Por Roberto Gargarella
20/10/12 – 11:50
Ernesto Laclau presenta y defiende una peculiar versión del constitucionalismo. Dicha versión encaja bien con el estado de cosas dominante (orden al que, obviamente, viene a justificar) y aparece contrapuesta a un mundo ancho e indeterminado, al que se engloba bajo la idea de “constitucionalismo conservador”. Como la posición de Laclau a la que he accedido combina errores, silencios y ocultamientos graves, quisiera referirme a ella con algún detalle.
Comenzaría mi análisis con un párrafo central a su presentación, en donde Laclau sostiene: “En América latina, por razones muy precisas, los Parlamentos han sido siempre las instituciones a través de las cuales el poder conservador se reconstituía, mientras que muchas veces un Poder Ejecutivo que apela directamente a las masas frente a un mecanismo institucional que tiende a impedir procesos de la voluntad popular es mucho más democrático y representativo. Eso se está dando en América latina de una manera visible hoy día.”
El párrafo es muy vago, ya que nos escamotea cuáles son las “razones muy precisas” de la crítica al Congreso, y cuáles las “muchas veces” del Ejecutivo democrático. Pero su problema no es tanto ése, como el de sugerirnos datos que no son ciertos. Lo que Laclau enuncia con contundencia es falso, a la luz de la historia latinoamericana, en donde, desde la independencia, y durante casi todo el siglo XIX y buena parte del XX el presidencialismo fuerte fue la solución no eventual, sino inequívocamente elegida y exigida por el autoritarismo militarista, católico y conservador.
El “Ejecutivo que apela directamente a las masas”, que entusiasma a Laclau, se tradujo –de modo no necesario pero sí demasiado habitual– en gobiernos poco democráticos, por lo general autoritarios en sus formas, políticamente conservadores y doctrinariamente católicos. Allí están los ejemplos del teócrata García Moreno en Ecuador o del líder autoritario Diego Portales en Chile, entre tantos otros, a comienzos de siglo XIX. Allí encontramos también a todos los duros adalides del modelo de “orden y progreso” de fines del siglo XIX (el general Roca en la Argentina; Rafael Núñez en Colombia; el general Rufino Barrios en Guatemala; el general Guzmán Blanco en Venezuela). En ese mismo registro podemos situar, además, a muchos de los gobernantes autoritarios del siglo XX (desde Porfirio Díaz en México, a comienzos del siglo, a Menem, Fujimori y Uribe –por tomar unos pocos casos– hacia el final). Frente a las evidencias que ofrece la historia latinoamericana, a Laclau no le basta con alegar que no siempre, pero sí en ocasiones, ha habido presidentes de otro tipo: ello no dejaría de señalar que es falsa la idea que él sugiere, y que nos invita a reconocer como regla, antes que como absoluta excepción, la existencia de presidentes muy poderosos, poco controlados, y a la vez más democráticos (aun tomando a “democráticos” como sinónimo de “emancipadores”).
Del mismo modo, y contra lo que Laclau sugiere con absoluta contundencia (“los Parlamentos han sido siempre las instituciones a través de las cuales el poder conservador se reconstituía”), el hecho es que “los Parlamentos” –creados por aquellos Ejecutivos autoritarios que apelaban directamente a las masas– fueron forjados desde el inicio, constitucionalmente, como instituciones opacas, débiles, vaciadas de poder efectivo. No sorprende entonces, por ejemplo, que en la Constitución de Chile de 1822, el Congreso allí diseñado se reúna sólo unos pocos días cada dos años; que en la del ’33 (impulsada por Portales) lo haga sólo tres meses por año; que en la de Ecuador de 1869 (creada por García Moreno) el Congreso sesione sólo dos meses cada dos años, o que en las de Colombia de 1832 y 1843, el Congreso funcione sólo dos meses por año. Es decir, contra lo que afirma Laclau, la historia política y constitucional latinoamericana nos dice que ha habido una fuerte correlación entre presidencialismos autoritarios y la forja –por esos mismos presidentes– de “Congresos de papel”, impotentes, sin facultades, inocuos.
