Es triste y lamentable la deriva de Mario Vargas Llosa en su actitud y posiciones ante la situación en el Medio Oriente y ante Israel en particular. Mundialmente connotado portavoz del ideario democrático y liberal, respecto de Israel exhibe Vargas Llosa un agujero negro en su generalmente perspicaz retina. Su ensayo «Ganar batallas, perder la guerra» , publicado por LA NACION el lunes pasado, es una sumatoria de las miradas más groseramente parciales y abiertamente falsificadoras de esa realidad que circulan el mundo.
Pero importa, primero, ajustar algunas inexactitudes flagrantes de su texto. Vargas Llosa recuerda al escritor israelí David Grossman, cuyo hijo Uri, de 20 años, murió en combate durante la guerra contra la milicia de Hizbalá. Uri Grossman fue alcanzado por un misil del grupo libanes que impactó en el tanque que tripulaba durante la guerra de 2006 en el sur del Líbano, mientras cumplía con su servicio militar obligatorio. Vargas Llosa alude gélidamente a «la pérdida de un hijo militar (sic) en la última guerra en la frontera del Líbano». Uri Grossman no era un «militar». Era un recluta que, como millares de muchachos y chicas israelíes lo vienen haciendo desde el nacimiento del Estado judío, participaba del deber de defender a su patria. En la estremecedora carta que escribió tras la muerte del hijo ( http://www.revistaarcadia.com/impresa/especial/articulo/carta-hijo/30951 ), Grossman homenajea y reconoce esa decisión patriótica de Uri.
Sostiene Vargas Llosa que «el Shin Bet es el servicio de inteligencia de Israel, es decir, los guardianes de su seguridad interna y externa (que) desde la fundación del país, en 1948, han combatido el terrorismo dentro y fuera del territorio israelí». Así dicho, es un error. El Sherut haBitajón haKlalí (Servicio de Seguridad General), más conocido por la abreviatura Shabak (o Shin Bet) es el escudo interno de la defensa israelí, una de las tres ramas de los servicios de inteligencia, junto a Aman (inteligencia militar) y el Mossad (servicio de inteligencia en el exterior). La descripción del Shin Bet por Vargas Llosa es inexacta.
Asegura, además, que «ha sido muy eficaz para impedir atentados contra los gobernantes (sic) israelíes tramados por terroristas islámicos». Error malicioso. Israel es una democracia y el Shin Bet protege a todo el pueblo israelí, no a «los gobernantes», como desliza oblicuamente el escritor peruano. Pero estos errores, llamativos en una persona habitualmente ponderada y cuidadosa en sus afirmaciones, son subalternos respecto de lo verdaderamente grave de su texto.
Dice Vargas Llosa que en Israel hay una «derechización de su sociedad y sus gobiernos», a la que etiqueta extrañamente de «irreversible». De inmediato, asegura que tal fenómeno «seguirá empujando al país hacia una catástrofe que abrasará a todo Medio Oriente y acaso al mundo entero». O sea que el peligro es Israel, la única democracia funcional y existente en el Medio Oriente desde hace 65 años. Ni una palabra de los 60 mil muertos en la terrible tragedia de la guerra civil en la vecina Siria. Ni mención a las sangrientas represiones en Egipto, uno de los escenarios de la llamada «primavera árabe». Silencio sobre los terroristas de Hamás y de Hezbollah. Ni una palabra sobre el programa nuclear iraní. Pero, lo más importante, Vargas Llosa habla de una «derechización» de Israel que, tal como él la presenta, no existe.
Los resultados de las últimas elecciones del 22 de enero revelaron un escenario muy diferente al apocalíptico cuadro inventado por el escritor. Por de pronto, el bloque político encabezado por Benjamín Netanyahu, que se colocó en un primer lugar con 832,099 votos, lo hizo con apenas el 23.25 %, mientras que en las precedentes elecciones de febrero de 2009 la misma alianza sumaba 1.123.631 votos, equivalentes al 35%.
