Francisco traspuso ayer los muros del Vaticano para orar en Santa María la Mayor, una de las cuatro grandes basílicas de Roma. Y una de las predilectas del nuevo papa. Sin embargo, hubo dirigentes que ayer, en Buenos Aires, interpretaron la excursión como un mensaje a la política local: la iglesia queda frente a la plaza del Esquilino, a menos de 100 metros de la embajada argentina. Este desopilante malentendido ilustra cómo la elección de Bergoglio está siendo reducida por la clase política a un fenómeno en torno al cual se reproducen los alineamientos cotidianos en la lucha por el poder. Esa lectura olvida una verdad elemental: el mundo está lleno de cosas que no tienen nada que ver con la clasificación kirchnerismo-antikirchnerismo. Este pontificado es una de ellas.
La dificultad para registrar lo evidente se explica por la legendaria autoestima nacional, que alimenta tantos chistes. Pero tiene también otro origen: la polarización sistemática que el kirchnerismo adoptó como estrategia de dominación. La creencia en que sólo se puede gobernar desde una base hegemónica, construida a partir de la contradicción permanente con enemigos bien seleccionados, está demostrando sus desventajas con la exaltación de Bergoglio.
Esa presunción recorre al oficialismo de punta a punta. Va desde las teorías de Laclau hasta los rezongos de De Vido contra los que se sacan fotos que enojan a la Presidenta.
Nada que sorprenda. El justicialismo debe su primera gran victoria a una antinomia: Braden o Perón. Y Kirchner llegó al poder como el no-Menem. El problema aparece cuando, por obra de una dinámica que está fuera de control -en este caso atribuida al Espíritu Santo-, quien propone la opción queda en desventaja. Desde anteayer Cristina Kirchner parece estar librando un riesgoso ballottage contra Bergoglio.
De los saludos que los presidentes enviaron a Francisco, el de ella fue el más protocolar. Lo felicitó por Twitter y por carta sin que se le escapara un solo elogio. Barack Obama lo llamó «campeón de los pobres». Y Mariano Rajoy se mostró «convencido» de que contribuirá «de manera decisiva a un mundo mejor?» En cambio, la Presidenta, menos segura de las capacidades de Bergoglio, se quedó en un «le deseamos que pueda lograr?», para al final transmitirle nada más que su «consideración y respeto». Raúl Castro fue más efusivo al manifestar al jesuita Bergoglio su «más alta y digna consideración».
Cristina Kirchner empeoró su trato por TV, al final del día. Con un tono que transmitía cualquier sentimiento salvo alegría, mencionó al nuevo papa en los 4 minutos finales de una apología del Gobierno que duró más de 18. Para esa posdata necesitó justificarse: «No quiero dejar de mencionarlo; no debo dejar de mencionarlo». Entonces reconoció que el día era histórico porque «hay un papa que pertenece a Latinoamérica». El detalle de que fuera un vecino que pasó los últimos años a 100 metros de su despacho fue omitido. Ese desdén desentona con la simpática apropiación de Bergoglio que intentaron otros líderes. Obama y su vicepresidente, el católico Joe Biden, saludaron a un «americano». Rafael Correa estalló con un «¡tenemos papa latinoamericano! ¡Que viva Francisco I!». Y Nicolás Maduro, en otra demostración de realismo mágico, convirtió a Hugo Chávez en el paráclito que escogió a Bergoglio: «Alguna mano nueva llegó y Cristo dijo llegó la hora de América del Sur». En cambio Cristina Kirchner, cuyo nacionalismo vindica soberanías territoriales, hidrocarburíferas y cambiarias, olvidó decir que la estrella era un argentino.
El malhumor resulta comprensible. Alguien que desde muy temprano fue identificado como un conspirador clave de la eterna maquinación que tiene a los Kirchner como víctimas, se convirtió en el compatriota más importante de la historia, un líder de influencia planetaria. La polarización se volvió en contra.
