Roberto Darío Pons – Economista
Los médicos suelen decir que no hay enfermedades, sino enfermos y que por ello deben considerarse sus particularidades al momento del diagnóstico y del tratamiento.
En un país que durante décadas ha convivido con la inflación, su análisis no queda exclusivamente en manos de los especialistas que se realiza espontáneamente en el conjunto de la sociedad y de sus particulares necesidades e intereses.
Por ello deberíamos diferenciar los distintos conceptos que se utilizan por este tema y analizarlos en función de lo que cada uno quiere cargarle como respuesta a su solución, o más apropiadamente, a su capacidad de adaptación al fenómeno.
Un tema es la inflación y otra es su medición, que puede o no coincidir con otros dos conceptos: la apreciación colectiva sobre su existencia y lo que queremos hacer con la inflación.
Lo primero, inflación, se lo llama al aumento permanente, generalizado y autoalimentado de los precios en todas sus magnitudes, desde los insumos para la producción hasta los productos finales sin que existan bajas compensatorias o períodos de estancamiento, o paz de los precios.
Lo anterior no tiene nada que ver con aumentos circunstanciales, esporádicos de algunos precios que, a veces, suelen bajar cuando cambian esas circunstancias, por ejemplo el precio del tomate fuera de estación.
Es distinto la medición de la inflación, que es otro tema más controvertido, porque entran a tallar las estadísticas que se manejan con los términos medios, por lo tanto no reflejan, necesariamente, mi particular visión de los aumentos de los precios de los productos que compro.
¿Es válido, que el ama de casa de clase media baja con familia tipo, mida su inflación con los precios del laminado de acero? O ¿será válido el índice que mide el precio de la papa para el industrial metalúrgico. Pareciera que no.
Cuando nos enfrentamos al problema estadístico de la medición, recordamos la paradojal afirmación que si el consumo per cápita es de un pollo por día, alguien se está comiendo el que yo desecho porque no me gusta la carne de ave.
La medición de la inflación del INDEC, tan controvertida, está referida a la canasta familiar de una familia tipo y su forma científica de estimarla -selección de la muestra y encuestas de hogares, selección de productos característicos y puntos de comercio a relevar, periodicidad de la toma de precios, ponderaciones y resúmenes con los errores estadísticos- implican ingentes esfuerzos intelectuales, humanos y financieros para calcularla.
Se le ha perdido credibilidad. Pero: ¿por qué le debemos asignar más credibilidad a las estimaciones basadas en supuestos ignotos, bases de datos imprecisos, escasa uniformidad en el relevamiento y periodicidad del relevamiento esporádico cuando lo ha habido y no han sido sólo sumatoria de datos aislados no consistentes?
Por ello, más allá que podríamos manejarnos con un conjunto de índices de precios para utilizarlos en cada segmento o sector de la economía o de la sociedad y no pretender tener uno solo como explicativo universal; es necesario diferenciar los otros dos conceptos que, desde el punto de vista político, económico y social son más relevantes.
Si en la Argentina actual, hablamos de la inflación, es que existe una apreciación colectiva de su existencia aunque difiramos de su magnitud, de sus consecuencias y de las medidas de corrección o de adaptación.
Con la «inflación del supermercado» el gremialista pretenderá aumento de salarios; el de la cueva del mercado paralelo pretenderá convencer que es negocio comprar a 6,90 el dólar, mientras que el industrial hablará de atraso cambiario, y el exportador de soja pretenderá retener la liquidación de la cosecha esperando un mágico blanqueo del dólar oficial al eufemísticamente denominado «blue»(¡!), aunque su color sea «black».
Digamos que hay «especulación explícita», todos tratan de interpretar la inflación como un mal del cual no tienen responsabilidad alguna y justifican la defensa de sus intereses, que muchas veces es en realidad codicia, como una respuesta inevitable para sobrevivir en esta «Argentina que no se parece a otros países vecinos».