Del mismo modo, mientras que en 2009 los partidos de izquierda Avodá y Meretz sumaban entre ellos unos magros 434.511 votos (13.33% de los votos), el mes pasado totalizaron 573.835 (16.04%). Pero eso es incluso poco de cara a los resultados que vienen de obtener partidos laicos de centro izquierda, como Yesh Atid (Hay un futuro), cuyo líder Yair Lapid recibió 507,879 votos (14.19%). Tres partidos árabes de izquierda -Ta’al (Lista Árabe Unida), Hadash (Frente Democrático por la Paz y la Igualdad) y Balad (Alianza Democrática Nacional)- sumaron 342.827 votos (9.58%).
Además, mientras que tres partidos religiosos fueron votados en 2009 por el 16.22% de los israelíes, los dos partidos religiosos que se presentaron en enero de 2013 recogieron el 14.14%. Es cierto que un partido nuevo que representa a los colonos y cuyo líder Naftalí Bennett expresa posiciones de beligerancia respecto de los palestinos, debutó con el 8.76%, pero si se suman todas las performances de la derecha laica y los religiosos ortodoxos, se llega al 46.15%. Si la misma operación se hace con las fuerzas laicas, de izquierda y centro izquierda -incluyendo, en 2013, a Hatnuá, el movimiento de Tzipi Livni y a Kadima/Adelante, de Shaul Mofaz- se arriba a un 46.92%.
Israel es una colorida y vibrante democracia donde todo el mundo puede votar y ser votado. En las elecciones del mes pasado se presentaron nada menos que 32 partidos diferentes. No hay ningún otro sistema político en el mundo árabe que ofrezca ni remotamente la pluralidad y diversidad de opciones políticas que propone la solitaria y aislada democracia israelí. Sin embargo, Vargas Llosa habla desaprensivamente de que Israel padece de una «derechización de su sociedad y sus gobiernos», la que sería «irreversible». Es una mentira que desmiente los propios números electorales.
Es con desaprensiva actitud paternalista que Vargas Llosa sostiene que «todavía hay un margen de lucidez y sensatez en la opinión pública de Israel que no se deja arrollar por la marea extremista que encabezan los colonos, los partidos religiosos y Benjamín Netanyahu». Deliciosa palabra, «todavía», sobre todo comparada con la lucidez y la sensatez que tendrían, ellos sí, los líderes del extremismo fundamentalista que siguen siendo referentes políticos centrales del pueblo palestino.
Pide Vargas Llosa que Israel enmiende su política, a la que etiqueta «de intransigencia y de fuerza», pero no tiene una sola exigencia ni recomendación que hacerles a los gobernantes palestinos de Gaza que, al igual que Irán, desconocen de raíz el mero derecho israelí a existir.
Para Varga Llosa, es Israel el culpable de la situación por su «reticencia a abrir negociaciones serias con el gobierno palestino». Postula que Israel «se ha ido aislando cada vez más de la comunidad internacional y encerrándose en la paranoia». Llama «paranoia» al hecho de que desde que Israel salió de Gaza en 2005 no cesaron un solo día los lanzamientos de misiles palestinos desde ese territorio, donde no quedó un solo israelí.
Por eso, para Vargas Llosa nada hay que exigirles a los palestinos. Sólo se trata de «convencer a Netanyahu de que reabra las negociaciones y acelere la constitución de un Estado palestino y de acuerdos que garanticen la seguridad y el futuro de Israel». Es una sintaxis curiosa la elegida por Vargas Llosa en su penoso artículo. ¿Es Netanyahu quien debe «acelerar la constitución de un estado palestino»? ¿No tiene el escritor sudamericano nada para proponer, exigir o al menos sugerir a un mundo árabe que hace seis décadas juega desaprensivamente con el dolor del pueblo palestino, mientras la abroquelada burocracia de aparato asentada en Gaza y en la Franja Occidental del Jordán vive de la asistencia internacional desde hace décadas?
