Detrás del Patio de las Palmeras está sonando Brahms. El veterano de ojos achinados y pelo renegrido sin canas verdes ni blancas ni tinturas revisa con obsesión los papeles que le subirá en un rato a su majestad. Parece un mero escribiente de la corona, pero es el mismísimo Richelieu. El influyente hombre de Estado que trama conspiraciones, se mueve con sigilo por los corredores del palacio, cena a solas con la Presidenta, arma jurídicamente sus caprichos e inyecta contenido ideológico y coartada intelectual a sus deseos más febriles. El «cerebro» que doma a los díscolos, vigila a los propios y manda castigar a los ajenos, y a quien responden funcionarios, dirigentes, empresarios, legisladores, jueces, periodistas y un ejército de militantes dispuestos a todo. El cargo que detenta no dice gran cosa. Carlos Zannini es el secretario de Legal y Técnica de la Presidencia de la Nación. Pero en la práctica resulta ser el único y verdadero confidente de Cristina, el diseñador de todos los combates políticos y culturales, y además la última opción si todas las demás fracasan. Créase o no, la Presidenta y su hijo Máximo piensan que si las cartas vienen mal y la re-reelección no es posible , si no hay más alternativa que crear un Nicolás Maduro que continúe con el movimiento nacional y popular (Zannini al gobierno, Cristina al poder), Richelieu deberá romper su pánico escénico, instalarse durante un año como el gran heredero y salir finalmente al toro.
Su cara es desconocida para la gran mayoría de los argentinos, pero él posee dos virtudes únicas para Cristina: una lealtad absoluta, casi religiosa, y una cabeza bien amueblada. El embajador de una potencia europea me contó una vez que se reunió, en días sucesivos, con Boudou, Capitanich y Zannini. Su intención era entender en qué consistía el famoso «modelo económico de acumulación con matriz diversificada e inclusión social». El embajador, al hablar conmigo, bajó la voz como si temiera que hubiese micrófonos en su propio jardín: «La exposición de Boudou fue de una superficialidad alarmante; un frívolo total. Capitanich me impresionó mejor: al menos sabía de economía. Pero Zannini era por lejos el más articulado de todos , me dio una lección de política y de historia. Es un cuadro político brillante».
Se trata de una rara avis dentro del planeta kirchnerista: no imposta casi nada, es lo que parece. Quiero decir, fue un setentista de verdad y padeció la cárcel de la dictadura. No le dicen «Chino» por sus ojos rasgados, sino por su antigua adscripción al maoísmo. Militó en Vanguardia Comunista, estuvo cuatro años preso y hace un esfuerzo visible por no ser un mero nacionalista de izquierda. «Quizá lo único que imposta un poquito es su peronismo, y es por eso que a veces lo sobreactúa -me confió un ex compañero que lo estima-. Pero con la muerte de Néstor, la deserción de Alberto y la caída en desgracia de Julio, la mesa chica dejó de ser un póquer de cinco para ser un solitario. Ahora Cristina carece de socios, juega sola. Apenas tiene gerentes». Y el Chino es su gerente general, el que está a su lado mientras ella mueve la baraja. Zannini escucha su pensamiento, que la Presidenta susurra en voz alta, y le da herramientas jurídicas, trucos institucionales, contenidos dialécticos y jugadas políticas para que hasta los proyectos más disparatados se hagan realidad. Futbol para Todos, la ley de medios, la «democratización de la Justicia», el ahogo financiero a Scioli, la apropiación del papa Francisco, el rumbo de Unidos y Organizados. Todos los ríos van a dar al despacho del melómano del Patio de las Palmeras, donde para «persuadir» a sus adversarios, además de aplicarles a rajatabla la liturgia y a veces mostrarles el abismo, derrama si hace falta su erudición literaria. Es un gran lector, y suele citar curiosamente a tres periodistas: Gabriel García Márquez, Rodolfo Walsh y Roberto Arlt.