En definitiva, los conocimientos que muestra Laclau en materia constitucional sorprenden por su falta de ajuste con la realidad. Ello, por supuesto, no es un problema –nadie tiene la obligación de ser experto en la materia– salvo que se invoquen argumentos constitucionales para fundar la propia polémica postura (postura que hoy implica, en Laclau, la defensa de un presidencialismo fuerte, poco controlado y con reelección indefinida, cfr. http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-178005-2011-10-02.html).
Laclau podrá decir que las cosas han cambiado en las últimas décadas, y que la mayoría de mis ejemplos se refieren a tiempos remotos. Pero si alega esto, la evidencia otra vez va a resultarle esquiva, porque –también, si no especialmente– en los últimos años, los autoritarios Ejecutivos latinoamericanos han seguido trabajando para fortalecer su propio poder a expensas de “los Parlamentos” por él anatemizados. Los poderosos Ejecutivos regionales han hecho todo lo que estaba a su alcance para doblegarlos: a esos Congresos han buscado sobrepasarlos de distintas maneras, a veces cooptándolos, a veces sometiéndolos, a veces ignorándolos, y muchas otras veces a través de creaciones legales y constitucionales como la delegación de facultades legislativas; las “leyes marco”; los decretos de necesidad y urgencia; la doctrina de las “cuestiones políticas no justiciables”; los poderes de emergencia o en los casos más patológicos, creaciones tales como las “candidaturas testimoniales”.
Laclau cierra su poco ilustrado paseo por el parlamentarismo conservador y dice: “Detrás de toda la cháchara acerca de la defensa del constitucionalismo, de lo que se está hablando es de mantener el poder conservador y de revertir los procesos de cambios que se están dando en nuestras sociedades”.
Poco de lo que sugiere, en verdad, parece estar en juego. Ante todo, si lo que Laclau pretende es ridiculizar las iniciativas parlamentaristas que circulan el país, habrá que avisarle que las mismas se originan hoy, casi exclusivamente, en círculos cercanos al kirchnerismo (ver, por caso, los trabajos del juez Zaffaroni sobre el tema). Si, en cambio, lo que pretende es desmerecer los esfuerzos realizados por parte de las fuerzas de oposición por recuperar los controles sobre el poder, habrá que decirle que ésa ha sido la reacción constitucional habitual (aquí sí podemos hablar de “siempre”), en toda Latinoamérica, luego de gobiernos dictatoriales y autoritarios. De eso se trató la unánime recuperación de la (tradicionalmente denostada y menospreciada) categoría de los “derechos humanos,” luego de la última oleada de gobiernos autoritarios.
Por lo demás, convendrá recordarle a Laclau que, frente al tipo de constitucionalismo verticalista que él defiende, Latinoamérica ha conocido una vertiente republicana/radical de constitucionalismo, alimentada del radicalismo político de los siglos XVIII y XIX. Dicha concepción vino a pedirle al constitucionalismo (no más poder para las viejas oligarquías, sino) más poder popular, para recuperar la capacidad de decisión y control colectivos, sobre la autoridad propia de los que ejercen coyunturalmente el poder. Todavía hoy, fortalecer esa capacidad popular implica democratizar el poder, y toda iniciativa destinada a democratizar al poder implica derruir el presidencialismo. Este tipo de iniciativas, destinadas no a moderar sino a acabar con el presidencialismo, estuvieron claras para el radicalismo político latinoamericano desde comienzos del siglo XIX. Sus referentes (izquierdistas como Francisco Bilbao y Santiago Arcos, radicales como Murillo Toro, anarquistas como Recabarren en Chile o González Prada en Perú) reconocieron desde temprano que la democracia política por la que abogaban implicaba asumir una postura no complaciente sino confrontativa con la autoridad presidencial concentrada.