Finalmente, consecuencia del desconcertante plano inclinado por el que se desliza, Vargas Llosa endosa los principios rectores del más rancio antisemitismo «progresista» cuando enuncia que «en la sociedad estadounidense, las políticas más extremistas del gobierno israelí cuentan con poderosos partidarios». Y luego sostiene que en los Estados Unidos «hay muchísima gente que, cuando se trata de Israel, prefiere taparse las orejas y los ojos en vez de encarar la realidad». Vargas Llosa avala de esta manera el viejo fantasma de conspiración judía mundial que gobierna al mundo desde Wall Street.
Yo, que lo admiré tanto, que le hice una inolvidable entrevista de dos horas por Radio del Plata en 1993 y un reportaje público multitudinario en la Feria del Libro de 2000 cuando se publicó La fiesta del chivo, me resisto a tomar estas palabras suyas en serio. ¿Será verdad que este artículo desgraciado lo escribió el talentoso Vargas Llosa?
© LA NACION.
Pero importa, primero, ajustar algunas inexactitudes flagrantes de su texto. Vargas Llosa recuerda al escritor israelí David Grossman, cuyo hijo Uri, de 20 años, murió en combate durante la guerra contra la milicia de Hizbalá. Uri Grossman fue alcanzado por un misil del grupo libanes que impactó en el tanque que tripulaba durante la guerra de 2006 en el sur del Líbano, mientras cumplía con su servicio militar obligatorio. Vargas Llosa alude gélidamente a «la pérdida de un hijo militar (sic) en la última guerra en la frontera del Líbano». Uri Grossman no era un «militar». Era un recluta que, como millares de muchachos y chicas israelíes lo vienen haciendo desde el nacimiento del Estado judío, participaba del deber de defender a su patria. En la estremecedora carta que escribió tras la muerte del hijo ( http://www.revistaarcadia.com/impresa/especial/articulo/carta-hijo/30951 ), Grossman homenajea y reconoce esa decisión patriótica de Uri.
Sostiene Vargas Llosa que «el Shin Bet es el servicio de inteligencia de Israel, es decir, los guardianes de su seguridad interna y externa (que) desde la fundación del país, en 1948, han combatido el terrorismo dentro y fuera del territorio israelí». Así dicho, es un error. El Sherut haBitajón haKlalí (Servicio de Seguridad General), más conocido por la abreviatura Shabak (o Shin Bet) es el escudo interno de la defensa israelí, una de las tres ramas de los servicios de inteligencia, junto a Aman (inteligencia militar) y el Mossad (servicio de inteligencia en el exterior). La descripción del Shin Bet por Vargas Llosa es inexacta.
Asegura, además, que «ha sido muy eficaz para impedir atentados contra los gobernantes (sic) israelíes tramados por terroristas islámicos». Error malicioso. Israel es una democracia y el Shin Bet protege a todo el pueblo israelí, no a «los gobernantes», como desliza oblicuamente el escritor peruano. Pero estos errores, llamativos en una persona habitualmente ponderada y cuidadosa en sus afirmaciones, son subalternos respecto de lo verdaderamente grave de su texto.
Dice Vargas Llosa que en Israel hay una «derechización de su sociedad y sus gobiernos», a la que etiqueta extrañamente de «irreversible». De inmediato, asegura que tal fenómeno «seguirá empujando al país hacia una catástrofe que abrasará a todo Medio Oriente y acaso al mundo entero». O sea que el peligro es Israel, la única democracia funcional y existente en el Medio Oriente desde hace 65 años. Ni una palabra de los 60 mil muertos en la terrible tragedia de la guerra civil en la vecina Siria. Ni mención a las sangrientas represiones en Egipto, uno de los escenarios de la llamada «primavera árabe». Silencio sobre los terroristas de Hamás y de Hezbollah. Ni una palabra sobre el programa nuclear iraní. Pero, lo más importante, Vargas Llosa habla de una «derechización» de Israel que, tal como él la presenta, no existe.