La Presidenta profundizó esa contradicción. En vez de ubicar a Francisco en la esfera religiosa, a la que pertenece, se empecinó en atraerlo a la de la política. Cuando le deseó -con un sospechoso «y se lo deseamos de verdad, se lo deseamos de corazón»-que ratifique la opción por los pobres, lo hizo «porque éste es un gobierno que ha estado siempre optando por los que menos tienen». Es decir: en vez de dirigirse a Bergoglio, siguió hablando con el espejo.
Ese reduccionismo político reapareció al augurar «que pueda convencer a los poderosos del mundo, a los que tienen armamento y poder financiero, de que promuevan un diálogo de civilizaciones, donde ninguna cuestión se resuelva por la fuerza, sino por los canales diplomáticos». Es llamativo que esta expresión, un eco de la «alianza de civilizaciones» con el islam que predicaba José Luis Rodríguez Zapatero, no se interpretara en el contexto del acuerdo con Irán. Sobre todo porque la Presidenta confesó que con ese entendimiento pretende evitar una guerra de religión inminente.
La lectura unánime fue que pidió a Francisco que trabajara por la recuperación de las Malvinas. En consecuencia, la prensa de Londres complicó ayer a los cardenales británicos que, con laboriosa retórica, tratan de disimular ante sus fieles que tendrán un papa argentino. El primado Vincent Nichols lo mencionó como «arzobispo de Buenos Aires», perteneciente a una familia italiana y ex estudiante en Alemania.
Más trabajo tuvo Michael Mc Partland, párroco en las Malvinas. Cuando le preguntaron por el papa argentino, contestó: «Es la primera vez que escucho de él». Sugirió así que no está enterado de que hace un año Bergoglio dijo que las islas son argentinas y que el Reino Unido las usurpó.
Acaso la mezquindad de la Presidenta para referirse al Papa se deba también al molesto efecto de la noticia sobre su propio rebaño. La elección de Bergoglio dividió al oficialismo como nada antes lo había hecho. Daniel Scioli, infalible para los lugares comunes, elogió «la humildad de los grandes». Juan Manuel Urtubey se exaltó con un «padre Jorge, monseñor Bergoglio, Francisco I. Toda una vida de fe y de humildad extrema». José Luis Gioja se dijo «orgulloso del nuevo papa», y Jorge Capitanich pidió «¡que la gracia de Dios ilumine a nuestro papa Francisco I como vicario de Cristo!».
En cambio, Luis D’Elía explicó que «Francisco I es el nuevo intento del imperio por destruir la unidad sudamericana». Chávez, entonces, ¿no tendría nada que ver?
Estela de Carlotto reprochó: «No lo escuchamos nunca hablar de nuestros nietos ni de los desaparecidos». Y Hebe de Bonafini, con inesperada moderación, aclaró: «Seguimos con los sacerdotes del Tercer Mundo y sobre este papa sólo tenemos para decir: amén».
Sin embargo, para Gabriel Mariotto «Bergoglio tiene una visión tercermundista; es un Papa peronista». Su amigo el presidente del CELS, Horacio Verbitsky, insistió con la complicidad de Francisco con el secuestro de dos sacerdotes jesuitas.
Lo desmintió Adolfo Pérez Esquivel, que obtuvo el Nobel de la Paz por su oposición a la violencia guerrillera, y por su enfrentamiento, siempre nítido, con la dictadura posterior. Pérez Esquivel fue contundente: «Hubo obispos que fueron cómplices. Pero Bergoglio no».
Los desperdigados rivales del Gobierno saludaron a Bergoglio con un «habemus candidatus». De la Sota, Macri, Sanz y Prat-Gay elogiaron su capacidad para dialogar y buscar la concordia. ¿Serán virtudes opositoras? Elisa Carrió agregó una profecía: «Es un signo de los tiempos por venir». Y, como si bromeara con su propio personaje, apuntó: «Yo había dicho que este hombre iba a ser papa». Francisco de Narváez fue explícito: «Bergoglio es la contracara de Cristina». Ya algún publicitario le venderá la campaña «Ella o Francisco».