En la actualidad, la postura que en lo personal me interesa, y que propone confrontar con el presidencialismo, no nos invita a abrazarnos a la alternativa parlamentarista, como sugiere la anodina ciencia política de los 80. Lo que propone es agujerear el sistema representativo actual, tendiendo múltiples puentes (hoy todos bombardeados desde el poder) entre ciudadanos y decisores. El poder debe volver a la ciudadanía, a quien se le prometiera ese poder, y a quien impunemente se le expropiara. El poder debe salir del lugar en donde hoy nuestras desigualitarias sociedades lo han concentrado: las grandes empresas y el poder político centralizado y autonomizado.
Por supuesto, ese presidencialismo discrecional puede actuar de modos muy diversos: puede ayudar a construir el Estado social, como ocurrió a veces, o puede liderar su desmantelamiento, como ocurrió a finales de los 80. En tal sentido, conviene no olvidar que Fujimori, Menem, Collor de Mello o Uribe son perfectos representantes del modelo del Ejecutivo “que apela directamente a las masas”. Silenciar esa información, u ocultarla, es parte del problema que se analiza.
Laclau no es ingenuo al respecto, pero tampoco parece sincero en su argumentación. El reconoce que de su defensa de un presidencialismo concentrado y de elección indefinida se desprenden riesgos serios, pero nos oculta información acerca de sus implicaciones efectivas. Sostiene Laclau: “En primer lugar, tenemos el peligro representado por las reducciones estatistas, que trata de plantear el campo de la lucha política como la lucha parlamentaria en el seno de las instituciones existentes, ignorando que hay nuevas fuerzas sociales que tienen que ir sectando formas institucionales propias que van a, necesariamente, cambiar el sistema institucional vigente. Este reduccionismo liberal de la lucha política, el régimen parlamentario en el seno de las instituciones parlamentarias, es uno de los dos peligros. El segundo de los peligros es lo que yo llamaría la reducción ultralibertaria. Dice que hay que desentenderse enteramente del problema del Estado y crear puramente una democracia de base. Esto ignora que muchas demandas democráticas surgen en el interior de los aparatos del Estado y de los sujetos que esos aparatos han creado y que, por tanto, cualquier tipo de cambio de proyecto, cambio radical, va a tener que cortar transversalmente el campo del Estado, el campo de la sociedad civil”.
Notablemente, peligros como los que él señala son ajenos a las tradiciones radical-republicanas que aquí reivindico, y sí muy propios de la política kirchnerista que él sostiene. Para el kirchnerismo (y hay decenas de declaraciones presidenciales en ese sentido) la lucha política sólo se concibe a partir de una regla como la siguiente: “Si no les gusta lo que hacemos y quieren disputar las soluciones que proponemos, formen su propio partido político y gánennos las próximas elecciones”.
Aquí reside la trampa del argumento que se nos daba: Laclau oculta que la respuesta presidencial a piqueteros rebeldes, movimientos sociales críticos, caceroleros o grupos indigenistas ha sido siempre, recurrentemente, de modo central, exactamente, la que él objeta: la del reduccionismo liberal más reaccionario. En su condición de consejero presidencial, Laclau haría bien en advertirle a la Presidencia (no digo ahora, pero tal vez sí en un futuro viaje al país) las indeseables implicaciones que se derivan de asumir como propia, cotidianamente, esa fea postura liberal, reduccionista y reaccionaria.
La dificultad en juego en el planteo de Laclau es todavía más seria que la señalada, porque el filósofo parece no decidido a ver lo que tiene frente a sus ojos. Denuncia como riesgos hipotéticos del presidencialismo exagerado que defiende lo que son sus realidades actuales, pero al advertirlo se apresura a decir que en nuestra práctica no hay rastros de esos males de los que su teoría nos advierte.
Sostiene Laclau: “Evidentemente, la inversión alrededor de una figura líder tiene el peligro potencial de que esa figura líder se autonomice tanto respecto a aquellos que está representando que al final se corte el cordón umbilical que unía Estado con sociedad. Este peligro está allí, pero no creo que estemos muy cerca de sufrir en los países latinoamericanos; al contrario. Lo que se ha creado es una nueva relación, o se está creando una nueva relación, entre Estados y sociedad civil”. De lo que se trata, agrega, es de “administrar esta tensión potencial y tratar de crear formas articulatorias, formas hegemónicas, que vayan permitiendo sortear (este tipo de) peligros”.
