Un tendal de heridos políticos

La bala que mató a Mariano Ferreyra le atravesó tres órganos vitales: el pulmón, el hígado y el corazón. Y casi como si se tratase de una historia de realismo mágico, esa misma bala siguió hiriendo de muerte ya fuera del cuerpo del militante del Partido Obrero. Continuó el recorrido que comenzó el 20 de octubre de 2010 cuando salió disparada contra quienes, en las inmediaciones de la estación Barracas, reclamaban la regularización laboral de los trabajadores tercerizados de la línea Roca. Impactó en el poder del líder de la Unión Ferroviaria, José Pedraza, y desnudó las maniobras mafiosas del sindicalista, que, elegido para proteger a los trabajadores, pensó más en su propio favor y rapiñó de los subsidios del Estado que le permitían vivir cómodamente en el lugar elegido por los elegidos: un departamento que cotiza a más de un millón de dólares en Puerto Madero. Su mutación de sindicalista a empresario quedó al desnudo y, cuando quiso esconderla, le resultó imposible. Pasó de líder sindical a gerente, casi sin darse cuenta de que un gerente es tanto más fácil de reemplazar. El empresario se comió al sindicalista y así Pedraza se convertía en un fusible para el Gobierno, que le soltó la mano con una facilidad asombrosa.
La bala que mató a Mariano Ferreyra hirió también la ya lastimada credibilidad de la Policía Federal, que dejó el registro de sus voces en los handys cuando liberaba la zona para que la patota sindical hiciera lo que tenía que hacer. Tres divisiones de la Federal estuvieron ese día en el lugar, vieron a la patota bajar por el terraplén y tomaron la funcional decisión de no hacer nada para evitar muertos y heridos, sospechosamente ineficientes ante una patota determinada a mostrar su poder de fuego. Grave error, sobre todo, por haber ignorado la ley no escrita de la que el kirchnerismo hizo bandera, la de no reprimir. Esas fuerzas policiales que respondían al Gobierno se mancharon también las manos de sangre y, por un momento, confundieron escenarios y presidencias. Néstor Kirchner no iba a permitir que, en el imaginario colectivo, su gobierno y el de Eduardo Duhalde se emparentasen en inexplicables muertes de militantes: Maximiliano Kosteki y Darío Santillán entonces, Mariano Ferreyra ahora. La decisión de soltarle la mano a Pedraza comenzó a gestarse ahí. El camarógrafo de la fuerza que estaba registrando los incidentes no llegó a tomar las imágenes del momento fatal porque se quedó sin batería o algo así, justo, justo en los tres minutos que van desde que el presunto asesino, Cristian Favale, saca el arma hasta que el militante del PO se desploma. Quien tenía que estar supervisando el operativo desde el Centro de Operaciones no estaba atento porque «había cinco cortes más ese día». Demasiado. Néstor Kirchner sintió que las imágenes de lo sucedido en el puente Pueyrredón en 2002 estaban al acecho.
Tampoco la Justicia escapó a la bala que mató a Mariano Ferreyra e hirió a Elsa Rodríguez, Ariel Pintos y Nelson Aguirre. Tal vez porque intuía que el camino de Puerto Madero al penal de Ezeiza podía resultar más corto de lo que nunca había imaginado, José Pedraza decidió ser previsor y habría intentado asegurarse de que la sala que le tocara en la Cámara de Casación tuviera la amabilidad de otorgarle la excarcelación. A cambio de 50.000 que -como se aclara en las escuchas por si hubiese alguna duda- eran «de los verdes». Para semejante operación contó con la ayuda de un empleado de los servicios de inteligencia, Juan José Riquelme; del vicepresidente del Belgrano Cargas, Angel Staffaroni, y de un ex juez federal subrogante, Octavio Aráoz de Lamadrid, conocido por haberse sacado un 1 en el examen para ser magistrado. La banda tenía un objetivo: influir sobre los jueces Eduardo Riggi, Gustavo Wagner Mitchel y Mariano González Palazzo, para que le otorgaran la libertad, apenas Pedraza la solicitara. No se probó que lograran hacerlo. Sí que lo intentaron. Por eso el juez de instrucción Luis Rodríguez indagó a Riquelme, que hoy está fuera de la SI (ex SIDE), y pidió las indagatorias del propio Pedraza, del vice del Belgrano Cargas, del ex juez federal Lamadrid y del prosecretario administrativo de la Sala de Sorteos, Luis Ameghino Escobar, el hombre que podía sustituir el azar por una orden en efectivo. Deberán desfilar en tribunales la primera semana de agosto para explicar lo que parece inexplicable. El escándalo pulverizó la sala: uno de los jueces renunció y otro encontró una excusa para salir de allí. Pero la duda persiste y los billetes fueron encontrados en el estudio del ex juez federal.
