Sin hacer apología de un mecanismo que implica la disminución del poder adquisitivo lo que provoca un galimatías en las decisiones de consumo y tomando distancia de aquellos sectores que históricamente se han visto beneficiados por una transferencia de riqueza provocada por la devaluación, si existe alguna enseñanza histórica es que ninguna medida de política económica es gratis que cualquier decisión suele tener efectos positivos y negativos.
Es cierto que existen algunas razones objetivas que podrían hacer pensar en una devaluación como necesaria: el deterioro del tipo de cambio real producto del elevado incremento de precios que sufre la economía argentina, la devaluación del real brasileño, y la restricción externa que comprime las exportaciones y, por ende obliga a un control más ajustado de las importaciones, todo eso implica un escaso saldo de balanza comercial.
No obstante, el dato a tener en cuenta es que dentro del propio Gobierno conviven una sumatoria de argumentaciones que justifican el lento avance de la depreciación de la moneda.
Por un lado, existe un sector que vindica la argumentación que dejó, a comienzos de los años setenta, el economista Marcelo Diamand, quien basó su teoría en el tipo de cambio y caracterizó a la economía local como una estructura productiva desequilibrada. Diamand sostenía que en la Argentina, la industria necesitó siempre un dólar más alto que el campo, mucho más competitivo internacionalmente. Según Diamand, esa divergencia lleva sistemáticamente a la crisis de la balanza de pagos, porque el sector industrial no crece en forma sostenida indefinidamente, y esto hace que no logre conseguir las divisas que necesita el sector.
Cuando la inflación se vuelve un problema y no hay una política que tenga en cuenta las distintas productividades de cada sector, cualquier gobierno decide generalmente anclar el tipo de cambio y perjudicar a la industria, decía el célebre economista.
Una visión bastante más generalizada que ostenta consenso dentro del Gobierno señala que el debate del tipo de cambio no debe darse solamente teniendo presente a los sectores productivos: una devaluación excesiva podría golpear nuevamente los salarios, como ocurrió con el fuerte ajuste cambiario de 2002. Entre quienes sostienen esta posición se encuentra Agustín Rossi, el diputado nacional del Frente para la Victoria por Santa Fé, quien hace algunas semanas se quejó: si bien hay una fuerte presión devaluacionista, hay que advertir que la devaluación es mala para los argentinos. Hay que recordar lo que pasó en el 2001 y 2002 cuando se devaluó, lo que aumentó el nivel de pobreza del conjunto de la sociedad. Lo razonable es tratar de romper ese ciclo histórico que repitió Argentina muchas veces; con años de crecimiento y luego frente a un hecho o suceso ligado a la devaluación, se tira por la borda todo lo realizado en los años anteriores, dijo Rossi.
Su opinión refleja buena parte del pensamiento cristinista. La esencia de este pensamiento es que una devaluación del peso actúa como una transferencia de riqueza de los sectores de ingresos fijos (asalariados) a los sectores exportadores. Así que quienes hacen lobby a favor de la devaluación están buscando precisamente eso: aumentar sus ganancias a expensas de quienes no tienen ingresos en divisas, señala un joven economista heterodoxo que participa activamente en la militancia oficialista.
Hoy no es lo mismo
Un ala más dura también rechaza el argumento devaluatorio porque señalan que detrás de la presión al dólar, se busca testear la capacidad de gobernabilidad. Las palabras son del titular de la Unidad de Información Financiera (UIF), José Sbatella, quien acumula varios trabajos que abonan la idea de que una devaluación favorece a los sectores que dolarizan sus excedentes. Su argumentación es ampliamente compartida por buena parte de quienes ocupan roles esenciales dentro de la gestión pública. Por otro lado, señalan que hoy una devaluación no es lo mismo que en 2003. La idea central es que si la Argentina devaluara en términos reales, es decir, más allá de lo que marca la inflación, la economía internacional podría no beneficiarse directamente con un aumento de las exportaciones porque la recesión de los países centrales busca precisamente reemplazar sus importaciones con producción local.
Por otro lado, en un contexto inflacionario las presiones salariales de los trabajadores que exigen mayores remuneraciones fogoneados por una depreciación de la moneda reactiva en forma mucho más contundente la carrera entre los salarios y los precios.
A ellos se agregan los desarrollistas, que no ven en el tipo de cambio más que una herramienta más para manejar los destinos económicos. En el mediano plazo la competitividad de la economía debe sostenerse en variables reales como por ejemplo invertir en infraestructura para bajar los costos de transporte de la producción o aumentar la provisión de energía para subir la capacidad de producción industrial. También en educación, para tener mano de obra calificada, señalan en el entorno de Marcó del Pont. Si bien en un contexto con tanta inflación cuesta creerlo, en la entidad rectora sostienen que en el largo plazo, lo que más le conviene a la Argentina es tener una moneda creíble.
