Un populismo de exportación

Hace tiempo que una nueva teoría va y viene a través del Atlántico. Ya basta -dice- de que América latina emule a Europa. Que sea más bien al revés. Que Europa aprenda de América latina: hay que latinoamericanizar Europa. A primera vista, la cosa tiene sentido. Desde 2008, cuando estalló la gran crisis de la deuda europea, el fantasma de la declinación se ha apoderado del Viejo Mundo. La recesión hace estragos, el euro está cuestionado, las clases dirigentes están contra la pared. Mientras tanto, América latina ha tenido un largo crecimiento económico que le permitió conquistar mayor peso en el mundo y mejorar sus indicadores sociales. ¿No está bien, entonces, que Europa le pida a América latina la llave del éxito?
Sin embargo, esta teoría no es tan nueva. Ni tan precisa. No es nueva por que el tema de la declinación europea tiene ya una larga historia. Después de la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, se volvió un género literario. ¿Hubo declinación? Claro que sí: Europa había sido durante siglos el eje de la civilización mundial, para bien y para mal, y dejó de serlo. Pero aun sin volver a ser el ombligo del mundo, renació de sus cenizas. Tampoco es tan nueva la idea de que América latina debería enseñarle la ruta de la nueva civilización al Viejo Continente.
Uno de los que pretendieron hacerlo con mayor tozudez fue Perón, en la posguerra. Su sueño de unir alrededor de la Argentina rica, joven y poderosa los países latinos de América y de Europa fue precisamente esto: esos pueblos hambrientos que acababan de matarse entre sí allende el Atlántico deberían beber de las puras fuentes del nuevo humanismo justicialista. Duró poco, terminó mal y siguió peor. Pero esa teoría llena de aparente buen sentido peca también de imprecisión. Tanto Europa como América latina son expresiones genéricas. ¿De qué Europa estamos hablando? Alemania y Grecia no han tenido el mismo éxito ni el mismo fracaso. ¿Italia y España tiemblan? Lituania y Estonia levantan vuelo. Eran «democracias populares», hoy miran para adelante. Etcétera. Lo mismo se podría decir de América latina.
Un espíritu sencillo podría pensar que los modelos americanos a los que Europa debería mirar en busca de enseñanzas son los que más éxito han tenido. ¿Éxito en qué? En cosas duras de conquistar y fáciles de perder: desarrollo económico, mejores condiciones sociales, mayores derechos y libertades, instituciones legítimas, pluralismo civilizado. Al fin y al cabo, si hay algo que América latina aprendió de Europa y de su propia historia es que vivir en democracia y cuidar la disciplina macroeconómica vale la pena. La misma Europa latina, por su parte, había tardado en aprenderlo. Y le costó sangre, muerte, dictaduras. Si ahora el alumno supera el maestro, que más que un maestro es el hermano de una antigua civilización común, mejor. La teoría, sin embargo, no dice que Europa debería ir a la escuela de Chile o de Brasil, que son dos de los que han empezado a andar el camino histórico que antes de ellos siguieron Italia en la posguerra, y España y Portugal al finalizar sus dictaduras. No: Chile y Brasil se parecen demasiado a Europa. Son muy liberales y poco democráticos. ¿Cuáles son entonces los modelos? Entre ellos destaca uno: Venezuela. Y detrás, varios que se le acercan, la Argentina incluida.
