Hay que despejar la maleza que mezcla realidad y relato. La conclusión es, entonces, que Cristina Kirchner acaba de vivir una de las peores semanas que le tocó desde que fue reelegida.
La pobreza política de su gira por Estados Unidos coincidió con su decisión de agravar la tensión con el Fondo Monetario Internacional y de aguijonear a Washington con antiguas y ofensivas ironías. Se metió en un berenjenal de aislamiento y de incierto final con su decisión de entablar conversaciones con el extravagante régimen de Irán, pero el plato fuerte de su tribulación se sirvió en dos prestigiosas universidades norteamericanas. Ahí, entre alumnos libres de venganzas kirchneristas, la Presidenta demostró que no está en condiciones de dar conferencias de prensa en su país. La verdad a medias, la falta de verdad o el doble rasero son imposibles de sostener con una retórica tan pura como invertebrada.
¿Qué le pasa a la Presidenta? En el orden de su universo sólo caben la disciplina, el silencio y el acatamiento. En Georgetown y en Harvard chocó con la interpelación y, en algunos momentos, con la refutación. No tolera irreverencias. Cometió el sincericidio de manifestar su sorpresa: había ido a Harvard y no a La Matanza, dijo. La Matanza le dio noches de alegrías electorales, pero el glamour intelectual de aquellas universidades norteamericanas pudo más que su necesidad política.
Entonces empezó su conflicto con la verdad. La inflación no existe tal como la describen. Ella habla todos los días con los periodistas. Hizo, campante, tales aseveraciones.
A las sociedades se les puede mentir sobre hechos difíciles de comprobar rápidamente. Es imposible, en cambio, contarles otra realidad sobre los precios del supermercado o sobre lo que ven todos los días. Tiene un atenuante cuando habla del costo de vida: la Presidenta no va al supermercado desde hace más de 20 años.
Carece de cualquier justificación, por el contrario, su supuesta relación fluida con el periodismo o la descripción del periodismo argentino como una bestia suelta en las conferencias de prensa. Podía suponerse que el tema de la inflación era consecuencia de la desinformación, pero no el otro. Es razonable deducir, por lo tanto, que aplicó allá su particular y pública teoría: «Truchemos todo».
Algo más se deslizó entre sus varias exposiciones en Nueva York y Boston. Cierto fastidio. Un dejo de enfado. Los cacerolazos del 13 de septiembre han repercutido en su estado de ánimo. Los caceroleros no la dejaron en paz ni siquiera en su lujosa madriguera frente al Central Park. Debió aceptar que la re-reelección no es su tema, por ahora, aunque en su país siempre se había fugado de la definición. Las cacerolas habían tenido su efecto. La oposición a la reforma de la Constitución fue una bandera unificadora de la protesta callejera de hace quince días.
En Buenos Aires, a esas mismas horas, el infaltable juez Norberto Oyarbide caía de una causa (contra otro hombre irremediable, Guillermo Moreno) por obra del monótono batir de las cacerolas. Cambiaba el clima político. Ya el poder tiene evidentes límites para hacer o decir cualquier cosa.
Párrafo aparte merecen los escraches a Moreno y a Oyarbide. Ellos han sembrado vientos y huracanes. Moreno es una extraña extrapolación de funcionarios de la dictadura militar. Ofender y humillar es su profesión. Oyarbide debió irse de la Justicia hace diez años. No sólo se quedó, sino que decidió ostentar riquezas imposibles y ser funcional al poder del kirchnerismo. Gracias a ese juez, la Presidenta pudo decir en Harvard que su fortuna es producto de su carrera de «exitosa abogada». Le estaban preguntando por el satelital aumento de su fortuna desde 2003 hasta ahora. ¿Cuándo fue abogada en estos años de poder y de fortuna? ¿En dónde, si en ese período no pudo ejercer la abogacía? ¿Cómo no sentirse incómoda cuando la verdad puede ser autoincriminatoria?
Sin embargo, una cosa es la protesta colectiva y pacífica en el común espacio público. Otra cosa es el escrache individual. El escrache es un método que creó el fascismo y que perfeccionó el nazismo. Es un modo de agresión personal que expresa a una sociedad violenta e incivilizada.