¿Controlará el Gobierno los viajes a Roma como los militares monitoreaban los que se hacían a Puerta de Hierro? No hace falta. En su felicitación, Dilma Rousseff recordó a Francisco que lo espera en Río de Janeiro para la Jornada Mundial de la Juventud, el 23 de julio. El kirchnerismo ya tiene un 23-J. La política argentina migrará a Brasil. Siempre y cuando Bergoglio no decida saltar a Buenos Aires. En ese caso se hablará, como con Perón en 1964, del «avión negro». Una rareza, tratándose del Papa..
La dificultad para registrar lo evidente se explica por la legendaria autoestima nacional, que alimenta tantos chistes. Pero tiene también otro origen: la polarización sistemática que el kirchnerismo adoptó como estrategia de dominación. La creencia en que sólo se puede gobernar desde una base hegemónica, construida a partir de la contradicción permanente con enemigos bien seleccionados, está demostrando sus desventajas con la exaltación de Bergoglio.
Esa presunción recorre al oficialismo de punta a punta. Va desde las teorías de Laclau hasta los rezongos de De Vido contra los que se sacan fotos que enojan a la Presidenta.
Nada que sorprenda. El justicialismo debe su primera gran victoria a una antinomia: Braden o Perón. Y Kirchner llegó al poder como el no-Menem. El problema aparece cuando, por obra de una dinámica que está fuera de control -en este caso atribuida al Espíritu Santo-, quien propone la opción queda en desventaja. Desde anteayer Cristina Kirchner parece estar librando un riesgoso ballottage contra Bergoglio.
De los saludos que los presidentes enviaron a Francisco, el de ella fue el más protocolar. Lo felicitó por Twitter y por carta sin que se le escapara un solo elogio. Barack Obama lo llamó «campeón de los pobres». Y Mariano Rajoy se mostró «convencido» de que contribuirá «de manera decisiva a un mundo mejor?» En cambio, la Presidenta, menos segura de las capacidades de Bergoglio, se quedó en un «le deseamos que pueda lograr?», para al final transmitirle nada más que su «consideración y respeto». Raúl Castro fue más efusivo al manifestar al jesuita Bergoglio su «más alta y digna consideración».
Cristina Kirchner empeoró su trato por TV, al final del día. Con un tono que transmitía cualquier sentimiento salvo alegría, mencionó al nuevo papa en los 4 minutos finales de una apología del Gobierno que duró más de 18. Para esa posdata necesitó justificarse: «No quiero dejar de mencionarlo; no debo dejar de mencionarlo». Entonces reconoció que el día era histórico porque «hay un papa que pertenece a Latinoamérica». El detalle de que fuera un vecino que pasó los últimos años a 100 metros de su despacho fue omitido. Ese desdén desentona con la simpática apropiación de Bergoglio que intentaron otros líderes. Obama y su vicepresidente, el católico Joe Biden, saludaron a un «americano». Rafael Correa estalló con un «¡tenemos papa latinoamericano! ¡Que viva Francisco I!». Y Nicolás Maduro, en otra demostración de realismo mágico, convirtió a Hugo Chávez en el paráclito que escogió a Bergoglio: «Alguna mano nueva llegó y Cristo dijo llegó la hora de América del Sur». En cambio Cristina Kirchner, cuyo nacionalismo vindica soberanías territoriales, hidrocarburíferas y cambiarias, olvidó decir que la estrella era un argentino.
El malhumor resulta comprensible. Alguien que desde muy temprano fue identificado como un conspirador clave de la eterna maquinación que tiene a los Kirchner como víctimas, se convirtió en el compatriota más importante de la historia, un líder de influencia planetaria. La polarización se volvió en contra.
La Presidenta profundizó esa contradicción. En vez de ubicar a Francisco en la esfera religiosa, a la que pertenece, se empecinó en atraerlo a la de la política. Cuando le deseó -con un sospechoso «y se lo deseamos de verdad, se lo deseamos de corazón»-que ratifique la opción por los pobres, lo hizo «porque éste es un gobierno que ha estado siempre optando por los que menos tienen». Es decir: en vez de dirigirse a Bergoglio, siguió hablando con el espejo.