Es cierto que existen algunas razones objetivas que podrían hacer pensar en una devaluación como necesaria: el deterioro del tipo de cambio real producto del elevado incremento de precios que sufre la economía argentina, la devaluación del real brasileño, y la restricción externa que comprime las exportaciones y, por ende obliga a un control más ajustado de las importaciones, todo eso implica un escaso saldo de balanza comercial.
No obstante, el dato a tener en cuenta es que dentro del propio Gobierno conviven una sumatoria de argumentaciones que justifican el lento avance de la depreciación de la moneda.
Por un lado, existe un sector que vindica la argumentación que dejó, a comienzos de los años setenta, el economista Marcelo Diamand, quien basó su teoría en el tipo de cambio y caracterizó a la economía local como una estructura productiva desequilibrada. Diamand sostenía que en la Argentina, la industria necesitó siempre un dólar más alto que el campo, mucho más competitivo internacionalmente. Según Diamand, esa divergencia lleva sistemáticamente a la crisis de la balanza de pagos, porque el sector industrial no crece en forma sostenida indefinidamente, y esto hace que no logre conseguir las divisas que necesita el sector.
Cuando la inflación se vuelve un problema y no hay una política que tenga en cuenta las distintas productividades de cada sector, cualquier gobierno decide generalmente anclar el tipo de cambio y perjudicar a la industria, decía el célebre economista.
Una visión bastante más generalizada que ostenta consenso dentro del Gobierno señala que el debate del tipo de cambio no debe darse solamente teniendo presente a los sectores productivos: una devaluación excesiva podría golpear nuevamente los salarios, como ocurrió con el fuerte ajuste cambiario de 2002. Entre quienes sostienen esta posición se encuentra Agustín Rossi, el diputado nacional del Frente para la Victoria por Santa Fé, quien hace algunas semanas se quejó: si bien hay una fuerte presión devaluacionista, hay que advertir que la devaluación es mala para los argentinos. Hay que recordar lo que pasó en el 2001 y 2002 cuando se devaluó, lo que aumentó el nivel de pobreza del conjunto de la sociedad. Lo razonable es tratar de romper ese ciclo histórico que repitió Argentina muchas veces; con años de crecimiento y luego frente a un hecho o suceso ligado a la devaluación, se tira por la borda todo lo realizado en los años anteriores, dijo Rossi.
Su opinión refleja buena parte del pensamiento cristinista. La esencia de este pensamiento es que una devaluación del peso actúa como una transferencia de riqueza de los sectores de ingresos fijos (asalariados) a los sectores exportadores. Así que quienes hacen lobby a favor de la devaluación están buscando precisamente eso: aumentar sus ganancias a expensas de quienes no tienen ingresos en divisas, señala un joven economista heterodoxo que participa activamente en la militancia oficialista.
Hoy no es lo mismo
Un ala más dura también rechaza el argumento devaluatorio porque señalan que detrás de la presión al dólar, se busca testear la capacidad de gobernabilidad. Las palabras son del titular de la Unidad de Información Financiera (UIF), José Sbatella, quien acumula varios trabajos que abonan la idea de que una devaluación favorece a los sectores que dolarizan sus excedentes. Su argumentación es ampliamente compartida por buena parte de quienes ocupan roles esenciales dentro de la gestión pública. Por otro lado, señalan que hoy una devaluación no es lo mismo que en 2003. La idea central es que si la Argentina devaluara en términos reales, es decir, más allá de lo que marca la inflación, la economía internacional podría no beneficiarse directamente con un aumento de las exportaciones porque la recesión de los países centrales busca precisamente reemplazar sus importaciones con producción local.
Por otro lado, en un contexto inflacionario las presiones salariales de los trabajadores que exigen mayores remuneraciones fogoneados por una depreciación de la moneda reactiva en forma mucho más contundente la carrera entre los salarios y los precios.
A ellos se agregan los desarrollistas, que no ven en el tipo de cambio más que una herramienta más para manejar los destinos económicos. En el mediano plazo la competitividad de la economía debe sostenerse en variables reales como por ejemplo invertir en infraestructura para bajar los costos de transporte de la producción o aumentar la provisión de energía para subir la capacidad de producción industrial. También en educación, para tener mano de obra calificada, señalan en el entorno de Marcó del Pont. Si bien en un contexto con tanta inflación cuesta creerlo, en la entidad rectora sostienen que en el largo plazo, lo que más le conviene a la Argentina es tener una moneda creíble.