El kirchnerismo espoleó el escrache con sus adversarios, pero ese antecedente (que nunca antes provocó un repudio del Gobierno) no legitima el recurso. Al contrario. Es lo que debe cambiar. No hay fines nobles que puedan alcanzarse con medios innobles.
Una indignada más
En Nueva York, esta vez la Presidenta sólo se reunió con el presidente egipcio, Mohamed Mursi, cuando en otros viajes a las Naciones Unidas ella o su marido tuvieron encuentros bilaterales con cuatro o cinco líderes extranjeros. Coincidieron con ella este año el presidente francés, la presidenta brasileña, el jefe del gobierno español y hasta el propio Barack Obama, entre varios más. No habló con ninguno. Hizo referencia a España en su discurso ante la ONU para contar que hubo en Madrid graves enfrentamientos entre indignados y la policía. Culpó a las «políticas ortodoxas, neoliberales e insensibles» aplicadas por Mariano Rajoy. Es decir, fue una indignada más.
En Madrid hubo, según la prensa española, 6000 manifestantes, una cantidad muy pequeña comparada con los caceroleros argentinos del pasado día 13. Para su gobierno, la decena de miles de manifestantes argentinos fueron expresiones de una clase media frívola e indiferente, preocupada por los malls de Miami. Indignada en Madrid. Despectiva en Buenos Aires. En las dos ciudades hubo ciudadanos que protestaron contra su gobierno. A Cristina no le importó la contradicción; le importa colocar los hechos en el molde de la ideología que la atrapa y la define.
La ideología la acercó al presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, para negociar sobre la devastadora masacre de la AMIA. Siete funcionarios iraníes han sido acusados por la justicia argentina. Dicen que llegó hasta él de la mano de Hugo Chávez, que sueña con un comercio mundial al margen de las grandes potencias económicas.
Cristina negociará con los acusados sobre qué jueces les conviene para esclarecer un criminal atentado, que se llevó 85 vidas inocentes, cometido en territorio argentino. Esgrimió una particular «doctrina Lockerbie» que no existe; aquel atentado fue juzgado por jueces escoceses porque el avión de Pan Am derribado cayó sobre territorio de Escocia. Un tercer país para hacer justicia sería una enorme injusticia para su propio país.
Lo más contrastante fue el discurso de los dos presidentes. Cristina le pidió a Irán «soluciones concretas», pero el presidente iraní contestó que él le contará la verdad sobre lo que pasó en la AMIA y que su prioridad es ampliar la relación bilateral. Hablaban de dos cosas distintas o los discursos públicos esconden secretos que nadie conoce. Los gobiernos norteamericano e israelí reaccionaron en el acto con críticas a la decisión argentina. Cristina compró el aislamiento iraní a cambio de nada. ¿De nada?
Un crimen
¿De qué verdad quiere hablar Ahmadinejad? ¿Acaso sólo de «malentendidos», como anticipó, para hacer justicia con tanta muerte y destrucción? ¿Qué verdad quiere escuchar Cristina? El presidente iraní acaba de decirle a la CNN, aludiendo a la agraviante filmación sobre Mahoma, que «la libertad de expresión es en muchos sitios un crimen». Ahí aparecen las coincidencias. Es una discusión medieval, pero actual en la Argentina kirchnerista.
La Argentina podría ser un sitio donde la expresión es un crimen. El Consejo de la Magistratura convocó sorpresivamente para mañana a una reunión plenaria para designar al juez que debería dictar sentencia sobre la cautelar que protege las propiedades del Grupo Clarín. Ese eventual juez debería decidir sobre el fondo de la cuestión: la constitucionalidad o la inconstitucionalidad de un artículo de la ley de medios que apura la desinversión de los actuales propietarios.
La candidata a ocupar ese juzgado vacante es una kirchnerista con antecedentes de kirchnerista. El concurso que la habilitó para llegar a esta instancia fue denunciado penalmente y está siendo investigado. El oficialismo no tiene los dos tercios necesarios para designar a los jueces. No los tiene ni los tendrá, aseguró el diputado Oscar Aguad, representante de la oposición en el Consejo.
¿Qué se propuso el Gobierno entonces cuando llamó a esa reunión? ¿Una sorpresa, quizás? ¿Un escándalo, tal vez? Silencio. Después de las torpezas de Georgetown y de Harvard, está visto, como nunca antes, que el kirchnerismo se siente mejor en medio del misterio, encerrado entre enigmas.
