Hablar del consumidor y el ciudadano es un modo de referirse a las dos caras de una misma moneda. En el capitalismo democrático, la forma de organización política y económica característica de Occidente, los individuos, según su actividad dominante, pueden ser descriptos de ambos modos. En el emblemático supermercado, o en cualquier otra situación donde intercambiemos dinero por bienes o servicios, somos consumidores; en el acto de votar, de participar en una manifestación, de peticionar a las autoridades o de comprometernos con una causa general, nos convertimos en ciudadanos.
La porción que les corresponde al ciudadano y al consumidor no es, sin embargo, equitativa. Somos consumidores la mayor parte del tiempo y ciudadanos sólo algunas veces. En rigor, eso tiene una razón primigenia: del consumo depende nuestra subsistencia material, del ejercicio de la ciudadanía, en cambio, sólo la calidad de la vida social. Aunque la corrección política o las buenas intenciones enfaticen la ciudadanía, lo cierto es que prevalece el consumidor sobre el ciudadano. Esa especialización troquela férreamente nuestra personalidad. Es el supremo y perdurable triunfo del capitalismo: habitar en el corazón, espolear el deseo, generar temor por el techo y la comida.
En cierta forma, el desequilibrio entre el ciudadano y el consumidor origina el drama de la legitimación política. ¿Qué es eso, más allá de la jerga especializada? Simplemente la necesidad del dirigente de volverse atractivo para conquistar el poder. Es la competencia por el caudillaje que enseñó Schumpeter. Ahora bien, si somos consumidores a tiempo completo y ciudadanos solo algunas veces, la llave del consentimiento es la capacidad de compra, sea para cubrir necesidades básicas o para sofisticar la dotación de bienes y servicios. En definitiva, se trata de la gran lección para los políticos, por encima de sus ideologías: it’s the economy , según la célebre expresión de la campaña de Bill Clinton.
Bajo estas condiciones, las relaciones de la política con el consumidor se tornan decisivas y tortuosas. El consumidor es la prima donna a conquistar. ¿Cómo seducirlo? ¿De qué modo atraer su atención y conseguir su apoyo? Diría, seguramente simplificando, que hay dos grandes maneras de hacerlo: la sobriedad o la laxitud fiscal. Son opciones generales que se les presentan a los gobiernos para asegurarse la legitimidad.
Acaso la sobriedad se asiente en dos pilares: una moneda sana y un mix adecuado entre comprar y ahorrar, de modo que el consumidor satisfaga sus necesidades, pero también encuentre buenos motivos para postergarlas, conservando y acrecentando sus medios de pago. Algo así como un equilibrio entre la Cigarra y la Hormiga.
La otra opción es la laxitud: azuzar al consumidor, cebarlo, impedirle o desalentarle el ahorro, llenarle el bolsillo de dinero devaluado del que deba desprenderse. Con inflación, tasas de interés nulas y emisión monetaria se consigue ese efecto alucinógeno. Es el triunfo populista de la Cigarra y suele tener buenos resultados en plazos relativamente breves. No se trata, sin embargo, de una estrategia desechable. En primer lugar porque, con diversa consistencia, es hoy la receta mundial para reactivar economías; en segundo lugar, porque es un hecho palpable, concreto: los bienes y servicios mejoran la vida. En tercer lugar, porque se asienta en una tendencia cultural de la modernidad, cuyas incitaciones y solicitudes comprimen el tiempo: las cosas deben suceder ya, la paciencia de la espera es una rémora del pasado.
El verano argentino, aun con oscilaciones, reproduce y amplía la gravitación de las dos caras de la moneda: el consumidor ocupa una vez más el centro escénico, el ciudadano duerme una corta siesta. Las cacerolas, que recientemente se hicieron escuchar, están guardadas. Es hora de disfrutar de la vida. La larga racha del consumo no se ha detenido aún, apenas se atenuó.
Al regreso, el consumidor deberá pagar las cuentas, enfrentarse con la inflación, los impuestos, la educación de los hijos, las interminables cuotas de los electrodomésticos, renovados hace uno o dos años.
