La Secretaría de Comunicaciones declaró desierta la licitación para adjudicar frecuencias radioeléctricas que ella misma había lanzado un año y medio atrás, y en la que concursaban varias empresas de telefonía celular y otras que pretendían ingresar en el mercado. Sorpresivamente, el Gobierno anunció que esas frecuencias serán adjudicadas de manera directa a la empresa estatal Arsat.
La enorme difusión de las comunicaciones móviles y la evolución tecnológica hacen imprescindible que las empresas cuenten con mayor espectro para que el servicio pueda prestarse con mayor calidad, debido a que el teléfono móvil se usa hoy para transmitir cada vez más cantidad de datos y contenidos audiovisuales o para navegar por Internet, lo cual requiere un uso de las frecuencias mayor que lo que hacía falta para transmitir únicamente comunicaciones de voz. Además, las empresas se ven obligadas a instalar muchas más antenas, creando más celdas o células que permitan «dividir» el uso de frecuencias debido a su escasez. Se encarece así el costo de la prestación, algo que inevitablemente terminan pagando los consumidores, y aumenta además la contaminación visual.
Las normas vigentes obligan a hacer concursos para adjudicar las frecuencias disponibles a las prestadoras que reúnan las condiciones técnicas y ofrezcan el precio más alto por la autorización para usarlas. El último concurso fue realizado en 1999; desde entonces, la telefonía móvil ha mostrado una evolución tecnológica y una difusión difícilmente equiparables con otro servicio.
Las frecuencias que eran objeto de la licitación cancelada habían sido devueltas al Estado por la empresa Movistar, obligada a hacerlo porque al fusionarse con Movicom ambas compañías superaban en conjunto el límite máximo de espectro que el Gobierno les permitía acumular. A la licitación habían concurrido las demás empresas del sector, Claro y Personal, y también Nextel, que no opera hoy la tecnología celular y aspiraba a convertirse en un nuevo operador. Era una oportunidad para aumentar la competencia y la oferta de servicios.
El Estado tampoco ha licitado otras frecuencias que tiene disponibles y que son necesarias para que los usuarios argentinos accedan a los servicios de cuarta generación, que sí tendrán varios países de América latina.
Como en este caso la intervención estatal no podía justificarse por el fracaso de la actividad privada -por el contrario, la Argentina tiene uno de los más altos índices de difusión del servicio celular en todas las capas sociales?, el ministro De Vido justificó la decisión con la excusa de lograr la «soberanía del éter», seguramente inspirado en la curiosa «soberanía monetaria» que sirvió para justificar expropiar una imprenta o en la «soberanía hidrocarburífera» empleada para confiscar el 51% de YPF.
La expresión es desatinada, porque las frecuencias siempre han sido administradas por el Estado, que en este caso, además, las mantuvo ociosas durante años, retrasando la mejora del servicio. El Estado ha resignado ingresos importantes, no sólo porque los interesados en adquirir las frecuencias estaban obligados a pagar importantes sumas a cambio de la autorización, sino también porque las nuevas frecuencias requieren grandes inversiones para su explotación, lo que hubiera redundado en una mayor recaudación impositiva sostenible en el tiempo. El Gobierno ha perdido otra oportunidad y, en su lugar, ha decidido poner en cabeza de los contribuyentes argentinos el costo de instalar, operar y mantener una nueva empresa estatal.
Si se suman la tributación nacional, provincial y municipal, y hasta una contribución especial para financiar el deporte olímpico, va a parar a las arcas públicas aproximadamente el 40% de lo que un usuario de telefonía celular paga por el servicio. Y a ello debe sumarse el impuesto a las ganancias que pagan las propias empresas prestadoras. El Estado, por ende, tiene en ese sector una importante fuente para financiar sus actividades específicas sin necesidad de invertir el dinero de los contribuyentes.
Si en lugar de ganar dinero como cualquier empresa, el Estado sólo estuviera motivado por el deseo de beneficiar a los consumidores, bastaría con disminuir los impuestos o promover más inversión adjudicando las frecuencias sin costo, a cambio de exigir a las adjudicatarias estrictas obligaciones de cobertura y calidad de servicio.
No existe justificación alguna para que el Estado se inmiscuya en la prestación de un servicio que viene siendo prestado por empresas privadas en un régimen de competencia.
Las funciones del Estado deben limitarse a sostener un marco regulatorio razonable y predecible, que estimule la inversión y apunte a controlar seriamente a los prestadores privados en defensa de los derechos de los consumidores. No es de esperar que un gobierno que mantiene intervenidos a todos los entes de control, incluida la Comisión Nacional de Comunicaciones, fiscalice con rigor a su propia empresa de telefonía celular.
Existen demasiadas necesidades sociales insatisfechas en áreas que indudablemente competen al sector público, como la salud, la seguridad y la Justicia, como para distraer recursos en aventuras empresarias de las que el país tiene, lamentablemente, triste memoria..
¿En serio pensarán que estas lobbeadas chotas pueden incidir en el curso de los acontecimientos?
No entendieron nada.