La Presidenta ha cambiado notablemente su oratoria. Todos los observadores coinciden en que está «más suelta». Yo diría que muchas veces se muestra sencillamente pintoresca.
Antes de esta transformación, desde la muerte de Néstor Kirchner en sus discursos incrustaba bloques de alto dramatismo, cuando mentaba, con la voz estrangulada por la emoción, su soledad y su voluntad de sobreponerse. La intensidad, aunque no ha desaparecido, hoy dura menos. En su lugar, están las ocurrencias de una espontaneidad libre de ataduras, que trae anécdotas, gustos, recuerdos, diálogos con la platea, bromas, sonrisas, miradas de costado, revoloteo de manos y pasos de baile tan expresivos que no sería justo citar sólo por escrito, sin los gestos. No voy a citar, me voy a privar de esa prueba que puede verse en www.presidencia.gov.ar/discursos .
El stand-up comedy presidencial, es decir el momento en que Cristina Kirchner improvisa en primerísima persona, tiene un público que parece disfrutar de esa fórmula escénica. Hace dos días, detuve el cuadro de video sobre una panorámica que mostraba a ese público en un salón de la Casa de Gobierno. Lo vi a Filmus riéndose ante un intercambio de datos sobre el origen étnico del comandante Chávez; quien los proporcionaba a la Presidenta era el secretario de Comercio, que se tocó la cabeza e hizo el gesto de enrularse el pelo. Rápida, la Presidenta captó que los gestos de Moreno sugerían que Chávez tenía mota. Y fue ésa la palabra que empleó. Me imaginé a un Filmus políticamente correcto, en alguna otra vida pasada, predicando ante unos niños que con esas cosas no debía bromearse. Hasta que festejó ese momento del stand-up presidencial, Filmus era un señor correcto, serio, con cara de aburrido, convencional. ¿Qué le pasa a esta gente? ¿Qué creen que se les pide? ¿Qué temen si no se ríen con obsecuencia?
Lo que le pase a Filmus, en realidad, tiene poca importancia. Dejará de reír y seguramente se sentirá más cómodo con un cambio en el estilo presidencial. Las salidas de tono de la Presidenta, cuando incursiona en el stand-up, son la incógnita para analizar. En el pasado, el registro más usual de Cristina Kirchner (mientras fue diputada y senadora) era tecnocrático. Hablaba de corrido una jerga de informe socioeconómico. Era evidente que se aplicaba a preparar esas intervenciones que luego hacía «de memoria». Después de presidentes que improvisaban mal y no aprendían de memoria, como Menem, ganaba de punta a punta. Kirchner era un orador directo, pasional y desgalichado; por el contrario, su esposa parecía la universitaria del tándem. Le faltaba algo para ser una oradora tan buena como se creía: no tenía temperatura escénica (a lo Lula) ni parecía una académica destacada (a lo Fernando Henrique Cardoso o Ricardo Lagos).
Se dirá que estas cuestiones carecen de importancia política. Creo, en cambio, que son importantes, porque no muestran simplemente modos de hablar, sino la relación que alguien mantiene con su propia imagen pública. Cada uno habla del modo en que se siente autorizado a hablar por sus antecedentes o su poder.
Cristina, en esta nueva forma de su oratoria, habla como alguien que piensa que sus más triviales ocurrencias pesan y, por lo tanto, deben ser comunicadas a la ciudadanía. Mientras su oratoria fue tecnocrática y populista (una buena mezcla), era unánime la opinión de que se adecuaba a las necesidades de su lugar político. Se toleraban sus sarcasmos, porque se los consideraba una manifestación de su inteligencia. Después, cuando atravesó el capítulo dramático de poner en escena el dolor y el duelo, recibió la paciente solidaridad de sus oyentes. Ahora, en este giro hacia el stand-up, corre un riesgo que antes no corría: ¿es graciosa cuando canta un jingle o revolea los ojos? Si la parodia falla, el stand-up se desmorona.
Hay una sombra de omnipotencia en este nuevo estilo oratorio de la Presidenta. Los buenos oradores políticos conocen perfectamente cuál es su género y, sobre todo, saben que no todos los géneros les quedan bien. La Presidenta parece haber perdido esta capacidad de distinguir.
A esto podría responderse con dos objeciones. La primera es que sus discursos son exitosos. Tal afirmación es incomprobable, salvo que las plateas cautivas de la Presidenta sean tomadas como adecuada muestra sociológica (como si las risas grabadas de la televisión sirvieran para probar el alto rating de un programa). La segunda objeción es que todo mi argumento carece de importancia y que lo que importa en los políticos es lo que hacen, no lo que dicen.
Es un error separar la acción política del discurso que la acompaña. El estilo de la explicación indica mucho sobre la idea que un político tiene acerca de sí mismo. El profundo autocentramiento de la Presidenta es tan visible en sus discursos como en el verticalismo que es el sello de su gobierno. La forma de sus teleconferencias enfatiza su concentrado personalismo para dirigirse a gobernadores, intendentes o (peor aún) gente de lugares alejados donde se inaugura o reinaugura una obra. Parece una señora que habla con subordinados, a los que trata con una confianza condescendiente que ellos jamás podrían devolver: bromas, preguntas, comentarios van en dirección única, de arriba para abajo. Es paternalista un discurso que coloca a su interlocutor en un lugar desde donde no puede responder sino celebrando a quien le habla. En la primera mitad del siglo XX, se llamó a este estilo populismo oligárquico, de patrón de estancia. Hoy es populismo de burguesa próspera, convencida de que todos sus actos son para beneficiar a esa pobre gente que la escucha.
Sintonizo con frecuencia el canal Unasur. Allí puede escucharse a Chávez, un colorido orador antiimperialista, seguro dentro de esa cultura, y con sensibilidad verbal para diferentes registros: de la maldición a la amenaza, de la promesa a la confianza. Independientemente del juicio que se tenga sobre su política, Chávez tiene estilo. Los discursos de la Presidenta no pertenecen a esa tradición, como si no los hubiera practicado antes. Esto es particularmente evidente cuando se mete en la historia del siglo XIX y primera mitad del XX, con la insegura brevedad de alguien que no avanza por campo conocido.
Todo esto conforma una personalidad política (no hablo de inabordable psicología, sino de rasgos ideológicos). Todos los grandes dirigentes han sido juzgados no sólo por sus obras, sino también por sus discursos, desde Sarmiento hasta Perón. Los discursos son una de las materias en que se expresa y se define un estilo de gobierno y una concepción del poder. El centralismo verticalista produce una atmósfera de encierro, en la que Cristina Kirchner se mueve como si fuera el medio más favorable a su espontaneidad. Si un dirigente cree que está autorizado a decir cualquier cosa en cualquier momento, incluso malos chistes, ha perdido una conciencia de los límites dentro de los que se ejerce siempre, en todas partes, un poder que sea legítimo no sólo por los fines perseguidos, sobre los que puede disentirse, no sólo por los medios utilizados, que pueden discutirse, sino por las formas de comunicarlos.
Cristina Kirchner dijo que, en caso de usar un poco menos la cadena nacional, los opositores malévolos ya estarían preguntándose dónde está la Presidenta. Probablemente tenga razón. Ella es responsable de haber elegido esa incesante estrategia mediática. Si la deja de lado, es obvio que deberá reemplazarla por otra para evitar la pregunta que supone inminente, ya que la oposición en todas sus variantes le parece un ejército cuyo único impulso son las malas intenciones.
© La Nacion.