Los resultados de las últimas elecciones del 22 de enero revelaron un escenario muy diferente al apocalíptico cuadro inventado por el escritor. Por de pronto, el bloque político encabezado por Benjamín Netanyahu, que se colocó en un primer lugar con 832,099 votos, lo hizo con apenas el 23.25 %, mientras que en las precedentes elecciones de febrero de 2009 la misma alianza sumaba 1.123.631 votos, equivalentes al 35%.
Del mismo modo, mientras que en 2009 los partidos de izquierda Avodá y Meretz sumaban entre ellos unos magros 434.511 votos (13.33% de los votos), el mes pasado totalizaron 573.835 (16.04%). Pero eso es incluso poco de cara a los resultados que vienen de obtener partidos laicos de centro izquierda, como Yesh Atid (Hay un futuro), cuyo líder Yair Lapid recibió 507,879 votos (14.19%). Tres partidos árabes de izquierda -Ta’al (Lista Árabe Unida), Hadash (Frente Democrático por la Paz y la Igualdad) y Balad (Alianza Democrática Nacional)- sumaron 342.827 votos (9.58%).
Además, mientras que tres partidos religiosos fueron votados en 2009 por el 16.22% de los israelíes, los dos partidos religiosos que se presentaron en enero de 2013 recogieron el 14.14%. Es cierto que un partido nuevo que representa a los colonos y cuyo líder Naftalí Bennett expresa posiciones de beligerancia respecto de los palestinos, debutó con el 8.76%, pero si se suman todas las performances de la derecha laica y los religiosos ortodoxos, se llega al 46.15%. Si la misma operación se hace con las fuerzas laicas, de izquierda y centro izquierda -incluyendo, en 2013, a Hatnuá, el movimiento de Tzipi Livni y a Kadima/Adelante, de Shaul Mofaz- se arriba a un 46.92%.
Israel es una colorida y vibrante democracia donde todo el mundo puede votar y ser votado. En las elecciones del mes pasado se presentaron nada menos que 32 partidos diferentes. No hay ningún otro sistema político en el mundo árabe que ofrezca ni remotamente la pluralidad y diversidad de opciones políticas que propone la solitaria y aislada democracia israelí. Sin embargo, Vargas Llosa habla desaprensivamente de que Israel padece de una «derechización de su sociedad y sus gobiernos», la que sería «irreversible». Es una mentira que desmiente los propios números electorales.
Es con desaprensiva actitud paternalista que Vargas Llosa sostiene que «todavía hay un margen de lucidez y sensatez en la opinión pública de Israel que no se deja arrollar por la marea extremista que encabezan los colonos, los partidos religiosos y Benjamín Netanyahu». Deliciosa palabra, «todavía», sobre todo comparada con la lucidez y la sensatez que tendrían, ellos sí, los líderes del extremismo fundamentalista que siguen siendo referentes políticos centrales del pueblo palestino.
Pide Vargas Llosa que Israel enmiende su política, a la que etiqueta «de intransigencia y de fuerza», pero no tiene una sola exigencia ni recomendación que hacerles a los gobernantes palestinos de Gaza que, al igual que Irán, desconocen de raíz el mero derecho israelí a existir.
Para Varga Llosa, es Israel el culpable de la situación por su «reticencia a abrir negociaciones serias con el gobierno palestino». Postula que Israel «se ha ido aislando cada vez más de la comunidad internacional y encerrándose en la paranoia». Llama «paranoia» al hecho de que desde que Israel salió de Gaza en 2005 no cesaron un solo día los lanzamientos de misiles palestinos desde ese territorio, donde no quedó un solo israelí.