Lo que no es ni tan explícita ni tan uniformemente aceptada es la propuesta de solución porque inflación, además, implica transferencias de ingresos entre el Estado, las familias y las empresas; así como las medidas antiinflacionarias significan reasignaciones de esos ingresos repartidos entre los agentes económicos y la sociedad misma.
Cualquier transferencia de ingresos tiene como correlato al menos tres grandes manifestaciones con repercusiones políticas: efectos sobre el empleo y el crecimiento; nuevos paradigmas de poder político; y, aparición de conflictos sociales.
¿Estamos todos dispuestos a medidas antiinflacionarias que reduzcan el empleo y el crecimiento?
Una política de restricción monetaria y ajuste del gasto público: ¿Debilita el poder popular y pone al Gobierno a expensas de las corporaciones económicas dominantes?
¿Cuál conflicto social es más tolerable, el de los propietarios ante un impuestazo o el de los pobres que perdieron un subsidio del Estado?
En economía, cuando se crece, salvo el período de absorción de la capacidad instalada ociosa y el alto desempleo de donde se parte, en algún momento el crecimiento de la demanda de los bienes supera al de la inversión porque esta última crece a saltos, generalmente actúa con tiempo de espera en la reacción y está sujeta al temor de los vaivenes políticos.
Si el crecimiento no fuera por el lado de la demanda interna, sino por las exportaciones, en algún momento habrá inflación importada por los precios internacionales en suba -p.e. el petróleo o la soja- y por la mayor cantidad de dinero en la economía. Salvo que el planteamiento sea una fuerte concentración de la riqueza con salida o fuga de capitales.
Entre la inflación «cero» de los cementerios y la hiperinflación, existen muchos diagnósticos y muchas propuestas, está en cada sociedad definir las prioridades en los cuatro objetivos de toda política económica: pleno empleo, crecimiento y desarrollo, equilibrio de la balanza de pagos y estabilidad de los precios internos.
(*) Economista. Profesor de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA
Los médicos suelen decir que no hay enfermedades, sino enfermos y que por ello deben considerarse sus particularidades al momento del diagnóstico y del tratamiento.
En un país que durante décadas ha convivido con la inflación, su análisis no queda exclusivamente en manos de los especialistas que se realiza espontáneamente en el conjunto de la sociedad y de sus particulares necesidades e intereses.
Por ello deberíamos diferenciar los distintos conceptos que se utilizan por este tema y analizarlos en función de lo que cada uno quiere cargarle como respuesta a su solución, o más apropiadamente, a su capacidad de adaptación al fenómeno.
Un tema es la inflación y otra es su medición, que puede o no coincidir con otros dos conceptos: la apreciación colectiva sobre su existencia y lo que queremos hacer con la inflación.
Lo primero, inflación, se lo llama al aumento permanente, generalizado y autoalimentado de los precios en todas sus magnitudes, desde los insumos para la producción hasta los productos finales sin que existan bajas compensatorias o períodos de estancamiento, o paz de los precios.
Lo anterior no tiene nada que ver con aumentos circunstanciales, esporádicos de algunos precios que, a veces, suelen bajar cuando cambian esas circunstancias, por ejemplo el precio del tomate fuera de estación.
Es distinto la medición de la inflación, que es otro tema más controvertido, porque entran a tallar las estadísticas que se manejan con los términos medios, por lo tanto no reflejan, necesariamente, mi particular visión de los aumentos de los precios de los productos que compro.
¿Es válido, que el ama de casa de clase media baja con familia tipo, mida su inflación con los precios del laminado de acero? O ¿será válido el índice que mide el precio de la papa para el industrial metalúrgico. Pareciera que no.
Cuando nos enfrentamos al problema estadístico de la medición, recordamos la paradojal afirmación que si el consumo per cápita es de un pollo por día, alguien se está comiendo el que yo desecho porque no me gusta la carne de ave.
