Francisco, primero Bergoglio

Supongamos a un cristiano neocelandés, por ubicarlo en algún lugar remoto. No sabe quién es Bergoglio. Supo de Argentina por los desaparecidos, las Malvinas y Maradona. Tiene que construir la imagen del nuevo papa interpretando lo que ve en su primera aparición pública.
El nombre del nuevo papa es Francisco. Por el “pobrecito de Asís”, supone. Aquel que mostró un camino radicalmente distinto al del poder romano en la Edad Media. Aquél a quien Jesús le pidió “repara mi Iglesia”.
Ve salir al balcón a un hombre con cara de sencillo, sin cruces papales ni estolas apostólicas. Comienza haciendo algo tan humano como decir “buenas noches” en lugar de “alabado sea Jesucristo”. No dice “hermanos”. Dice “hermanos y hermanas”.
Luego hace referencia a que fue elegido “obispo de Roma”, no “papa”. Cita, sin decirlo, a Ignacio de Antioquía, un padre apostólico de principios del siglo II. Y lo cita con propiedad. Quien “preside las iglesias en la caridad” no es el obispo de Roma (luego, el papa), sino “la Iglesia de Roma”. Todo un símbolo de una eclesiología de la colegialidad episcopal, opuesta a una eclesiología de la monarquía papal.
Insiste con Roma. Recuerda que el objetivo del cónclave es darle un obispo a Roma. Parece sorprendido porque lo hayan ido a buscar tan lejos. Agradece la acogida a la comunidad de Roma. Habla del inicio de un camino, “pueblo y obispo”, con la diócesis de Roma. Se presenta junto al vicario para la diócesis de Roma (el que la gobierna en nombre del papa), quien lo ayudará en la evangelización de la ciudad de Roma. Anuncia que al otro día irá a pedirle a la Virgen para que cuide de Roma.
Antepone la plegaria bendicional del pueblo al obispo, a la bendición del obispo al pueblo. Acompaña el pedido con un gesto: se inclina ante el pueblo.
El neocelandés, lector asiduo de la mejor teología conciliar y progresista, no da crédito a lo que ve y escucha. Cuando nada esperaba de este cónclave, aparece un papa que rodea su epifanía con gestos y palabras impredecibles. Literalmente, increíbles.
Pero no soy neocelandés. Soy argentino. Porteño. Como Bergoglio y su diócesis. Oí hablar de él desde hace mucho.
Cuando hace veintiún años fue elegido obispo, un hermano de su congregación, que lo había padecido como formador, nos dijo: “Hasta papa no para”. Lo entendimos como una mirada sesgada por la dolorosa cercanía que a veces generan los vínculos comunitarios. Pero cuando años después fue elegido obispo coadjutor con derecho a sucesión de Buenos Aires, lo que le aseguraba el arzobispado y el cardenalato, pensé que aquel jesuita ya fallecido, Juan Luis Moyano, no estaba tan lejos de la verdad… ¿Qué decir hoy?
Luego vino toda la historia del papel de Bergoglio en el secuestro y desaparición de Orlando Yorio, atestiguada tanto por él como también por José “Pichi” Messegeier. Sobre esto ya hay libros escritos. Y documentos que sostienen las versiones. Nadie duda de que la más leve de las interpretaciones posibles sea más que pesada…
La coexistencia de su simpatía y apoyo con los curas villeros y la pastoral popular convivían con su simpatía, apoyo y consuelo de cuanto dirigente político, social o empresario (casi siempre de derecha) se opusiera al gobierno de los Kirchner, quien consideraba a Bergoglio el líder la oposición. A través de la “vicaría de la educación” no tuvo reparos en protagonizar una escalada del poder de la educación privada, beneficiada cada vez con mayor presupuesto por parte del gobierno de Mauricio Macri, aun a costa de la educación estatal, la de los pobres.
Y mientras cada 7 de agosto acudía al santuario de San Cayetano para hablar de los pobres y excluidos, podía ser, a la vez, el presentador del “Proyecto social para el desarrollo”, un programa político apadrinado por Roberto Dromi, intendente de Mendoza en la dictadura militar y arquitecto legal de la entrega del país en la década menemista, dos caras de un mismo proceso políticoeconómico que generaron un país lleno de aquellos mismos pobres y excluidos; programa político que recorría todos los lugares comunes de la derecha vernácula: autarquía del Banco Central, fin de las retenciones, unificación de seguridad y defensa en un solo ministerio…
Su austeridad personal, indiscutible, siempre ha convivido con una decidida y sostenida búsqueda del poder, primero en su congregación, luego en la Iglesia argentina y universal. Bergoglio es un estratega y un político, como hace mucho no había en nuestra Iglesia. Pero parece que ahora todas las virtudes se reducen a una sola, olvidando que los pecados capitales son siete…
No obstante los antecedentes, no habría que descartar que una figura tan lejana al ceremonial y al protocolo, y consciente de la necesidad de ponerles fin a los escándalos (financieros, sexuales, políticos) continuados desde hace tiempo en la Iglesia universal y en Roma, sea capaz de imponer un cambio de rumbo en muchos temas sensibles.
Pero esto, más que hablar bien de Bergoglio, habla mal, bastante mal, del camino que la Iglesia tomó en las últimas décadas. Cuando luego del cónclave de 2005 circuló la versión de que Bergoglio fue el destinatario del voto “reformista” (quizá por derivación del voto a Martini), no pocos dijimos que si él expresaba el reformismo era porque la Iglesia se había precipitado hondamente en el conservadurismo.
¿Será Bergoglio la expresión del “reformismo posible”? Para responder a esta pregunta, habrá que esperar la paulatina toma de decisiones. En Argentina nos daremos cuenta pronto, cuando comiencen a completarse las designaciones episcopales pendientes, sobre todo la de Buenos Aires. Pero habrá ocasión, sin lugar a dudas, para importantes decisiones vinculadas con la curia romana, el hueso duro de roer desde hace siglos, un poder enquistado que fagocita y destroza todos los intentos de reforma y renovación. Una curia romana con la que Bergoglio no se ha llevado bien.
¿Pateará Bergoglio el tablero convocando a un nuevo concilio universal, tratando de buscar el camino para definitivamente acabar con el poder de la curia y haciéndose cargo, a la vez, del legado del cardenal Martini? No habría que descartarlo, aunque nunca se animó a convocar un sínodo en la arquidiócesis de Buenos Aires… Porque un concilio es, en el corto plazo, algo inmanejable.
Ojalá se anime a pegar el salto a lo desconocido. Así, quizá, podamos olvidarnos de algunas páginas preocupantes de su biografía.
Alguna vez estuve/estuvimos en el lugar del neocelandés. Fue en octubre de 1978, cuando eligieron a Karol Wojtila como Juan Pablo II. Un perfecto desconocido, de origen humilde, que venía de uno de los países más castigados en la historia del siglo XX. Todos nos alegramos con su frescura, su sencillez, su carisma. Y después pasó lo que pasó: el papado de la restauración y de la sepultura del intento reformador del Concilio Vaticano II.
Me gustaría ser neocelandés. Lo juro. Aunque más no sea, para alegrarme por un rato.
* Teólogo.

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