Por eso, para Vargas Llosa nada hay que exigirles a los palestinos. Sólo se trata de «convencer a Netanyahu de que reabra las negociaciones y acelere la constitución de un Estado palestino y de acuerdos que garanticen la seguridad y el futuro de Israel». Es una sintaxis curiosa la elegida por Vargas Llosa en su penoso artículo. ¿Es Netanyahu quien debe «acelerar la constitución de un estado palestino»? ¿No tiene el escritor sudamericano nada para proponer, exigir o al menos sugerir a un mundo árabe que hace seis décadas juega desaprensivamente con el dolor del pueblo palestino, mientras la abroquelada burocracia de aparato asentada en Gaza y en la Franja Occidental del Jordán vive de la asistencia internacional desde hace décadas?
Finalmente, consecuencia del desconcertante plano inclinado por el que se desliza, Vargas Llosa endosa los principios rectores del más rancio antisemitismo «progresista» cuando enuncia que «en la sociedad estadounidense, las políticas más extremistas del gobierno israelí cuentan con poderosos partidarios». Y luego sostiene que en los Estados Unidos «hay muchísima gente que, cuando se trata de Israel, prefiere taparse las orejas y los ojos en vez de encarar la realidad». Vargas Llosa avala de esta manera el viejo fantasma de conspiración judía mundial que gobierna al mundo desde Wall Street.
Yo, que lo admiré tanto, que le hice una inolvidable entrevista de dos horas por Radio del Plata en 1993 y un reportaje público multitudinario en la Feria del Libro de 2000 cuando se publicó La fiesta del chivo, me resisto a tomar estas palabras suyas en serio. ¿Será verdad que este artículo desgraciado lo escribió el talentoso Vargas Llosa?
© LA NACION.
No sé si este artículo es un ejemplo de deshonestidad intelectual o de necedad intelectual. Pero recomiendo a todos que hagan el siguiente experimento: si no han leído el artículo de Vargas Llosa criticado por Eliaschev, lean primero la crítica entera, y sólo entonces vayan al original de Vargas Llosa. Comparen lo que ustedes pensaban que iban a leer con lo que se encuentran en el comentario de Vargas Llosa, y díganme si a Eliaschev le cabe algún otro calificativo que no sea deshonesto o necio.
Quizá Vargas Llosa se haya dejado llevar por los vuelos retóricos al hablar de una catástrofe que puede abrasar al mundo entero. Su artículo no tiene la precisión de Peter Beinart en “The Crisis of Zionism”. El mundo no va a volar por los aires, pero Israel tiene tres y sólo tres opciones: facilitar la creación de un estado palestino, y continuar siendo una democracia mayoritariamente judía, construir un “gran Israel” democrático con Gaza y Cisjordania, con lo cual el estado dejaría pronto de ser mayoritariamente judío, o convertirse en un régimen de apartheid que niega los derechos más elementales al pueblo palestino atrapado en los territorios. La opción más razonable es la primera, pero cada nuevo asentamiento, cada casa que se construye en los territorios ocupados, la torna más improbable. Pronto, muy pronto, las opciones sólo serán la segunda o la tercera. La segunda significa la destrucción del sueño del sionismo, la tercera es el abismo. De ahí que suenen profético el título de Vargas Llosa “Ganar batallas, perder la guerra”.
Personalmente, siempre he tenido una mirada benevolente hacia los israelíes que promueven la “mano dura” con respecto a los palestinos. No comparto en absoluto sus ideas, pero la naturaleza humana siendo lo que es, y teniendo en cuenta que muchos viven con la posibilidad cierta de que les caiga un misil en la cabeza, se puede entender de alguna manera que piensen como piensen. Pero no extiendo mi benevolencia a gente como el señor Eliaschev, que siendo un intelectual y viviendo a 12.000 kilómetros de distancia, debería tener la perspectiva y la calma como para ver lo que está ocurriendo en Israel. A menos, por supuesto, que sea un necio o un deshonesto.
Perdón a las reglas del espacio pero: andá a hacerte cojer por un burro, PE.