El déficit fiscal termina en deuda o inflación | Opinion

Existen sólo dos maneras de financiar el déficit fiscal: emitir deuda pública o emitir moneda. Ninguna de ellas es gratis en términos macroeconómicos y ambas conllevan sustantivos riesgos. De hecho, la Argentina tuvo sus mayores crisis macroeconómicas tras el retorno de la democracia, primero por abusar en emitir dinero, y luego por abusar en emitir deuda pública.
Son pocos los años en que Argentina vivió con las cuentas públicas en orden. Por décadas financió el déficit fiscal con emisión monetaria y en consecuencia convivió con elevadas tasas de inflación. La última dictadura, con fluido financiamiento externo, abrió el camino para cubrir el déficit público con endeudamiento y evitar su monetización. El financiamiento externo dio “rienda libre” al gasto público, generando un sideral incremento del endeudamiento público. Según números del FMI, la deuda pública pasó de 13,8% al 46,8% del PBI durante la dictadura, que declaró en default con la guerra en 1982.
Con el cierre del financiamiento externo y un gasto público lanzado, llevó a Latinoamérica a vivir los ochenta financiando al Estado nuevamente con inflación, mientras se procuraba afianzar la democracia y recuperar el equilibrio fiscal. Pero la caída en los precios de los commodities y sumado a una seguidilla de sequías que mermaban la producción, terminó por pulverizar los pocos recursos fiscales y todo esfuerzo por controlar el gasto público fue en vano. Casi toda la región terminó la década con crisis hiperinflacionarias. Brasil fue el último en salir de la hiperinflación recién en 1995.
Los noventa arrancaron con el plan Brady, diseñado para que gobiernos democráticos reconozcan como propia la deuda pública que tomó la dictadura, “anzuelo” que abrió nuevamente el financiamiento externo al Estado. Sin remordimiento ni sacando alguna moraleja del pasado, Argentina en particular arrancó otro ciclo de endeudamiento externo para financiar el déficit del sector público. Nuevamente con financiamiento externo se evitaba la monetización del déficit fiscal y “jactarse” de que se erradicó la inflación. No obstante, el déficit fiscal simplemente dejó de materializarse en aumento de precios, para hacerlo en aumento de deuda pública. La estrategia en pocos años elevó la deuda pública nuevamente a un monto impagable que desencadenó el default a fin de 2001.
El default quitó el grillete de la deuda pública y la devaluación pulverizó el resto del gasto público, combinación que hizo reaparecer el superávit fiscal casi al día siguiente que terminó la convertibilidad. La exitosa renegociación de la deuda pública en 2005, sumado a la recaudación vía retenciones en un contexto de auge de commodities, permitió que el superávit fiscal esté presente incluso hasta el año 2008. Ese año la economía ya tenía un salario superior al de la convertibilidad y el gobierno pagaba la deuda con la recaudación, eliminando toda necesidad de apelar a la emisión, sea de deuda o de moneda.
La crisis internacional y la sequía local del 2009 fue un colosal golpe a las finanzas públicas con el que reapareció el déficit fiscal. Por exacerbar el rebote económico de 2010/11 no se procuró recomponer el superávit fiscal, y posteriormente el deterioro de la situación energética no hizo más que profundizar el rojo fiscal. Según números oficiales el déficit fiscal fue de 55.500 millones en 2012, equivalente a 2,5% del PBI.
Sin superávit ni acceso a los mercados llevó al Gobierno a financiarse casi exclusivamente con el Banco Central, tanto para cubrir un creciente gasto público como también el pago de la deuda. Si bien la necesidad de financiamiento del Gobierno Nacional es chica en comparación con el propio pasado o de países de la región, gracias al canje y la política de desendeudamiento, resulta lo suficientemente elevada como para que su financiamiento exclusivamente monetario no tenga impacto sobre la tasa de inflación.
En números, la necesidad de financiamiento es de sólo 3,3% del PBI este año, de ello 2/3 es en moneda local. En 2001 la necesidad de financiamiento era de 11% del PBI, todo en moneda extranjera. Por lo tanto, los actuales montos involucrados llevan a descartar desbordes inflacionarios de mayor escala al actual. No obstante, asegura un elevado piso de inflación, suficiente para cobrar impuesto inflacionario y cubrir el actual bache fiscal.
En suma, el raconto histórico permite advertir que la forma de financiar el déficit fiscal terminó marcando la suerte de las últimas décadas. Dependiendo si el Gobierno de turno decidió monetizar el déficit fiscal u ocultarlo bajo una montaña de deuda pública, terminó dedicando buena parte de su gestión buscando artilugios para bajar la inflación, o bajar el riesgo país, atento a su elección de financiamiento.
En este sentido, las actuales restricciones cambiarias y acuerdos de precios como únicas medidas sin un plan que busque reducir el déficit fiscal, terminan siendo sólo parches sobre la coyuntura que buscan dilatar el traslado a precios que conlleva la recurrente monetización del déficit fiscal. No es necesario pecar de monetarista para considerar que crecer al 2% y emitir al 40%, deja amplio margen para presionar los precios al alza.
No es casualidad que cuando Argentina crecía a “tasas chinas” hace sólo unos años atrás, el sector público mostraba un robusto superávit fiscal que evitaba emitir deuda o moneda.
La recuperación de la cosecha y sus precios, de Brasil, así como los menores pagos de deuda gracias al desendeudamiento, otorgan una oportunidad única este año para bajar el déficit fiscal y su consecuente monetización, lo que permitiría comenzar a moderar la inflación y volver al sendero de crecimiento económico.

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