Durísimo, dogmático, en ocasiones un tanto mesiánico, Richelieu sin embargo no sabe negociar. «Le dejo un tema a Carlos y me incendia la Argentina», bromeaba Néstor Kirchner. Se refería a la rigidez de sus posiciones. Que nunca son propias: trabaja para monarcas a quienes no les gusta dialogar ni conceder. Y Zannini es capaz, si es necesario, de ser más kirchnerista que Néstor y más cristinista que Cristina. Su metodología del secretismo y su aversión a los periodistas -para él degradamos la política y por lo tanto la democracia- resultan simplemente una amplificación de los recelos y cóleras que escucha en la intimidad de Olivos. Pero sobre esos odios surgidos de las vísceras, el Chino sabe crear argumentaciones racionalistas. Vale la pena repasar las tres o cuatro intervenciones públicas que quedaron registradas en Internet para entender su solidez intelectual y su contradictorio magnetismo. Todas esas arengas fueron hechas en ámbitos de la militancia. En dos de esas ocasiones, el duro se permitió incluso llorar. La primera vez, cuando narró detalles sobre la trágica suerte de sus compañeros de prisión; la segunda, cuando recordó a Néstor y dijo: «Gran ironía, la muerte lo vino buscando pensando que lo mataba y terminó dándole más vida. Nosotros somos esa vida. Apoyemos a Cristina».
Esa lírica combina fortaleza ideológica con fragilidad emocional, y se transforma por momentos en arenga bíblica: «Necesitamos predicadores de la buena nueva», dice a menudo. Sus discursos revelan el sentido profundo del proyecto: «Los que estudiamos abogacía en la Argentina hemos recibido una formación que trata de ver al Estado como un cuco que le hace mal al ciudadano -reflexiona-. Hoy debemos repensar el derecho. Tenemos que ver las cosas desde otro paradigma que aquella realidad de la lucha del feudalismo contra la burguesía. Hoy hay un empequeñecimiento del Estado frente a las corporaciones. El Estado, manejado desde el bien común, es el único lugar desde el que reparar y promover». Repensar el derecho (cambiar la justicia y reconcebir el parlamentarismo, la división de poderes y la misma Constitución Nacional, como propugna Laclau) y pertrecharse en el Estado (una supracorporación que decide a dedo qué es y qué no es el «bien común») para batallar paradójicamente contra las corporaciones, que ya comen de su mano. ¿Es tan extraño entonces que alguna vez Zannini haya pronunciado aquella frase maldita: «Pusimos a esta Corte para otra cosa»? ¿O que él mismo haya dirigido, siendo soldado de Néstor, el Tribunal Supremo de Justicia de Santa Cruz y haya confeccionado jurídicamente la reelección eterna del gobernador? ¿Es raro entonces que le inyecte gas al bien intencionado grupo de Justicia Legítima mientras intenta repensar el derecho como mero brazo judicial del Poder Ejecutivo?
La guerra contra los medios encaja perfectamente en este cuento bien contado. El Estado es el bien, porque lucha contra la desigualdad, y los medios son el mal, porque son la voz de las corporaciones. Sin embargo, la realidad le porfía: este Estado generó empleo pero no logró reducir mucho la enorme brecha entre ricos y pobres, ni terminar con la extranjerización ni con la concentración: más bien todo lo contrario. Y es evidente que, hoy más que nunca, los medios no representan más que a sus lectores, puesto que las corporaciones tienen ya un jefe indiscutido: el secretario de Comercio, con quien confraternizan y a quien siguen, obedecen y aplauden. El kirchnerismo, con diez años de prebendas y látigo estatal, ha logrado constituirse en el mismísimo establishment de la Argentina.
Zannini, en el transcurso de sus pocas apariciones públicas, alude una y otra vez a un experimento realizado hace unos meses sobre las tapas de Clarín. Alguien pintó de rojas y verdes las notas de portada de ese matutino. Las noticias positivas para el Gobierno adoptan el verde y las negativas el rojo. El cuadro muestra, según el gerente general del kirchnerismo, que al principio dominaba el color esperanza, que luego había muchos tonos colorados y negativos, y que ya durante la era de Cristina las tapas se volvían completamente rojas. «El prestigio de Néstor y Cristina en ese camino subió -explica el secretario de Legal y Técnica-. Rompieron aquello de que no se puede gobernar con tres tapas en contra. Clarín dejo de crear agenda. Es una buena noticia.»