Poco a poco el ciudadano volverá por sus fueros: es un año electoral, la controversia política irá en aumento, deberá tomar posición. Regresarán los bombos y las cacerolas, las adhesiones y rechazos que tan bien le sientan al populismo. Pero más allá del ruido y las pasiones, el consumidor -ese gran árbitro de la política moderna- tendrá la última palabra.
© LA NACION.
La porción que les corresponde al ciudadano y al consumidor no es, sin embargo, equitativa. Somos consumidores la mayor parte del tiempo y ciudadanos sólo algunas veces. En rigor, eso tiene una razón primigenia: del consumo depende nuestra subsistencia material, del ejercicio de la ciudadanía, en cambio, sólo la calidad de la vida social. Aunque la corrección política o las buenas intenciones enfaticen la ciudadanía, lo cierto es que prevalece el consumidor sobre el ciudadano. Esa especialización troquela férreamente nuestra personalidad. Es el supremo y perdurable triunfo del capitalismo: habitar en el corazón, espolear el deseo, generar temor por el techo y la comida.
En cierta forma, el desequilibrio entre el ciudadano y el consumidor origina el drama de la legitimación política. ¿Qué es eso, más allá de la jerga especializada? Simplemente la necesidad del dirigente de volverse atractivo para conquistar el poder. Es la competencia por el caudillaje que enseñó Schumpeter. Ahora bien, si somos consumidores a tiempo completo y ciudadanos solo algunas veces, la llave del consentimiento es la capacidad de compra, sea para cubrir necesidades básicas o para sofisticar la dotación de bienes y servicios. En definitiva, se trata de la gran lección para los políticos, por encima de sus ideologías: it’s the economy , según la célebre expresión de la campaña de Bill Clinton.
Bajo estas condiciones, las relaciones de la política con el consumidor se tornan decisivas y tortuosas. El consumidor es la prima donna a conquistar. ¿Cómo seducirlo? ¿De qué modo atraer su atención y conseguir su apoyo? Diría, seguramente simplificando, que hay dos grandes maneras de hacerlo: la sobriedad o la laxitud fiscal. Son opciones generales que se les presentan a los gobiernos para asegurarse la legitimidad.
Acaso la sobriedad se asiente en dos pilares: una moneda sana y un mix adecuado entre comprar y ahorrar, de modo que el consumidor satisfaga sus necesidades, pero también encuentre buenos motivos para postergarlas, conservando y acrecentando sus medios de pago. Algo así como un equilibrio entre la Cigarra y la Hormiga.
La otra opción es la laxitud: azuzar al consumidor, cebarlo, impedirle o desalentarle el ahorro, llenarle el bolsillo de dinero devaluado del que deba desprenderse. Con inflación, tasas de interés nulas y emisión monetaria se consigue ese efecto alucinógeno. Es el triunfo populista de la Cigarra y suele tener buenos resultados en plazos relativamente breves. No se trata, sin embargo, de una estrategia desechable. En primer lugar porque, con diversa consistencia, es hoy la receta mundial para reactivar economías; en segundo lugar, porque es un hecho palpable, concreto: los bienes y servicios mejoran la vida. En tercer lugar, porque se asienta en una tendencia cultural de la modernidad, cuyas incitaciones y solicitudes comprimen el tiempo: las cosas deben suceder ya, la paciencia de la espera es una rémora del pasado.
El verano argentino, aun con oscilaciones, reproduce y amplía la gravitación de las dos caras de la moneda: el consumidor ocupa una vez más el centro escénico, el ciudadano duerme una corta siesta. Las cacerolas, que recientemente se hicieron escuchar, están guardadas. Es hora de disfrutar de la vida. La larga racha del consumo no se ha detenido aún, apenas se atenuó.
Al regreso, el consumidor deberá pagar las cuentas, enfrentarse con la inflación, los impuestos, la educación de los hijos, las interminables cuotas de los electrodomésticos, renovados hace uno o dos años.
Poco a poco el ciudadano volverá por sus fueros: es un año electoral, la controversia política irá en aumento, deberá tomar posición. Regresarán los bombos y las cacerolas, las adhesiones y rechazos que tan bien le sientan al populismo. Pero más allá del ruido y las pasiones, el consumidor -ese gran árbitro de la política moderna- tendrá la última palabra.
© LA NACION.