La bala que atravesó el cuerpo de Ferreyra dejó un tendal de heridos políticos y sospechas sobre las más altas esferas de la dirigencia sindical; desnudó el lado más perverso de la policía, y mostró lo fácil que resulta llegar a los hombres de la Justicia cuando se tienen los medios. Por eso, esa bala debía ser destruida. Literalmente. Y en esta historia en la que lo que sobra es mano de obra dispuesta a hacer el trabajo sucio, el perito voluntarioso no tardaría en aparecer.
En la instrucción del juicio por la muerte de Ferreyra, una discusión de carácter técnico podía volcar la balanza para un lado o para el otro, favoreciendo o complicando la situación de los detenidos por el asesinato. Una primera pericia determinó que la bala que mató al militante había rebotado antes de impactar en su cuerpo. Esto ayudaba a la endeble defensa a sostener que, en realidad, se trató de un abuso de arma. Una segunda pericia decía que no, que directamente penetró los cincuenta y pico de kilos de Ferreyra de manera directa. La figura de homicidio empezaba a tomar forma. Faltaba una tercera pericia, clave, la del desempate. Y ahí apareció el mediático Roberto Locles. El perito llegó tarde a la junta de expertos que había ordenado la jueza de la causa, Wilma López, el 22 de febrero de 2011. Y justamente dijo que, por haber llegado tarde, nunca supo que la bala que tomó en sus manos y golpeó reiteradamente sobre la mesa hasta destrozarla, ante la mirada atónita del resto, era justamente la bala original que habían extraído del cuerpo de Mariano Ferreyra. Nadie le creyó. La duda razonable está servida. El objetivo lo cumplió. Arruinó la pericia del desempate.
Si esta historia fuese un guión de ficción, sería rechazado por sus excesos, por exagerar. Uno de los hombres más poderosos del sindicalismo vernáculo instruyó a una patota conformada, entre otros, por barrabravas, para que disciplinara a los trabajadores tercerizados que cortan las vías, para que dejaran de reclamar ser planta permanente. La policía miró para otro lado y dejó hacer porque también tenía sus propios intereses en juego. La Justicia rifó la venda en 50.000 dólares. Y las chicanas de los abogados para dilatar el juicio fueron tantas y tan burdas que ni siquiera vale la pena mencionarlas.
Pedraza parece haber calculado mal su peso específico en la era kirchnerista, en la que prácticamente no hay líderes sindicales que puedan mover el amperímetro, salvo Hugo Moyano. Los personalismos gremiales parecen haber quedado en el pasado. Como si hoy ya no hubiera lugar para los Ubaldini o los Lorenzo Miguel. Y ese error de cálculo tal vez explique cómo, a pesar de todo y de todos, el próximo 6 de agosto, aun en medio de tantos intereses en juego, comience el juicio oral por la muerte de Mariano Ferreyra. Se diría que esta pelea la ganó David, contra todos los pronósticos. Pero le ganó a un Goliat sin el amparo del Gobierno o a un Sansón pelado. Sola pero unida, contra la corrupción judicial, policial y sindical, peleó una familia entera que sigue al mismo tiempo la causa judicial y el duelo por la muerte de su hijo, de su hermano de apenas 23 años. Una familia y una abogada -Claudia Ferrero, que atiende en bares lejos de los grandes estudios-, los compañeros de militancia y una buena jueza que, con hacer sólo lo que tenía que hacer, logró llevar al banquillo de los acusados a los que nunca jamás habían siquiera soñado estar ahí alguna vez.
Juan Domingo Perón decía «dentro de la ley todo, fuera de la ley nada». El kirchnerismo reconvirtió ese viejo axioma del general: «Dentro del poder todo, fuera, sálvese quien pueda». Y ahí están Pedraza y compañía tratando de digerirlo.
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