Al respecto, lamentablemente, habrá que decirle a Laclau que no se apresure a huir de su propio argumento. El hecho es que, gracias al tipo de políticos y políticas que él favorece, la figura presidencial se ha autonomizado ya, y lo que es peor, dicha situación no favorece primordialmente al pueblo sino a los grandes grupos empresarios (desde la Barrick Gold a Cristóbal López o Monsanto), que ahora tienen el camino allanado. Para satisfacer sus intereses, les basta con presionar más sobre aquella figura a quien ellos (y no el pueblo) tienen llegada privilegiada y exclusiva. A veces les irá mal, muchas otras bien: para ellos, de lo que se trata es de seguir probando, de seguir mejorando las propuestas de colaboración con el poder. Penosamente, no es la misma la situación de desempleados, trabajadores en negro, obreros precarizados, campesinos expulsados con violencia de sus tierras, pueblos originarios maltratados. La autonomización que teme Laclau, justamente, es la que explica por qué es que el pueblo (sobre todo la significativa parte del pueblo que, aun simpatizando con partes de la gestión de la Presidencia, también la critica, en forma parcial o más completa) no encuentra ni obtiene nunca la posibilidad de interpelar directamente a la figura del Ejecutivo –insisto, nunca. La Presidencia no recibe a grupos de jubilados con críticas en la mano; a piqueteros decididos a hacer conocer sus reclamos; a caceroleros inquietos; a molestos líderes de movimientos sociales; a caciques de grupos indígenas reclamando por las tierras que les han sacado (todos ellos –que me lo desmientan con datos– sólo pueden ser recibidos si su objetivo es escuchar, aplaudir o aprobar alguna política ya fijada de antemano). Los grandes empresarios (o figuras del show business), en cambio, se reúnen a dialogar con la Presidenta cuando ella –como lo hace frecuentemente– los convoca a su lado.
La autonomización presidencial explica la discrecionalidad a la que nos hemos acostumbrado (cada día el pueblo se desayuna con novedades que desconocía y lo sorprenden), que simplemente radicalizan el estilo de decisión “en secreto y por sorpresa” que cultivaba el presidente Menem. Y la preferencia por recibir a empresarios antes que a piqueteros o jubilados o representantes de otros críticos grupos postergados ilustra, diría que sin fallas, los contenidos de las políticas presidenciales. Así, por caso, las preferencias por los bonistas, antes que por los jubilados; la sensibilidad hacia los intereses de las empresas megamineras, antes que hacia los asambleístas que protestan contra ellas; las iniciativas de ley sobre accidentes de trabajo, dedicadas a los empresarios antes que a los accidentados; el completo desinterés por los derechos de aquellos que trabajan en negro o en condiciones precarias; una política de medios que pretende trocar a un poderoso grupo empresario por otro de currículum menos extenso que su prontuario; la inexistencia, en la política oficial, de preocupaciones serias por los derechos de los pueblos originarios; la sistemática negativa a cumplir con los fallos de la Corte que le obligan a incrementar los pagos a los jubilados (en lugar de forzarlos a pelear por sus derechos, a su edad y con la fuerza que no tienen, desde Tribunales). No se trata de que no haya medidas virtuosas. Se trata de la cantidad de medidas reaccionarias e inconstitucionales que, desde hace años, se han estabilizado y frente a las cuales el poder no quiere estar ni siquiera informado –por eso miente todas las cifras, por eso a tales reclamos no quiere escucharlos. Estos problemas, cruciales para cualquier versión emancipadora del constitucionalismo, desaparecen frente a los ojos del constitucionalismo oficial. Al respecto, lo mismo que vale para la Presidencia vale para Laclau: deficiencias políticas y legales como las señaladas, lamentablemente, de lejos no se ven bien, no se entienden, no van a solucionarse.
*Doctor en Derecho. Miembro de Plataforma 2012.