La pobreza política de su gira por Estados Unidos coincidió con su decisión de agravar la tensión con el Fondo Monetario Internacional y de aguijonear a Washington con antiguas y ofensivas ironías. Se metió en un berenjenal de aislamiento y de incierto final con su decisión de entablar conversaciones con el extravagante régimen de Irán, pero el plato fuerte de su tribulación se sirvió en dos prestigiosas universidades norteamericanas. Ahí, entre alumnos libres de venganzas kirchneristas, la Presidenta demostró que no está en condiciones de dar conferencias de prensa en su país. La verdad a medias, la falta de verdad o el doble rasero son imposibles de sostener con una retórica tan pura como invertebrada.
¿Qué le pasa a la Presidenta? En el orden de su universo sólo caben la disciplina, el silencio y el acatamiento. En Georgetown y en Harvard chocó con la interpelación y, en algunos momentos, con la refutación. No tolera irreverencias. Cometió el sincericidio de manifestar su sorpresa: había ido a Harvard y no a La Matanza, dijo. La Matanza le dio noches de alegrías electorales, pero el glamour intelectual de aquellas universidades norteamericanas pudo más que su necesidad política.
Entonces empezó su conflicto con la verdad. La inflación no existe tal como la describen. Ella habla todos los días con los periodistas. Hizo, campante, tales aseveraciones.
A las sociedades se les puede mentir sobre hechos difíciles de comprobar rápidamente. Es imposible, en cambio, contarles otra realidad sobre los precios del supermercado o sobre lo que ven todos los días. Tiene un atenuante cuando habla del costo de vida: la Presidenta no va al supermercado desde hace más de 20 años.
Carece de cualquier justificación, por el contrario, su supuesta relación fluida con el periodismo o la descripción del periodismo argentino como una bestia suelta en las conferencias de prensa. Podía suponerse que el tema de la inflación era consecuencia de la desinformación, pero no el otro. Es razonable deducir, por lo tanto, que aplicó allá su particular y pública teoría: «Truchemos todo».
Algo más se deslizó entre sus varias exposiciones en Nueva York y Boston. Cierto fastidio. Un dejo de enfado. Los cacerolazos del 13 de septiembre han repercutido en su estado de ánimo. Los caceroleros no la dejaron en paz ni siquiera en su lujosa madriguera frente al Central Park. Debió aceptar que la re-reelección no es su tema, por ahora, aunque en su país siempre se había fugado de la definición. Las cacerolas habían tenido su efecto. La oposición a la reforma de la Constitución fue una bandera unificadora de la protesta callejera de hace quince días.
En Buenos Aires, a esas mismas horas, el infaltable juez Norberto Oyarbide caía de una causa (contra otro hombre irremediable, Guillermo Moreno) por obra del monótono batir de las cacerolas. Cambiaba el clima político. Ya el poder tiene evidentes límites para hacer o decir cualquier cosa.
Párrafo aparte merecen los escraches a Moreno y a Oyarbide. Ellos han sembrado vientos y huracanes. Moreno es una extraña extrapolación de funcionarios de la dictadura militar. Ofender y humillar es su profesión. Oyarbide debió irse de la Justicia hace diez años. No sólo se quedó, sino que decidió ostentar riquezas imposibles y ser funcional al poder del kirchnerismo. Gracias a ese juez, la Presidenta pudo decir en Harvard que su fortuna es producto de su carrera de «exitosa abogada». Le estaban preguntando por el satelital aumento de su fortuna desde 2003 hasta ahora. ¿Cuándo fue abogada en estos años de poder y de fortuna? ¿En dónde, si en ese período no pudo ejercer la abogacía? ¿Cómo no sentirse incómoda cuando la verdad puede ser autoincriminatoria?
Sin embargo, una cosa es la protesta colectiva y pacífica en el común espacio público. Otra cosa es el escrache individual. El escrache es un método que creó el fascismo y que perfeccionó el nazismo. Es un modo de agresión personal que expresa a una sociedad violenta e incivilizada.
El kirchnerismo espoleó el escrache con sus adversarios, pero ese antecedente (que nunca antes provocó un repudio del Gobierno) no legitima el recurso. Al contrario. Es lo que debe cambiar. No hay fines nobles que puedan alcanzarse con medios innobles.
