Leer a Tocqueville para salir de la crisis
2 comentarios ALEJANDRO NAVAS *
Mucho mejor nos iría si todos dedicáramos algo de tiempo a la lectura de los clásicos.
Esa es la receta que el Gobierno chino propone a sus funcionarios. Li Ke-giang, el número dos del Partido Comunista, y Wang Oshian, el miembro del Politburó encargado de luchar contra la corrupción, recomiendan la lectura de El Antiguo Régimen y la Revolución. ¿Cómo han llegado a esta sorprendente conclusión? ¿Quién se acuerda hoy en Europa de Tocqueville? Por supuesto que no faltan referencias a La Democracia en América en cualquier análisis serio de la sociedad norteamericana, pero casi nadie tiene en cuenta El Antiguo Régimen y la Revolución. Sin embargo, el Gobierno chino parece advertir similitudes entre la Francia prerrevolucionaria, tan magistralmente retratada por Tocqueville, y la China actual: individualismo egoísta; atomización social; afán por enriquecerse a toda costa; brecha entre unos pocos ricos y muchos pobres. La lectura del clásico francés vendría a ser una especie de aviso para navegantes.
El relevo en la cúpula del Partido de noviembre ha provocado un cambio en el discurso oficial. El nuevo hombre fuerte, Xi Jinping, no se ha cansado de repetir que “si no se resuelve el problema de la corrupción, se producirá el final del Partido y del mismo Estado”. Aviso tan contundente como inaudito: nunca se había dicho algo así desde la más alta instancia del poder. No parece que haya servido para extirpar ese cáncer ahorcar cada año, en estadios abarrotados de público, a varios miles de funcionarios corruptos. Ya sabíamos en Occidente que la pena de muerte carece de eficacia disuasoria. La corrupción se extiende por doquier y políticos y funcionarios se convierten en cómplices de empresarios sin escrúpulos. La desigualdad social crece con rapidez: el 1% de las familias posee el 41% de la riqueza. Se cosechan ahora los frutos de la política de apertura económica aplicada a partir de 1989, que introdujo cierto capitalismo y propuso a la población el objetivo de un enriquecimiento rápido. De esta forma, se apartaba la atención pública de los problemas estrictamente políticos, pues el Partido no piensa renunciar al monopolio del poder. Tampoco tiene interés en permitir la aparición y el fortalecimiento de lo que en Occidente llamamos una sociedad civil. Basta ver, por ejemplo, la saña con que persigue la libertad de expresión en Internet y el control férreo de los medios tradicionales de comunicación. Ni asomo de una liberalización política. ¿Podrá funcionar a la larga ese modelo social, con libertad económica y servidumbre política? Seguramente, no; pues las libertades constituyen un bloque difícil de vivir por separado; unas tiran de las otras. Veremos por cuánto tiempo los disciplinados ciudadanos chinos, educados por el confucionismo en la obediencia a los mayores y a las autoridades, soportan ese arbitrario recorte de sus derechos.
Mientras tanto, llama la atención el recurso oficial a Tocqueville, que no deja de ser un autor extranjero y, por lo tanto, “bárbaro”. Leer a un clásico –nada ligero, por cierto– para aprender de la experiencia ajena y mejorar el gobierno propio es una medida que se les podría ocurrir sólo a los chinos. No vendría mal algo de esa medicina en nuestro país. La crisis económica y la corrupción política nos agobian. Los líderes políticos dan un ejemplo lamentable, enzarzados en querellas mezquinas mientras la nación se hunde en la recesión y en el desaliento. El “y tú más” se convierte en la figura retórica de más enjundia, y el esfuerzo intelectual se aplica en todo caso para buscar la descalificación más contundente del adversario. Mucho mejor nos iría si todos, empezando por la clase política, dedicáramos algo de tiempo a la lectura de los clásicos. El cruce de insultos podría empezar a dejar paso a un intercambio de ideas. El lenguaje ganaría en altura y, situados en ese plano, el improperio se convertiría en un cuerpo extraño, que acabaría desapareciendo casi por sí solo. No habría acuerdo sobre tantas cuestiones importantes, pero al menos podríamos discutir las diferentes alternativas con serenidad y respeto.
Valdría la pena intentarlo. Y si los adultos nos sintiéramos incapaces de probar ese remedio, podríamos, al menos, administrárselo a los niños: como siempre, vamos a parar a la educación como solución radical y a largo plazo.
*Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra.
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Mucho mejor nos iría si todos dedicáramos algo de tiempo a la lectura de los clásicos.
Esa es la receta que el Gobierno chino propone a sus funcionarios. Li Ke-giang, el número dos del Partido Comunista, y Wang Oshian, el miembro del Politburó encargado de luchar contra la corrupción, recomiendan la lectura de El Antiguo Régimen y la Revolución. ¿Cómo han llegado a esta sorprendente conclusión? ¿Quién se acuerda hoy en Europa de Tocqueville? Por supuesto que no faltan referencias a La Democracia en América en cualquier análisis serio de la sociedad norteamericana, pero casi nadie tiene en cuenta El Antiguo Régimen y la Revolución. Sin embargo, el Gobierno chino parece advertir similitudes entre la Francia prerrevolucionaria, tan magistralmente retratada por Tocqueville, y la China actual: individualismo egoísta; atomización social; afán por enriquecerse a toda costa; brecha entre unos pocos ricos y muchos pobres. La lectura del clásico francés vendría a ser una especie de aviso para navegantes.
El relevo en la cúpula del Partido de noviembre ha provocado un cambio en el discurso oficial. El nuevo hombre fuerte, Xi Jinping, no se ha cansado de repetir que “si no se resuelve el problema de la corrupción, se producirá el final del Partido y del mismo Estado”. Aviso tan contundente como inaudito: nunca se había dicho algo así desde la más alta instancia del poder. No parece que haya servido para extirpar ese cáncer ahorcar cada año, en estadios abarrotados de público, a varios miles de funcionarios corruptos. Ya sabíamos en Occidente que la pena de muerte carece de eficacia disuasoria. La corrupción se extiende por doquier y políticos y funcionarios se convierten en cómplices de empresarios sin escrúpulos. La desigualdad social crece con rapidez: el 1% de las familias posee el 41% de la riqueza. Se cosechan ahora los frutos de la política de apertura económica aplicada a partir de 1989, que introdujo cierto capitalismo y propuso a la población el objetivo de un enriquecimiento rápido. De esta forma, se apartaba la atención pública de los problemas estrictamente políticos, pues el Partido no piensa renunciar al monopolio del poder. Tampoco tiene interés en permitir la aparición y el fortalecimiento de lo que en Occidente llamamos una sociedad civil. Basta ver, por ejemplo, la saña con que persigue la libertad de expresión en Internet y el control férreo de los medios tradicionales de comunicación. Ni asomo de una liberalización política. ¿Podrá funcionar a la larga ese modelo social, con libertad económica y servidumbre política? Seguramente, no; pues las libertades constituyen un bloque difícil de vivir por separado; unas tiran de las otras. Veremos por cuánto tiempo los disciplinados ciudadanos chinos, educados por el confucionismo en la obediencia a los mayores y a las autoridades, soportan ese arbitrario recorte de sus derechos.
Mientras tanto, llama la atención el recurso oficial a Tocqueville, que no deja de ser un autor extranjero y, por lo tanto, “bárbaro”. Leer a un clásico –nada ligero, por cierto– para aprender de la experiencia ajena y mejorar el gobierno propio es una medida que se les podría ocurrir sólo a los chinos. No vendría mal algo de esa medicina en nuestro país. La crisis económica y la corrupción política nos agobian. Los líderes políticos dan un ejemplo lamentable, enzarzados en querellas mezquinas mientras la nación se hunde en la recesión y en el desaliento. El “y tú más” se convierte en la figura retórica de más enjundia, y el esfuerzo intelectual se aplica en todo caso para buscar la descalificación más contundente del adversario. Mucho mejor nos iría si todos, empezando por la clase política, dedicáramos algo de tiempo a la lectura de los clásicos. El cruce de insultos podría empezar a dejar paso a un intercambio de ideas. El lenguaje ganaría en altura y, situados en ese plano, el improperio se convertiría en un cuerpo extraño, que acabaría desapareciendo casi por sí solo. No habría acuerdo sobre tantas cuestiones importantes, pero al menos podríamos discutir las diferentes alternativas con serenidad y respeto.
Valdría la pena intentarlo. Y si los adultos nos sintiéramos incapaces de probar ese remedio, podríamos, al menos, administrárselo a los niños: como siempre, vamos a parar a la educación como solución radical y a largo plazo.
*Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra.
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