Ningún gobierno que quiera ejercer una autoridad real sobre la puja entre los actores sociales puede permitir que uno de peso –y mucho menos habiendo sido aliado– se plante y presione, más allá de la legitimidad de los reclamos que esgrima. Por eso era poco imaginable un final distinto al que va a suceder: que la CGT se parta. Cualquier escenario alternativo era impensable frente a un gobierno ejercido por Cristina Kirchner, en tanto y en cuanto Moyano no se ordenase.
La verdad es que la CGT ya estaba dividida en varias partes hace mucho, y da la impresión que Moyano no quiso o no pudo subsanar los desafíos que se presentaban a su conducción. Muchos se quejan de su estilo autoritario, y de haber usufructuado el cargo sólo para beneficio de su gremio, y no del conjunto de las organizaciones sindicales. Desde ese punto de vista, el camionero pecó de soberbia: cuando hay una fisura que un actor poderoso la puede profundizar, eso va a suceder tarde o temprano. Y así fue: no sólo se desgranaron los adversarios obvios –“los gordos”– sino también aliados muy cercanos que no quisieron arriesgarse a plantear una confrontación a un gobierno que fue votado por el 54% de los votantes, a seis meses de haber comenzado su mandato.
La cuestión es que cuando uno quiere o debe dar una pelea debe fijarse en dos cosas: primero, la relación de fuerzas, y segundo, la funcionalidad de la pelea para sumar aliados. En el primer factor es muy claro que este gobierno nacional llevaba las de ganar: tiene todos los recursos administrativos, legales, políticos y simbólicos para ganarle a Moyano. Desde intervenir el gremio hasta quitarle concesiones, pasando por la batalla en la opinión pública y auditarle las cuentas, son todas escenas de derrota para el gremialista.
En el segundo factor, el mandamás cegetista se volvió un personaje disfuncional para casi todo el mundo. Para el gobierno, para los empresarios, para la oposición si quiere volver al poder y para el grueso de la opinión pública. Sólo a algunos peronistas aspirantes a la presidencia (por ejemplo, el gobernador bonaerense Daniel Scioli) les puede interesar que Moyano no se muera para que alguien le cause problemas al gobierno, y equilibre el escenario: piensan que con un kirchnerismo todopoderoso, será muy difícil construir una alternativa, o que el oficialismo los necesite para algo.
Algunos se interrogan sobre la inconveniencia de tener la CGT partida y a Moyano enfrente en un clima de mayor conflictividad social por la desaceleración de la economía. En teoría es verdad, pero la realidad es más compleja. En primer término, la representación sindical ya está partida hace mucho tiempo, con dos CTA, y una CGT dividida de hecho. En segundo lugar, tener de aliado a un actor que se planta y presiona siempre es un problema. En tercer lugar, más allá de la cantidad de sectores sindicales, el mundo gremial está progresivamente más fragmentado, con lo cual las cúpulas no necesariamente garantizan la paz social (los casos los Dragones, Kraft o los subtes son una buena muestra).
Las cosas no se rompen sólo porque un factor externo quiera romperlas, sino también por los errores de quienes deberían haberla mantenido unidas.
La verdad es que la CGT ya estaba dividida en varias partes hace mucho, y da la impresión que Moyano no quiso o no pudo subsanar los desafíos que se presentaban a su conducción. Muchos se quejan de su estilo autoritario, y de haber usufructuado el cargo sólo para beneficio de su gremio, y no del conjunto de las organizaciones sindicales. Desde ese punto de vista, el camionero pecó de soberbia: cuando hay una fisura que un actor poderoso la puede profundizar, eso va a suceder tarde o temprano. Y así fue: no sólo se desgranaron los adversarios obvios –“los gordos”– sino también aliados muy cercanos que no quisieron arriesgarse a plantear una confrontación a un gobierno que fue votado por el 54% de los votantes, a seis meses de haber comenzado su mandato.
La cuestión es que cuando uno quiere o debe dar una pelea debe fijarse en dos cosas: primero, la relación de fuerzas, y segundo, la funcionalidad de la pelea para sumar aliados. En el primer factor es muy claro que este gobierno nacional llevaba las de ganar: tiene todos los recursos administrativos, legales, políticos y simbólicos para ganarle a Moyano. Desde intervenir el gremio hasta quitarle concesiones, pasando por la batalla en la opinión pública y auditarle las cuentas, son todas escenas de derrota para el gremialista.
En el segundo factor, el mandamás cegetista se volvió un personaje disfuncional para casi todo el mundo. Para el gobierno, para los empresarios, para la oposición si quiere volver al poder y para el grueso de la opinión pública. Sólo a algunos peronistas aspirantes a la presidencia (por ejemplo, el gobernador bonaerense Daniel Scioli) les puede interesar que Moyano no se muera para que alguien le cause problemas al gobierno, y equilibre el escenario: piensan que con un kirchnerismo todopoderoso, será muy difícil construir una alternativa, o que el oficialismo los necesite para algo.
Algunos se interrogan sobre la inconveniencia de tener la CGT partida y a Moyano enfrente en un clima de mayor conflictividad social por la desaceleración de la economía. En teoría es verdad, pero la realidad es más compleja. En primer término, la representación sindical ya está partida hace mucho tiempo, con dos CTA, y una CGT dividida de hecho. En segundo lugar, tener de aliado a un actor que se planta y presiona siempre es un problema. En tercer lugar, más allá de la cantidad de sectores sindicales, el mundo gremial está progresivamente más fragmentado, con lo cual las cúpulas no necesariamente garantizan la paz social (los casos los Dragones, Kraft o los subtes son una buena muestra).
Las cosas no se rompen sólo porque un factor externo quiera romperlas, sino también por los errores de quienes deberían haberla mantenido unidas.