congreso le arrebató el día de ayer. En ese sentido, y pensado en términos de transición democrática, salta a la vista la debilidad de una sociedad civil que todavía no aparece en el centro de la escena. El gobierno de Lugo fue palacio contra palacio, un escenario siempre más beneficioso para los poderes corporativos.
Una lección posible para todos los proyectos políticos que pretenden transformar el desigual mapa social de la región, es que ganar elecciones no es sinónimo de gobernabilidad cuando de lo que se trata es de enfrentar a los poderosos: todos los días el poder de gobernar debe ser puesto en práctica, lo que, necesariamente, implica lidiar con los poderes fácticos que no van a elecciones, pero sí hacen política y con poderes políticos dispuestos a ser funcionales a los primeros.