20/10/12 – 11:50
Ernesto Laclau presenta y defiende una peculiar versión del constitucionalismo. Dicha versión encaja bien con el estado de cosas dominante (orden al que, obviamente, viene a justificar) y aparece contrapuesta a un mundo ancho e indeterminado, al que se engloba bajo la idea de “constitucionalismo conservador”. Como la posición de Laclau a la que he accedido combina errores, silencios y ocultamientos graves, quisiera referirme a ella con algún detalle.
Comenzaría mi análisis con un párrafo central a su presentación, en donde Laclau sostiene: “En América latina, por razones muy precisas, los Parlamentos han sido siempre las instituciones a través de las cuales el poder conservador se reconstituía, mientras que muchas veces un Poder Ejecutivo que apela directamente a las masas frente a un mecanismo institucional que tiende a impedir procesos de la voluntad popular es mucho más democrático y representativo. Eso se está dando en América latina de una manera visible hoy día.”
El párrafo es muy vago, ya que nos escamotea cuáles son las “razones muy precisas” de la crítica al Congreso, y cuáles las “muchas veces” del Ejecutivo democrático. Pero su problema no es tanto ése, como el de sugerirnos datos que no son ciertos. Lo que Laclau enuncia con contundencia es falso, a la luz de la historia latinoamericana, en donde, desde la independencia, y durante casi todo el siglo XIX y buena parte del XX el presidencialismo fuerte fue la solución no eventual, sino inequívocamente elegida y exigida por el autoritarismo militarista, católico y conservador.
El “Ejecutivo que apela directamente a las masas”, que entusiasma a Laclau, se tradujo –de modo no necesario pero sí demasiado habitual– en gobiernos poco democráticos, por lo general autoritarios en sus formas, políticamente conservadores y doctrinariamente católicos. Allí están los ejemplos del teócrata García Moreno en Ecuador o del líder autoritario Diego Portales en Chile, entre tantos otros, a comienzos de siglo XIX. Allí encontramos también a todos los duros adalides del modelo de “orden y progreso” de fines del siglo XIX (el general Roca en la Argentina; Rafael Núñez en Colombia; el general Rufino Barrios en Guatemala; el general Guzmán Blanco en Venezuela). En ese mismo registro podemos situar, además, a muchos de los gobernantes autoritarios del siglo XX (desde Porfirio Díaz en México, a comienzos del siglo, a Menem, Fujimori y Uribe –por tomar unos pocos casos– hacia el final). Frente a las evidencias que ofrece la historia latinoamericana, a Laclau no le basta con alegar que no siempre, pero sí en ocasiones, ha habido presidentes de otro tipo: ello no dejaría de señalar que es falsa la idea que él sugiere, y que nos invita a reconocer como regla, antes que como absoluta excepción, la existencia de presidentes muy poderosos, poco controlados, y a la vez más democráticos (aun tomando a “democráticos” como sinónimo de “emancipadores”).
Del mismo modo, y contra lo que Laclau sugiere con absoluta contundencia (“los Parlamentos han sido siempre las instituciones a través de las cuales el poder conservador se reconstituía”), el hecho es que “los Parlamentos” –creados por aquellos Ejecutivos autoritarios que apelaban directamente a las masas– fueron forjados desde el inicio, constitucionalmente, como instituciones opacas, débiles, vaciadas de poder efectivo. No sorprende entonces, por ejemplo, que en la Constitución de Chile de 1822, el Congreso allí diseñado se reúna sólo unos pocos días cada dos años; que en la del ’33 (impulsada por Portales) lo haga sólo tres meses por año; que en la de Ecuador de 1869 (creada por García Moreno) el Congreso sesione sólo dos meses cada dos años, o que en las de Colombia de 1832 y 1843, el Congreso funcione sólo dos meses por año. Es decir, contra lo que afirma Laclau, la historia política y constitucional latinoamericana nos dice que ha habido una fuerte correlación entre presidencialismos autoritarios y la forja –por esos mismos presidentes– de “Congresos de papel”, impotentes, sin facultades, inocuos.
En definitiva, los conocimientos que muestra Laclau en materia constitucional sorprenden por su falta de ajuste con la realidad. Ello, por supuesto, no es un problema –nadie tiene la obligación de ser experto en la materia– salvo que se invoquen argumentos constitucionales para fundar la propia polémica postura (postura que hoy implica, en Laclau, la defensa de un presidencialismo fuerte, poco controlado y con reelección indefinida, cfr. http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-178005-2011-10-02.html).
Laclau podrá decir que las cosas han cambiado en las últimas décadas, y que la mayoría de mis ejemplos se refieren a tiempos remotos. Pero si alega esto, la evidencia otra vez va a resultarle esquiva, porque –también, si no especialmente– en los últimos años, los autoritarios Ejecutivos latinoamericanos han seguido trabajando para fortalecer su propio poder a expensas de “los Parlamentos” por él anatemizados. Los poderosos Ejecutivos regionales han hecho todo lo que estaba a su alcance para doblegarlos: a esos Congresos han buscado sobrepasarlos de distintas maneras, a veces cooptándolos, a veces sometiéndolos, a veces ignorándolos, y muchas otras veces a través de creaciones legales y constitucionales como la delegación de facultades legislativas; las “leyes marco”; los decretos de necesidad y urgencia; la doctrina de las “cuestiones políticas no justiciables”; los poderes de emergencia o en los casos más patológicos, creaciones tales como las “candidaturas testimoniales”.
Laclau cierra su poco ilustrado paseo por el parlamentarismo conservador y dice: “Detrás de toda la cháchara acerca de la defensa del constitucionalismo, de lo que se está hablando es de mantener el poder conservador y de revertir los procesos de cambios que se están dando en nuestras sociedades”.
Poco de lo que sugiere, en verdad, parece estar en juego. Ante todo, si lo que Laclau pretende es ridiculizar las iniciativas parlamentaristas que circulan el país, habrá que avisarle que las mismas se originan hoy, casi exclusivamente, en círculos cercanos al kirchnerismo (ver, por caso, los trabajos del juez Zaffaroni sobre el tema). Si, en cambio, lo que pretende es desmerecer los esfuerzos realizados por parte de las fuerzas de oposición por recuperar los controles sobre el poder, habrá que decirle que ésa ha sido la reacción constitucional habitual (aquí sí podemos hablar de “siempre”), en toda Latinoamérica, luego de gobiernos dictatoriales y autoritarios. De eso se trató la unánime recuperación de la (tradicionalmente denostada y menospreciada) categoría de los “derechos humanos,” luego de la última oleada de gobiernos autoritarios.
Por lo demás, convendrá recordarle a Laclau que, frente al tipo de constitucionalismo verticalista que él defiende, Latinoamérica ha conocido una vertiente republicana/radical de constitucionalismo, alimentada del radicalismo político de los siglos XVIII y XIX. Dicha concepción vino a pedirle al constitucionalismo (no más poder para las viejas oligarquías, sino) más poder popular, para recuperar la capacidad de decisión y control colectivos, sobre la autoridad propia de los que ejercen coyunturalmente el poder. Todavía hoy, fortalecer esa capacidad popular implica democratizar el poder, y toda iniciativa destinada a democratizar al poder implica derruir el presidencialismo. Este tipo de iniciativas, destinadas no a moderar sino a acabar con el presidencialismo, estuvieron claras para el radicalismo político latinoamericano desde comienzos del siglo XIX. Sus referentes (izquierdistas como Francisco Bilbao y Santiago Arcos, radicales como Murillo Toro, anarquistas como Recabarren en Chile o González Prada en Perú) reconocieron desde temprano que la democracia política por la que abogaban implicaba asumir una postura no complaciente sino confrontativa con la autoridad presidencial concentrada.
En la actualidad, la postura que en lo personal me interesa, y que propone confrontar con el presidencialismo, no nos invita a abrazarnos a la alternativa parlamentarista, como sugiere la anodina ciencia política de los 80. Lo que propone es agujerear el sistema representativo actual, tendiendo múltiples puentes (hoy todos bombardeados desde el poder) entre ciudadanos y decisores. El poder debe volver a la ciudadanía, a quien se le prometiera ese poder, y a quien impunemente se le expropiara. El poder debe salir del lugar en donde hoy nuestras desigualitarias sociedades lo han concentrado: las grandes empresas y el poder político centralizado y autonomizado.
Por supuesto, ese presidencialismo discrecional puede actuar de modos muy diversos: puede ayudar a construir el Estado social, como ocurrió a veces, o puede liderar su desmantelamiento, como ocurrió a finales de los 80. En tal sentido, conviene no olvidar que Fujimori, Menem, Collor de Mello o Uribe son perfectos representantes del modelo del Ejecutivo “que apela directamente a las masas”. Silenciar esa información, u ocultarla, es parte del problema que se analiza.
Laclau no es ingenuo al respecto, pero tampoco parece sincero en su argumentación. El reconoce que de su defensa de un presidencialismo concentrado y de elección indefinida se desprenden riesgos serios, pero nos oculta información acerca de sus implicaciones efectivas. Sostiene Laclau: “En primer lugar, tenemos el peligro representado por las reducciones estatistas, que trata de plantear el campo de la lucha política como la lucha parlamentaria en el seno de las instituciones existentes, ignorando que hay nuevas fuerzas sociales que tienen que ir sectando formas institucionales propias que van a, necesariamente, cambiar el sistema institucional vigente. Este reduccionismo liberal de la lucha política, el régimen parlamentario en el seno de las instituciones parlamentarias, es uno de los dos peligros. El segundo de los peligros es lo que yo llamaría la reducción ultralibertaria. Dice que hay que desentenderse enteramente del problema del Estado y crear puramente una democracia de base. Esto ignora que muchas demandas democráticas surgen en el interior de los aparatos del Estado y de los sujetos que esos aparatos han creado y que, por tanto, cualquier tipo de cambio de proyecto, cambio radical, va a tener que cortar transversalmente el campo del Estado, el campo de la sociedad civil”.
Notablemente, peligros como los que él señala son ajenos a las tradiciones radical-republicanas que aquí reivindico, y sí muy propios de la política kirchnerista que él sostiene. Para el kirchnerismo (y hay decenas de declaraciones presidenciales en ese sentido) la lucha política sólo se concibe a partir de una regla como la siguiente: “Si no les gusta lo que hacemos y quieren disputar las soluciones que proponemos, formen su propio partido político y gánennos las próximas elecciones”.
Aquí reside la trampa del argumento que se nos daba: Laclau oculta que la respuesta presidencial a piqueteros rebeldes, movimientos sociales críticos, caceroleros o grupos indigenistas ha sido siempre, recurrentemente, de modo central, exactamente, la que él objeta: la del reduccionismo liberal más reaccionario. En su condición de consejero presidencial, Laclau haría bien en advertirle a la Presidencia (no digo ahora, pero tal vez sí en un futuro viaje al país) las indeseables implicaciones que se derivan de asumir como propia, cotidianamente, esa fea postura liberal, reduccionista y reaccionaria.
La dificultad en juego en el planteo de Laclau es todavía más seria que la señalada, porque el filósofo parece no decidido a ver lo que tiene frente a sus ojos. Denuncia como riesgos hipotéticos del presidencialismo exagerado que defiende lo que son sus realidades actuales, pero al advertirlo se apresura a decir que en nuestra práctica no hay rastros de esos males de los que su teoría nos advierte.
Sostiene Laclau: “Evidentemente, la inversión alrededor de una figura líder tiene el peligro potencial de que esa figura líder se autonomice tanto respecto a aquellos que está representando que al final se corte el cordón umbilical que unía Estado con sociedad. Este peligro está allí, pero no creo que estemos muy cerca de sufrir en los países latinoamericanos; al contrario. Lo que se ha creado es una nueva relación, o se está creando una nueva relación, entre Estados y sociedad civil”. De lo que se trata, agrega, es de “administrar esta tensión potencial y tratar de crear formas articulatorias, formas hegemónicas, que vayan permitiendo sortear (este tipo de) peligros”.
Al respecto, lamentablemente, habrá que decirle a Laclau que no se apresure a huir de su propio argumento. El hecho es que, gracias al tipo de políticos y políticas que él favorece, la figura presidencial se ha autonomizado ya, y lo que es peor, dicha situación no favorece primordialmente al pueblo sino a los grandes grupos empresarios (desde la Barrick Gold a Cristóbal López o Monsanto), que ahora tienen el camino allanado. Para satisfacer sus intereses, les basta con presionar más sobre aquella figura a quien ellos (y no el pueblo) tienen llegada privilegiada y exclusiva. A veces les irá mal, muchas otras bien: para ellos, de lo que se trata es de seguir probando, de seguir mejorando las propuestas de colaboración con el poder. Penosamente, no es la misma la situación de desempleados, trabajadores en negro, obreros precarizados, campesinos expulsados con violencia de sus tierras, pueblos originarios maltratados. La autonomización que teme Laclau, justamente, es la que explica por qué es que el pueblo (sobre todo la significativa parte del pueblo que, aun simpatizando con partes de la gestión de la Presidencia, también la critica, en forma parcial o más completa) no encuentra ni obtiene nunca la posibilidad de interpelar directamente a la figura del Ejecutivo –insisto, nunca. La Presidencia no recibe a grupos de jubilados con críticas en la mano; a piqueteros decididos a hacer conocer sus reclamos; a caceroleros inquietos; a molestos líderes de movimientos sociales; a caciques de grupos indígenas reclamando por las tierras que les han sacado (todos ellos –que me lo desmientan con datos– sólo pueden ser recibidos si su objetivo es escuchar, aplaudir o aprobar alguna política ya fijada de antemano). Los grandes empresarios (o figuras del show business), en cambio, se reúnen a dialogar con la Presidenta cuando ella –como lo hace frecuentemente– los convoca a su lado.
La autonomización presidencial explica la discrecionalidad a la que nos hemos acostumbrado (cada día el pueblo se desayuna con novedades que desconocía y lo sorprenden), que simplemente radicalizan el estilo de decisión “en secreto y por sorpresa” que cultivaba el presidente Menem. Y la preferencia por recibir a empresarios antes que a piqueteros o jubilados o representantes de otros críticos grupos postergados ilustra, diría que sin fallas, los contenidos de las políticas presidenciales. Así, por caso, las preferencias por los bonistas, antes que por los jubilados; la sensibilidad hacia los intereses de las empresas megamineras, antes que hacia los asambleístas que protestan contra ellas; las iniciativas de ley sobre accidentes de trabajo, dedicadas a los empresarios antes que a los accidentados; el completo desinterés por los derechos de aquellos que trabajan en negro o en condiciones precarias; una política de medios que pretende trocar a un poderoso grupo empresario por otro de currículum menos extenso que su prontuario; la inexistencia, en la política oficial, de preocupaciones serias por los derechos de los pueblos originarios; la sistemática negativa a cumplir con los fallos de la Corte que le obligan a incrementar los pagos a los jubilados (en lugar de forzarlos a pelear por sus derechos, a su edad y con la fuerza que no tienen, desde Tribunales). No se trata de que no haya medidas virtuosas. Se trata de la cantidad de medidas reaccionarias e inconstitucionales que, desde hace años, se han estabilizado y frente a las cuales el poder no quiere estar ni siquiera informado –por eso miente todas las cifras, por eso a tales reclamos no quiere escucharlos. Estos problemas, cruciales para cualquier versión emancipadora del constitucionalismo, desaparecen frente a los ojos del constitucionalismo oficial. Al respecto, lo mismo que vale para la Presidencia vale para Laclau: deficiencias políticas y legales como las señaladas, lamentablemente, de lejos no se ven bien, no se entienden, no van a solucionarse.
*Doctor en Derecho. Miembro de Plataforma 2012.