Esta concepción un tanto rudimentaria revela la escandalosa ignorancia con que la política analiza el periodismo: como si todo fuera verde o rojo, y quedara reducido a un partido de metegol. Los rojos vencen a los verdes, y viceversa. Vamos ganando. Un lector de García Márquez debería comprender que el asunto es mucho más complejo. Que el periodismo responde a lógicas menos deportivas e ideológicas, como la obligación de fiscalizar la cosa pública, el interés de los lectores rasos por conocer qué quiere esconder el grupo que gobierna sus vidas, y el ánimo de los redactores por ir contra la corriente y desenmascarar las mentiras del Estado. El canal Encuentro festeja el hito del Watergate, pero el oficialismo sanciona cualquier investigación de Hugo Alconada Mon: «Trabaja para las corporaciones», dicen y sellan la discusión para clausurar así la posibilidad de que el vicepresidente de la Nación tenga que enfrentar sus graves errores. Zannini conoce de cerca el asunto: cuando el autor de Boudou-Ciccone y la máquina de hacer billetes (Planeta) destapó junto con otros colegas este affaire vergonzoso, el secretario de Legal y Técnica ayudó a arrojar por la ventana al procurador general de la Nación para proteger al delfín de la Presidenta.
Por otra parte, si ya Néstor y Cristina probaron que los medios no marcan agenda y que su prestigio no depende de las tapas de los diarios, ¿por qué Zannini atiza la guerra popular prolongada de Mao contra ellos? ¿Será que el problema no son las corporaciones sino las investigaciones que el periodismo formula sobre el poder real?
Estas insalvables discrepancias no empañan el reconocimiento de la arquitectura mental del Maduro cristinista que aguarda en el banco de suplentes. «Quiero llevar una luz esperanzadora -les dijo a los militantes hace unas semanas-. No se preocupen, esto sigue, esto no terminó acá. Todos esos defectitos que todavía encontramos en la gestión los vamos a pulir.»
Richelieu sigue concentrado, por ahora, en los papeles que revisará en un momento con la Presidenta. Cae la tarde en el Patio de las Palmeras y Brahms asfalta los «defectitos» y asordina los ruidos de la realidad.
© LA NACION.
Su cara es desconocida para la gran mayoría de los argentinos, pero él posee dos virtudes únicas para Cristina: una lealtad absoluta, casi religiosa, y una cabeza bien amueblada. El embajador de una potencia europea me contó una vez que se reunió, en días sucesivos, con Boudou, Capitanich y Zannini. Su intención era entender en qué consistía el famoso «modelo económico de acumulación con matriz diversificada e inclusión social». El embajador, al hablar conmigo, bajó la voz como si temiera que hubiese micrófonos en su propio jardín: «La exposición de Boudou fue de una superficialidad alarmante; un frívolo total. Capitanich me impresionó mejor: al menos sabía de economía. Pero Zannini era por lejos el más articulado de todos , me dio una lección de política y de historia. Es un cuadro político brillante».
Se trata de una rara avis dentro del planeta kirchnerista: no imposta casi nada, es lo que parece. Quiero decir, fue un setentista de verdad y padeció la cárcel de la dictadura. No le dicen «Chino» por sus ojos rasgados, sino por su antigua adscripción al maoísmo. Militó en Vanguardia Comunista, estuvo cuatro años preso y hace un esfuerzo visible por no ser un mero nacionalista de izquierda. «Quizá lo único que imposta un poquito es su peronismo, y es por eso que a veces lo sobreactúa -me confió un ex compañero que lo estima-. Pero con la muerte de Néstor, la deserción de Alberto y la caída en desgracia de Julio, la mesa chica dejó de ser un póquer de cinco para ser un solitario. Ahora Cristina carece de socios, juega sola. Apenas tiene gerentes». Y el Chino es su gerente general, el que está a su lado mientras ella mueve la baraja. Zannini escucha su pensamiento, que la Presidenta susurra en voz alta, y le da herramientas jurídicas, trucos institucionales, contenidos dialécticos y jugadas políticas para que hasta los proyectos más disparatados se hagan realidad. Futbol para Todos, la ley de medios, la «democratización de la Justicia», el ahogo financiero a Scioli, la apropiación del papa Francisco, el rumbo de Unidos y Organizados. Todos los ríos van a dar al despacho del melómano del Patio de las Palmeras, donde para «persuadir» a sus adversarios, además de aplicarles a rajatabla la liturgia y a veces mostrarles el abismo, derrama si hace falta su erudición literaria. Es un gran lector, y suele citar curiosamente a tres periodistas: Gabriel García Márquez, Rodolfo Walsh y Roberto Arlt.