Dicen los defensores de esta teoría que no es conveniente que todo el mundo replique «el modelo» europeo. Cada pueblo tiene su propia idiosincrasia y va creando su propio modelo. ¿Quién podría estar en desacuerdo? Quienes postulan esta teoría suelen llamarse poscolonialistas y sus argumentos recuerdan los que en su momento sirvieron para alentar la «democracia popular» cubana. En muchos casos son las mismas personas, sólo que más viejas. ¿Qué es el modelo europeo que América latina debería rechazar y está superando? ¿La corrupción? ¿La burocracia? ¿Los escasos recursos destinados a la investigación? ¿Los huecos del Estado de bienestar? ¿El corporativismo que frena el crecimiento económico? Nada de eso. Para estos defensores del camino latinoamericano, la Venezuela chavista y sus emuladores han superado el modelo europeo porque han ido más allá de la democracia liberal y han rescatado la soberanía del pueblo. Es una vieja historia: tanto en América latina como en los países latinos de Europa la democracia apareció siempre acompañada por algún adjetivo para hacerla «verdaderamente» democrática: democracia orgánica, funcional, popular, revolucionaria. Todo menos «liberal». La democracia liberal es pura forma, dicen, y en el mundo latino no tuvo mucha suerte ni plantó raíces muy profundas.
¿Han ido más allá hacia dónde? Hacia una democracia más participativa y un orden social más solidario, según la teoría. No como en Europa, donde la democracia se volvió un simulacro, una palabra vacía. No es casual que tal teoría desemboque en el elogio del populismo. Pero no del populismo entendido como señal de alarma de una democracia en crisis, como anticuerpo de un sistema institucional que se ha distanciado de la fuente popular de la soberanía e intenta regenerarse, sino del populismo como sistema, como régimen. Del populismo entendido como nivel más elevado de la democracia respecto del tipo liberal constitucional.
Ahora bien, ¿cuáles son los rasgos de ese modelo que Europa haría bien en importar? Sobre la base de él, el individuo está sometido a la comunidad, llamada «el pueblo». Si sus derechos estorban, será legítimo pisotearlos. Por el bienestar del «pueblo». La mayoría no es simplemente tal, sino que es todo el pueblo y forma una comunidad homogénea que monopoliza la virtud. Dividirla, disentir, es traicionar al pueblo. La división entre los poderes del Estado sirve para evitar la tiranía en los caducos Estados de Derecho. No, en cambio, en las democracias populistas, donde la unidad del pueblo se refleja en la fusión de los poderes. Y si el pueblo es unido y homogéneo, se expresará a través de una sola voz, la del líder. Como tal, el líder no representa al pueblo: es el pueblo. ¿Cómo pensar entonces que su mandato tenga límites? ¿Que haga distinciones entre Estado y partido, entre su bienes privados y la cosa pública? Es un monarca llamado presidente que al finalizar su mandato nombrará a un sucesor, posiblemente en familia. Mientras, habrá promovido a los amigos y perseguido a los enemigos, habrá ocupado la televisión como en otro tiempo se ocupaba el balcón, habrá gastado el dinero de todos para favorecer a los propios y cambiado las huecas reglas liberales por otras que en el mundo latino practicamos desde siempre: patrimonialismo, clientelismo, nepotismo, familismo. Reglas nada posliberales, sino preliberales.
La verdad es que la «nueva» democracia populista que Europa debería aprender se parece mucho a un déjà-vu con otro nombre. Para un italiano, como quien escribe, ese tipo de democracia es muy evocadora. Por sus rasgos, la democracia populista es lo que el gobierno de Berlusconi habría alcanzado a ser si las formas de la democracia liberal no se lo hubieran impedido.
Me imagino el escándalo, pero el izquierdista Chávez y el derechista Berlusconi se parecen por su intolerancia a las reglas en nombre del pueblo. De su pueblo. Debe ser por eso que al conocerse se gustaron. La moderada Rousseff se parece en cambio a la moderada Merkel: poco carisma, bastante buen sentido. Pero Brasil camina hacia adelante y los brasileños ven despejarse su futuro. Al revés, Venezuela se mide día tras día con sus ruinas institucionales y con un paisaje humano devastado por los odios sembrados en nombre del pueblo. Ya les pasó a otros y no promete bien.
¿Será tan nuevo todo esto? Por mi parte, me quedo con la «vieja» Europa y la nueva América latina: las que recuerdan que el Estado de Derecho es un animal frágil y precioso. No es ni debe ser la panacea de nada. Pero permite convivir y se ha demostrado la mejor vía para incluir «el pueblo».
© LA NACION.

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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