Ese reduccionismo político reapareció al augurar «que pueda convencer a los poderosos del mundo, a los que tienen armamento y poder financiero, de que promuevan un diálogo de civilizaciones, donde ninguna cuestión se resuelva por la fuerza, sino por los canales diplomáticos». Es llamativo que esta expresión, un eco de la «alianza de civilizaciones» con el islam que predicaba José Luis Rodríguez Zapatero, no se interpretara en el contexto del acuerdo con Irán. Sobre todo porque la Presidenta confesó que con ese entendimiento pretende evitar una guerra de religión inminente.
La lectura unánime fue que pidió a Francisco que trabajara por la recuperación de las Malvinas. En consecuencia, la prensa de Londres complicó ayer a los cardenales británicos que, con laboriosa retórica, tratan de disimular ante sus fieles que tendrán un papa argentino. El primado Vincent Nichols lo mencionó como «arzobispo de Buenos Aires», perteneciente a una familia italiana y ex estudiante en Alemania.
Más trabajo tuvo Michael Mc Partland, párroco en las Malvinas. Cuando le preguntaron por el papa argentino, contestó: «Es la primera vez que escucho de él». Sugirió así que no está enterado de que hace un año Bergoglio dijo que las islas son argentinas y que el Reino Unido las usurpó.
Acaso la mezquindad de la Presidenta para referirse al Papa se deba también al molesto efecto de la noticia sobre su propio rebaño. La elección de Bergoglio dividió al oficialismo como nada antes lo había hecho. Daniel Scioli, infalible para los lugares comunes, elogió «la humildad de los grandes». Juan Manuel Urtubey se exaltó con un «padre Jorge, monseñor Bergoglio, Francisco I. Toda una vida de fe y de humildad extrema». José Luis Gioja se dijo «orgulloso del nuevo papa», y Jorge Capitanich pidió «¡que la gracia de Dios ilumine a nuestro papa Francisco I como vicario de Cristo!».
En cambio, Luis D’Elía explicó que «Francisco I es el nuevo intento del imperio por destruir la unidad sudamericana». Chávez, entonces, ¿no tendría nada que ver?
Estela de Carlotto reprochó: «No lo escuchamos nunca hablar de nuestros nietos ni de los desaparecidos». Y Hebe de Bonafini, con inesperada moderación, aclaró: «Seguimos con los sacerdotes del Tercer Mundo y sobre este papa sólo tenemos para decir: amén».
Sin embargo, para Gabriel Mariotto «Bergoglio tiene una visión tercermundista; es un Papa peronista». Su amigo el presidente del CELS, Horacio Verbitsky, insistió con la complicidad de Francisco con el secuestro de dos sacerdotes jesuitas.
Lo desmintió Adolfo Pérez Esquivel, que obtuvo el Nobel de la Paz por su oposición a la violencia guerrillera, y por su enfrentamiento, siempre nítido, con la dictadura posterior. Pérez Esquivel fue contundente: «Hubo obispos que fueron cómplices. Pero Bergoglio no».
Los desperdigados rivales del Gobierno saludaron a Bergoglio con un «habemus candidatus». De la Sota, Macri, Sanz y Prat-Gay elogiaron su capacidad para dialogar y buscar la concordia. ¿Serán virtudes opositoras? Elisa Carrió agregó una profecía: «Es un signo de los tiempos por venir». Y, como si bromeara con su propio personaje, apuntó: «Yo había dicho que este hombre iba a ser papa». Francisco de Narváez fue explícito: «Bergoglio es la contracara de Cristina». Ya algún publicitario le venderá la campaña «Ella o Francisco».
¿Controlará el Gobierno los viajes a Roma como los militares monitoreaban los que se hacían a Puerta de Hierro? No hace falta. En su felicitación, Dilma Rousseff recordó a Francisco que lo espera en Río de Janeiro para la Jornada Mundial de la Juventud, el 23 de julio. El kirchnerismo ya tiene un 23-J. La política argentina migrará a Brasil. Siempre y cuando Bergoglio no decida saltar a Buenos Aires. En ese caso se hablará, como con Perón en 1964, del «avión negro». Una rareza, tratándose del Papa..