La medición de la inflación del INDEC, tan controvertida, está referida a la canasta familiar de una familia tipo y su forma científica de estimarla -selección de la muestra y encuestas de hogares, selección de productos característicos y puntos de comercio a relevar, periodicidad de la toma de precios, ponderaciones y resúmenes con los errores estadísticos- implican ingentes esfuerzos intelectuales, humanos y financieros para calcularla.
Se le ha perdido credibilidad. Pero: ¿por qué le debemos asignar más credibilidad a las estimaciones basadas en supuestos ignotos, bases de datos imprecisos, escasa uniformidad en el relevamiento y periodicidad del relevamiento esporádico cuando lo ha habido y no han sido sólo sumatoria de datos aislados no consistentes?
Por ello, más allá que podríamos manejarnos con un conjunto de índices de precios para utilizarlos en cada segmento o sector de la economía o de la sociedad y no pretender tener uno solo como explicativo universal; es necesario diferenciar los otros dos conceptos que, desde el punto de vista político, económico y social son más relevantes.
Si en la Argentina actual, hablamos de la inflación, es que existe una apreciación colectiva de su existencia aunque difiramos de su magnitud, de sus consecuencias y de las medidas de corrección o de adaptación.
Con la «inflación del supermercado» el gremialista pretenderá aumento de salarios; el de la cueva del mercado paralelo pretenderá convencer que es negocio comprar a 6,90 el dólar, mientras que el industrial hablará de atraso cambiario, y el exportador de soja pretenderá retener la liquidación de la cosecha esperando un mágico blanqueo del dólar oficial al eufemísticamente denominado «blue»(¡!), aunque su color sea «black».
Digamos que hay «especulación explícita», todos tratan de interpretar la inflación como un mal del cual no tienen responsabilidad alguna y justifican la defensa de sus intereses, que muchas veces es en realidad codicia, como una respuesta inevitable para sobrevivir en esta «Argentina que no se parece a otros países vecinos».
Lo que no es ni tan explícita ni tan uniformemente aceptada es la propuesta de solución porque inflación, además, implica transferencias de ingresos entre el Estado, las familias y las empresas; así como las medidas antiinflacionarias significan reasignaciones de esos ingresos repartidos entre los agentes económicos y la sociedad misma.
Cualquier transferencia de ingresos tiene como correlato al menos tres grandes manifestaciones con repercusiones políticas: efectos sobre el empleo y el crecimiento; nuevos paradigmas de poder político; y, aparición de conflictos sociales.
¿Estamos todos dispuestos a medidas antiinflacionarias que reduzcan el empleo y el crecimiento?
Una política de restricción monetaria y ajuste del gasto público: ¿Debilita el poder popular y pone al Gobierno a expensas de las corporaciones económicas dominantes?
¿Cuál conflicto social es más tolerable, el de los propietarios ante un impuestazo o el de los pobres que perdieron un subsidio del Estado?
En economía, cuando se crece, salvo el período de absorción de la capacidad instalada ociosa y el alto desempleo de donde se parte, en algún momento el crecimiento de la demanda de los bienes supera al de la inversión porque esta última crece a saltos, generalmente actúa con tiempo de espera en la reacción y está sujeta al temor de los vaivenes políticos.
Si el crecimiento no fuera por el lado de la demanda interna, sino por las exportaciones, en algún momento habrá inflación importada por los precios internacionales en suba -p.e. el petróleo o la soja- y por la mayor cantidad de dinero en la economía. Salvo que el planteamiento sea una fuerte concentración de la riqueza con salida o fuga de capitales.
Entre la inflación «cero» de los cementerios y la hiperinflación, existen muchos diagnósticos y muchas propuestas, está en cada sociedad definir las prioridades en los cuatro objetivos de toda política económica: pleno empleo, crecimiento y desarrollo, equilibrio de la balanza de pagos y estabilidad de los precios internos.
(*) Economista. Profesor de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA