Creer o reventar es la consigna desde que la nueva guardia de funcionarios tomó las riendas de la economía, en plena crisis global. Se agradece que el cacareo de los economistas siga en mute, pero no la ausencia de un debate social sobre lo que vendrá. Una lectura crítica de las encrucijadas políticas del presente y una interpelación a La Cámpora.
Collage: Lucila Quieto
Los argentinos estamos más estatistas que nunca. Según una encuesta que hizo la Universidad Di Tella después de la expropiación de las acciones de Repsol en YPF, la población cree que el Estado es el principal responsable de asegurar su bienestar (82,7%), de crear empleos (81,6%), de reducir la desigualdad entre ricos y pobres (87,3), de proveer las jubilaciones (86,2%) y la salud (87,9%). Más sorprendente aún resulta que un también elevado 68,5% opine que debería ser “dueño de las empresas e industrias más importantes del país”.
Cualquiera de esos porcentajes resultaría disparatado en países como Estados Unidos, donde el capital es religión, la empresa privada es sagrada y muchos trabajadores que perdieron sus empleos por la crisis subprime todavía recitan como un salmo que “la frase que hizo grande a América es ¡estás despedido!”.
El fracaso estrepitoso del neoliberalismo en el mundo y en la región sepultó rápidamente las ilusiones de progreso individual que intentaron sembrar políticos y comunicadores durante toda la década del ‘90, desde la caída del Muro de Berlín. La quebradura en mil pedazos del sistema político en diciembre de 2001 terminó de catalizar un clic en la cabeza de los argentinos. Pero aunque el kirchnerismo hizo carne muchos de esos cambios subjetivos e incluso reestatizó –casi forzado por las circunstancias– empresas paradigmáticas como el Correo Argentino, Aguas Argentinas y luego Aerolíneas, la voluntad social expresada en la encuesta de la Di Tella no tuvo un correlato tan tajante en la realidad. Ni mucho menos.
Las cifras de FLACSO sobre la cúpula empresarial argentina son lapidarias. En 1976, las compañías estatales acaparaban un 38,4% de la facturación total de las 200 mayores empresas del país. Financierización y plata dulce mediante, su porción cayó al 28,9% en 1991, antes del tsunami privatizador. Pero apenas cuatro años después, la proporción se desplomó al 3,4%. Y hacia 2001, en pleno reinado del Consenso de Washington, las estatales llegaron a su mínima expresión, con solo un 1,6%.
¿Qué pasó con el kirchnerismo? Mucha extranjerización inicial, bastante “argentinización” posterior a manos de grupos económicos locales, en general cercanos al Gobierno, pero muy poca recuperación del peso económico del Estado. En 2010, último dato disponible, FLACSO calcula que las empresas estatales facturaban un 3,5% de la masa total de la cúpula, casi lo mismo que en 1995. Claro que este año se sumó la toma de control de YPF, la principal empresa del país por activos y ventas. Y aún falta ver qué ocurre con los trenes y subtes, concesionados a un puñado de contratistas habituados a ventajear al fisco mediantes subsidios y obras.
Que el Estado vuelva a asumir un rol líder como inversor es considerado indispensable por todos los economistas anti-neoliberales. La razón es sencilla: los privados no invierten lo necesario para sostener el crecimiento. Ni los locales ni los extranjeros. La inversión no llega al 25% del PBI y creció menos que el producto durante casi todos los años de la era K. Para peor, según datos del mismísimo INDEC, siete de cada diez pesos computados como “inversión” se destinan a la construcción y a la compra de vehículos de transporte. Es decir, no van a la incorporación de máquinas y nuevas tecnologías que mejoren el perfil productivo y ayuden a sustituir importaciones.
Los portavoces del establishment, en especial el financiero, sostienen que la Argentina no recibe flujos de capital extranjero por haberse “apartado del mundo” primero con el default y luego con la manipulación de estadísticas y ciertos gestos de rebeldía frente al Fondo Monetario y los países del G-7. Ocultan que esas inversiones suelen ser de corto plazo, con bajísima innovación tecnológica y agregado de valor locales y/o deficitarias comercialmente por las importaciones que demandan. Y que encima tie- nen como contrapartida una rápida salida de divisas bajo la forma de dividendos. Por otra parte ¿quién en su sano juicio apostaría su crecimiento futuro a la voluntad de multinacionales europeas o estadounidenses sumergidas en su peor crisis desde 1930? ¿Cómo evitar que esas compañías protejan ante todo el empleo en sus países, condicionadas por gobiernos que pregonan el librecambio pero que hicieron pujantes sus economías a fuerza de proteccionismo en el mejor de los casos y de rapiña semicolonial en el peor?
Desde sus inicios, el principal problema del modelo de acumulación kirchnerista fue el rol protagónico que le asignó a un actor que no se anima siquiera a un papel de reparto: la burguesía “nacional”. Una élite empresarial diversificada y rentista que durante casi todo el siglo XX invirtió apenas lo justo para mantener ese status privilegiado, fugando sistemáticamente divisas al exterior en tiempos de alza, a la espera de que la próxima crisis le pusiera precio de ganga a activos locales –como campos y fábricas– en manos de terceros. Y que sólo aceptó “enterrar” capital en el país en períodos muy acotados y a cambio de que le garantizaran pingües tasas de rentabilidad, por lo general a costa de derechos laborales y del equilibrio ecológico, geográfico y demográfico nacional.
Aun con esa limitación estructural, el arribo de Axel Kicillof a la mesa chica del Gobierno, a principios de este año, inauguró un nuevo tipo de intervención del Estado en las decisiones de las empresas más importantes del país. El paso determinante fue la expropiación de la mayoría accionaria de YPF, cuyo destino dependerá de las formas de asociación que finalmente adopte con el capital privado y de si logra someterlo al designio de producir más y ampliar su horizonte de reservas. Pero los primeros movimientos en este sentido tuvieron lugar en una intervención anterior, que pasó casi inadvertida aunque influirá de manera contundente en la actividad económica del próximo año.
¿De qué intervención hablamos? De la aparición con voz y voto de representantes estatales en las asambleas de accionistas de 42 grandes empresas, gracias a la participación que tenían las AFJP por haber invertido sus fondos en ellas. Compañías como Telecom, Siderar (Techint), Petrobras Argentina, Metrogas, TGS, Pampa (Edenor), Consultatio, Gas Natural BAN; bancos como el Galicia, Patagonia, Francés y el Macro; incluso Metrovías y hasta Clarín debieron tolerar algo inédito: que los jóvenes enviados del nuevo enfant terrible de la economía fueran a sus reuniones anuales a exigir el nombramiento de directores propios y a intentar torcer algunas de sus decisiones.
Ninguna de las participaciones estatales heredadas de las AFJP excede el 25% del capital de esas mega empresas. Bajo la coordinación de Kicillof, sin embargo, los delegados del Gobierno forzaron a la mayoría de esas firmas a reinvertir una porción mayor de sus ganancias en el país y a recortar simétricamente el reparto de dividendos entre los accionistas, muchos de ellos extranjeros.
¿Cómo lo lograron siendo minoría? Con balas de cebita: amenazando con votar en contra de los balances, lo cual habría sido leído en el mercado como una especie de veto gubernamental o una señal de crisis en la relación. Lo confiesan entre susurros varios gerentes de esas firmas consultados por crisis: a ninguna empresa regulada –como las de servicios públicos o los bancos– le sirve reñir con el Gobierno. Tampoco a las que dependen de contratos de obra pública, o de regímenes impositivos especiales o barreras de protección aduaneras, como Techint.
Pero paradójicamente, la tendencia política interna que ungió a Kicillof en el pedestal de consultor estrella que otrora ocuparon Lavagna, Peirano, Lousteau y Boudou también constituye la principal amenaza para el afianzamiento del Estado en ese rol protagónico que está llamado a ocupar, si lo que se pretende es trascender mínimamente la “salida del infierno” que propugnaba Néstor Kirchner en los primeros años 2000. Sí, tanto el combustible como el lastre para el avance están en esa aglomeración denominada La Cámpora, cuya marca de origen fue el funeral público del líder fallecido, que sorprendió a todo el mapa partidario por su crecimiento tumultuoso y que terminó asumiendo el contradictorio papel de juventud conservadora, guardiana de lo logrado y rara vez exigente de cambios más radicales.
En general, hasta ahora, la oposición ha cuestionado a La Cámpora con argumentos más de forma que de fondo. Criticó su ostentación de riqueza, su arribismo y una indefinida “prepotencia juvenil”, con descalificativos que evocan el discurso de Perón contra los “imberbes” en Plaza de Mayo. Pocos reparan en su verdadero talón de Aquiles, que es también el del actual proceso de recuperación del rol del Estado en la economía: la lógica mayoritaria dentro de la agrupación, bien voluntarista y muy poco materialista, basada en “ocupar espacios” y “usar los recursos”, dos adagios reiterados en cualquier conversación con alguno de sus referentes.
Esa lógica interna podría sintetizarse en lo que dijo a este cronista un recientemente incorporado periodista de la agencia Télam, dirigente de esa fuerza: “El partido que gana legítimamente las elecciones se apropia de recursos del Estado, que luego tiene que usar para llevar adelante su programa”. La tesis procuraba justificar la censura y el pensamiento único imperantes en la agencia de noticias del Estado que, para el redactor de las huestes de Máximo Kirchner, “tiene que ser el brazo comunicacional del Gobierno”.
Que un camporista se permita semejante audacia teórica respecto de la agencia estatal de noticias no es especialmente grave, porque el periodismo no deja de ser una actividad económica intrascendente, más allá de la relevancia que pueda llegar a tener en los planos simbólico y político. Bastante más nocivo fue el choque frontal entre los padres peregrinos del camporismo de Aerolíneas (entre los cuales también militaba Kicillof, justo es decirlo) y los gremios aeronáuticos, porque le sirvió a la derecha para machacar contra el Estado –soslayando que con Marsans el fisco también perdía dinero a raudales– y porque desnudó la incapacidad de los funcionarios de la nueva guardia para incorporar a los trabajadores a la gestión estatal de un servicio público clave, que sea eficiente y no por eso atropelle sus derechos.
Para retomar la posta como orientador de la inversión y factor de peso en la economía y para avanzar plantando mojones que no puedan revertirse tan fácilmente, el Estado debe mirarse al revés: trascendiendo en todo al grupo gobernante de turno. Tiene que ceñirse al cumplimiento de objetivos y probar nuevas hipótesis de gestión eficientes, capaces y transformadoras. Lo cual no implica dejar todo en manos de tecnócratas con credenciales importadas sino muy por el contrario, construir nuevas formas de participación popular en la economía y aprovechar el potencial que aún guarda en su seno una sociedad relativamente más educada y productiva y con una inteligencia social históricamente menos fracturada que la de otros países. Eso exigiría a la vez buscar el modo mediante el cual los trabajadores puedan convertirse en sujetos políticos y superen la traba que representa para su desarrollo individual y colectivo la sujeción a los designios de un empresariado impotente y menos nacionalista que los del resto de la región.
La clase privilegiada sabe que le va la vida en revertir los índices de confianza en la intervención estatal que revela la encuesta de la Universidad Di Tella. O al menos en asegurarse que el Estado siga siendo lo que hasta ahora: un mero garante de sus negocios. Por eso se preocupará crecientemente por atacar de forma cada vez más virulenta los flancos débiles de la por ahora tímida contraofensiva estatal: la “politización”, la ausencia de meritocracia, la ineficiencia y el criterio de “ocupar espacios” a puro voluntarismo militante, con una ética y una épica más propias de soldados que de políticos.
Si insiste en esos vicios, La Cámpora no hará más que allanar el camino a la restauración de lo que empezó a cambiar dentro del Estado con la llegada al centro del poder de su primer hijo pródigo.
Collage: Lucila Quieto
Los argentinos estamos más estatistas que nunca. Según una encuesta que hizo la Universidad Di Tella después de la expropiación de las acciones de Repsol en YPF, la población cree que el Estado es el principal responsable de asegurar su bienestar (82,7%), de crear empleos (81,6%), de reducir la desigualdad entre ricos y pobres (87,3), de proveer las jubilaciones (86,2%) y la salud (87,9%). Más sorprendente aún resulta que un también elevado 68,5% opine que debería ser “dueño de las empresas e industrias más importantes del país”.
Cualquiera de esos porcentajes resultaría disparatado en países como Estados Unidos, donde el capital es religión, la empresa privada es sagrada y muchos trabajadores que perdieron sus empleos por la crisis subprime todavía recitan como un salmo que “la frase que hizo grande a América es ¡estás despedido!”.
El fracaso estrepitoso del neoliberalismo en el mundo y en la región sepultó rápidamente las ilusiones de progreso individual que intentaron sembrar políticos y comunicadores durante toda la década del ‘90, desde la caída del Muro de Berlín. La quebradura en mil pedazos del sistema político en diciembre de 2001 terminó de catalizar un clic en la cabeza de los argentinos. Pero aunque el kirchnerismo hizo carne muchos de esos cambios subjetivos e incluso reestatizó –casi forzado por las circunstancias– empresas paradigmáticas como el Correo Argentino, Aguas Argentinas y luego Aerolíneas, la voluntad social expresada en la encuesta de la Di Tella no tuvo un correlato tan tajante en la realidad. Ni mucho menos.
Las cifras de FLACSO sobre la cúpula empresarial argentina son lapidarias. En 1976, las compañías estatales acaparaban un 38,4% de la facturación total de las 200 mayores empresas del país. Financierización y plata dulce mediante, su porción cayó al 28,9% en 1991, antes del tsunami privatizador. Pero apenas cuatro años después, la proporción se desplomó al 3,4%. Y hacia 2001, en pleno reinado del Consenso de Washington, las estatales llegaron a su mínima expresión, con solo un 1,6%.
¿Qué pasó con el kirchnerismo? Mucha extranjerización inicial, bastante “argentinización” posterior a manos de grupos económicos locales, en general cercanos al Gobierno, pero muy poca recuperación del peso económico del Estado. En 2010, último dato disponible, FLACSO calcula que las empresas estatales facturaban un 3,5% de la masa total de la cúpula, casi lo mismo que en 1995. Claro que este año se sumó la toma de control de YPF, la principal empresa del país por activos y ventas. Y aún falta ver qué ocurre con los trenes y subtes, concesionados a un puñado de contratistas habituados a ventajear al fisco mediantes subsidios y obras.
Que el Estado vuelva a asumir un rol líder como inversor es considerado indispensable por todos los economistas anti-neoliberales. La razón es sencilla: los privados no invierten lo necesario para sostener el crecimiento. Ni los locales ni los extranjeros. La inversión no llega al 25% del PBI y creció menos que el producto durante casi todos los años de la era K. Para peor, según datos del mismísimo INDEC, siete de cada diez pesos computados como “inversión” se destinan a la construcción y a la compra de vehículos de transporte. Es decir, no van a la incorporación de máquinas y nuevas tecnologías que mejoren el perfil productivo y ayuden a sustituir importaciones.
Los portavoces del establishment, en especial el financiero, sostienen que la Argentina no recibe flujos de capital extranjero por haberse “apartado del mundo” primero con el default y luego con la manipulación de estadísticas y ciertos gestos de rebeldía frente al Fondo Monetario y los países del G-7. Ocultan que esas inversiones suelen ser de corto plazo, con bajísima innovación tecnológica y agregado de valor locales y/o deficitarias comercialmente por las importaciones que demandan. Y que encima tie- nen como contrapartida una rápida salida de divisas bajo la forma de dividendos. Por otra parte ¿quién en su sano juicio apostaría su crecimiento futuro a la voluntad de multinacionales europeas o estadounidenses sumergidas en su peor crisis desde 1930? ¿Cómo evitar que esas compañías protejan ante todo el empleo en sus países, condicionadas por gobiernos que pregonan el librecambio pero que hicieron pujantes sus economías a fuerza de proteccionismo en el mejor de los casos y de rapiña semicolonial en el peor?
Desde sus inicios, el principal problema del modelo de acumulación kirchnerista fue el rol protagónico que le asignó a un actor que no se anima siquiera a un papel de reparto: la burguesía “nacional”. Una élite empresarial diversificada y rentista que durante casi todo el siglo XX invirtió apenas lo justo para mantener ese status privilegiado, fugando sistemáticamente divisas al exterior en tiempos de alza, a la espera de que la próxima crisis le pusiera precio de ganga a activos locales –como campos y fábricas– en manos de terceros. Y que sólo aceptó “enterrar” capital en el país en períodos muy acotados y a cambio de que le garantizaran pingües tasas de rentabilidad, por lo general a costa de derechos laborales y del equilibrio ecológico, geográfico y demográfico nacional.
Aun con esa limitación estructural, el arribo de Axel Kicillof a la mesa chica del Gobierno, a principios de este año, inauguró un nuevo tipo de intervención del Estado en las decisiones de las empresas más importantes del país. El paso determinante fue la expropiación de la mayoría accionaria de YPF, cuyo destino dependerá de las formas de asociación que finalmente adopte con el capital privado y de si logra someterlo al designio de producir más y ampliar su horizonte de reservas. Pero los primeros movimientos en este sentido tuvieron lugar en una intervención anterior, que pasó casi inadvertida aunque influirá de manera contundente en la actividad económica del próximo año.
¿De qué intervención hablamos? De la aparición con voz y voto de representantes estatales en las asambleas de accionistas de 42 grandes empresas, gracias a la participación que tenían las AFJP por haber invertido sus fondos en ellas. Compañías como Telecom, Siderar (Techint), Petrobras Argentina, Metrogas, TGS, Pampa (Edenor), Consultatio, Gas Natural BAN; bancos como el Galicia, Patagonia, Francés y el Macro; incluso Metrovías y hasta Clarín debieron tolerar algo inédito: que los jóvenes enviados del nuevo enfant terrible de la economía fueran a sus reuniones anuales a exigir el nombramiento de directores propios y a intentar torcer algunas de sus decisiones.
Ninguna de las participaciones estatales heredadas de las AFJP excede el 25% del capital de esas mega empresas. Bajo la coordinación de Kicillof, sin embargo, los delegados del Gobierno forzaron a la mayoría de esas firmas a reinvertir una porción mayor de sus ganancias en el país y a recortar simétricamente el reparto de dividendos entre los accionistas, muchos de ellos extranjeros.
¿Cómo lo lograron siendo minoría? Con balas de cebita: amenazando con votar en contra de los balances, lo cual habría sido leído en el mercado como una especie de veto gubernamental o una señal de crisis en la relación. Lo confiesan entre susurros varios gerentes de esas firmas consultados por crisis: a ninguna empresa regulada –como las de servicios públicos o los bancos– le sirve reñir con el Gobierno. Tampoco a las que dependen de contratos de obra pública, o de regímenes impositivos especiales o barreras de protección aduaneras, como Techint.
Pero paradójicamente, la tendencia política interna que ungió a Kicillof en el pedestal de consultor estrella que otrora ocuparon Lavagna, Peirano, Lousteau y Boudou también constituye la principal amenaza para el afianzamiento del Estado en ese rol protagónico que está llamado a ocupar, si lo que se pretende es trascender mínimamente la “salida del infierno” que propugnaba Néstor Kirchner en los primeros años 2000. Sí, tanto el combustible como el lastre para el avance están en esa aglomeración denominada La Cámpora, cuya marca de origen fue el funeral público del líder fallecido, que sorprendió a todo el mapa partidario por su crecimiento tumultuoso y que terminó asumiendo el contradictorio papel de juventud conservadora, guardiana de lo logrado y rara vez exigente de cambios más radicales.
En general, hasta ahora, la oposición ha cuestionado a La Cámpora con argumentos más de forma que de fondo. Criticó su ostentación de riqueza, su arribismo y una indefinida “prepotencia juvenil”, con descalificativos que evocan el discurso de Perón contra los “imberbes” en Plaza de Mayo. Pocos reparan en su verdadero talón de Aquiles, que es también el del actual proceso de recuperación del rol del Estado en la economía: la lógica mayoritaria dentro de la agrupación, bien voluntarista y muy poco materialista, basada en “ocupar espacios” y “usar los recursos”, dos adagios reiterados en cualquier conversación con alguno de sus referentes.
Esa lógica interna podría sintetizarse en lo que dijo a este cronista un recientemente incorporado periodista de la agencia Télam, dirigente de esa fuerza: “El partido que gana legítimamente las elecciones se apropia de recursos del Estado, que luego tiene que usar para llevar adelante su programa”. La tesis procuraba justificar la censura y el pensamiento único imperantes en la agencia de noticias del Estado que, para el redactor de las huestes de Máximo Kirchner, “tiene que ser el brazo comunicacional del Gobierno”.
Que un camporista se permita semejante audacia teórica respecto de la agencia estatal de noticias no es especialmente grave, porque el periodismo no deja de ser una actividad económica intrascendente, más allá de la relevancia que pueda llegar a tener en los planos simbólico y político. Bastante más nocivo fue el choque frontal entre los padres peregrinos del camporismo de Aerolíneas (entre los cuales también militaba Kicillof, justo es decirlo) y los gremios aeronáuticos, porque le sirvió a la derecha para machacar contra el Estado –soslayando que con Marsans el fisco también perdía dinero a raudales– y porque desnudó la incapacidad de los funcionarios de la nueva guardia para incorporar a los trabajadores a la gestión estatal de un servicio público clave, que sea eficiente y no por eso atropelle sus derechos.
Para retomar la posta como orientador de la inversión y factor de peso en la economía y para avanzar plantando mojones que no puedan revertirse tan fácilmente, el Estado debe mirarse al revés: trascendiendo en todo al grupo gobernante de turno. Tiene que ceñirse al cumplimiento de objetivos y probar nuevas hipótesis de gestión eficientes, capaces y transformadoras. Lo cual no implica dejar todo en manos de tecnócratas con credenciales importadas sino muy por el contrario, construir nuevas formas de participación popular en la economía y aprovechar el potencial que aún guarda en su seno una sociedad relativamente más educada y productiva y con una inteligencia social históricamente menos fracturada que la de otros países. Eso exigiría a la vez buscar el modo mediante el cual los trabajadores puedan convertirse en sujetos políticos y superen la traba que representa para su desarrollo individual y colectivo la sujeción a los designios de un empresariado impotente y menos nacionalista que los del resto de la región.
La clase privilegiada sabe que le va la vida en revertir los índices de confianza en la intervención estatal que revela la encuesta de la Universidad Di Tella. O al menos en asegurarse que el Estado siga siendo lo que hasta ahora: un mero garante de sus negocios. Por eso se preocupará crecientemente por atacar de forma cada vez más virulenta los flancos débiles de la por ahora tímida contraofensiva estatal: la “politización”, la ausencia de meritocracia, la ineficiencia y el criterio de “ocupar espacios” a puro voluntarismo militante, con una ética y una épica más propias de soldados que de políticos.
Si insiste en esos vicios, La Cámpora no hará más que allanar el camino a la restauración de lo que empezó a cambiar dentro del Estado con la llegada al centro del poder de su primer hijo pródigo.