Una indignada más
En Nueva York, esta vez la Presidenta sólo se reunió con el presidente egipcio, Mohamed Mursi, cuando en otros viajes a las Naciones Unidas ella o su marido tuvieron encuentros bilaterales con cuatro o cinco líderes extranjeros. Coincidieron con ella este año el presidente francés, la presidenta brasileña, el jefe del gobierno español y hasta el propio Barack Obama, entre varios más. No habló con ninguno. Hizo referencia a España en su discurso ante la ONU para contar que hubo en Madrid graves enfrentamientos entre indignados y la policía. Culpó a las «políticas ortodoxas, neoliberales e insensibles» aplicadas por Mariano Rajoy. Es decir, fue una indignada más.
En Madrid hubo, según la prensa española, 6000 manifestantes, una cantidad muy pequeña comparada con los caceroleros argentinos del pasado día 13. Para su gobierno, la decena de miles de manifestantes argentinos fueron expresiones de una clase media frívola e indiferente, preocupada por los malls de Miami. Indignada en Madrid. Despectiva en Buenos Aires. En las dos ciudades hubo ciudadanos que protestaron contra su gobierno. A Cristina no le importó la contradicción; le importa colocar los hechos en el molde de la ideología que la atrapa y la define.
La ideología la acercó al presidente de Irán, Mahmoud Ahmadinejad, para negociar sobre la devastadora masacre de la AMIA. Siete funcionarios iraníes han sido acusados por la justicia argentina. Dicen que llegó hasta él de la mano de Hugo Chávez, que sueña con un comercio mundial al margen de las grandes potencias económicas.
Cristina negociará con los acusados sobre qué jueces les conviene para esclarecer un criminal atentado, que se llevó 85 vidas inocentes, cometido en territorio argentino. Esgrimió una particular «doctrina Lockerbie» que no existe; aquel atentado fue juzgado por jueces escoceses porque el avión de Pan Am derribado cayó sobre territorio de Escocia. Un tercer país para hacer justicia sería una enorme injusticia para su propio país.
Lo más contrastante fue el discurso de los dos presidentes. Cristina le pidió a Irán «soluciones concretas», pero el presidente iraní contestó que él le contará la verdad sobre lo que pasó en la AMIA y que su prioridad es ampliar la relación bilateral. Hablaban de dos cosas distintas o los discursos públicos esconden secretos que nadie conoce. Los gobiernos norteamericano e israelí reaccionaron en el acto con críticas a la decisión argentina. Cristina compró el aislamiento iraní a cambio de nada. ¿De nada?
Un crimen
¿De qué verdad quiere hablar Ahmadinejad? ¿Acaso sólo de «malentendidos», como anticipó, para hacer justicia con tanta muerte y destrucción? ¿Qué verdad quiere escuchar Cristina? El presidente iraní acaba de decirle a la CNN, aludiendo a la agraviante filmación sobre Mahoma, que «la libertad de expresión es en muchos sitios un crimen». Ahí aparecen las coincidencias. Es una discusión medieval, pero actual en la Argentina kirchnerista.
La Argentina podría ser un sitio donde la expresión es un crimen. El Consejo de la Magistratura convocó sorpresivamente para mañana a una reunión plenaria para designar al juez que debería dictar sentencia sobre la cautelar que protege las propiedades del Grupo Clarín. Ese eventual juez debería decidir sobre el fondo de la cuestión: la constitucionalidad o la inconstitucionalidad de un artículo de la ley de medios que apura la desinversión de los actuales propietarios.
La candidata a ocupar ese juzgado vacante es una kirchnerista con antecedentes de kirchnerista. El concurso que la habilitó para llegar a esta instancia fue denunciado penalmente y está siendo investigado. El oficialismo no tiene los dos tercios necesarios para designar a los jueces. No los tiene ni los tendrá, aseguró el diputado Oscar Aguad, representante de la oposición en el Consejo.
¿Qué se propuso el Gobierno entonces cuando llamó a esa reunión? ¿Una sorpresa, quizás? ¿Un escándalo, tal vez? Silencio. Después de las torpezas de Georgetown y de Harvard, está visto, como nunca antes, que el kirchnerismo se siente mejor en medio del misterio, encerrado entre enigmas.