Durísimo, dogmático, en ocasiones un tanto mesiánico, Richelieu sin embargo no sabe negociar. «Le dejo un tema a Carlos y me incendia la Argentina», bromeaba Néstor Kirchner. Se refería a la rigidez de sus posiciones. Que nunca son propias: trabaja para monarcas a quienes no les gusta dialogar ni conceder. Y Zannini es capaz, si es necesario, de ser más kirchnerista que Néstor y más cristinista que Cristina. Su metodología del secretismo y su aversión a los periodistas -para él degradamos la política y por lo tanto la democracia- resultan simplemente una amplificación de los recelos y cóleras que escucha en la intimidad de Olivos. Pero sobre esos odios surgidos de las vísceras, el Chino sabe crear argumentaciones racionalistas. Vale la pena repasar las tres o cuatro intervenciones públicas que quedaron registradas en Internet para entender su solidez intelectual y su contradictorio magnetismo. Todas esas arengas fueron hechas en ámbitos de la militancia. En dos de esas ocasiones, el duro se permitió incluso llorar. La primera vez, cuando narró detalles sobre la trágica suerte de sus compañeros de prisión; la segunda, cuando recordó a Néstor y dijo: «Gran ironía, la muerte lo vino buscando pensando que lo mataba y terminó dándole más vida. Nosotros somos esa vida. Apoyemos a Cristina».
Esa lírica combina fortaleza ideológica con fragilidad emocional, y se transforma por momentos en arenga bíblica: «Necesitamos predicadores de la buena nueva», dice a menudo. Sus discursos revelan el sentido profundo del proyecto: «Los que estudiamos abogacía en la Argentina hemos recibido una formación que trata de ver al Estado como un cuco que le hace mal al ciudadano -reflexiona-. Hoy debemos repensar el derecho. Tenemos que ver las cosas desde otro paradigma que aquella realidad de la lucha del feudalismo contra la burguesía. Hoy hay un empequeñecimiento del Estado frente a las corporaciones. El Estado, manejado desde el bien común, es el único lugar desde el que reparar y promover». Repensar el derecho (cambiar la justicia y reconcebir el parlamentarismo, la división de poderes y la misma Constitución Nacional, como propugna Laclau) y pertrecharse en el Estado (una supracorporación que decide a dedo qué es y qué no es el «bien común») para batallar paradójicamente contra las corporaciones, que ya comen de su mano. ¿Es tan extraño entonces que alguna vez Zannini haya pronunciado aquella frase maldita: «Pusimos a esta Corte para otra cosa»? ¿O que él mismo haya dirigido, siendo soldado de Néstor, el Tribunal Supremo de Justicia de Santa Cruz y haya confeccionado jurídicamente la reelección eterna del gobernador? ¿Es raro entonces que le inyecte gas al bien intencionado grupo de Justicia Legítima mientras intenta repensar el derecho como mero brazo judicial del Poder Ejecutivo?
La guerra contra los medios encaja perfectamente en este cuento bien contado. El Estado es el bien, porque lucha contra la desigualdad, y los medios son el mal, porque son la voz de las corporaciones. Sin embargo, la realidad le porfía: este Estado generó empleo pero no logró reducir mucho la enorme brecha entre ricos y pobres, ni terminar con la extranjerización ni con la concentración: más bien todo lo contrario. Y es evidente que, hoy más que nunca, los medios no representan más que a sus lectores, puesto que las corporaciones tienen ya un jefe indiscutido: el secretario de Comercio, con quien confraternizan y a quien siguen, obedecen y aplauden. El kirchnerismo, con diez años de prebendas y látigo estatal, ha logrado constituirse en el mismísimo establishment de la Argentina.
Zannini, en el transcurso de sus pocas apariciones públicas, alude una y otra vez a un experimento realizado hace unos meses sobre las tapas de Clarín. Alguien pintó de rojas y verdes las notas de portada de ese matutino. Las noticias positivas para el Gobierno adoptan el verde y las negativas el rojo. El cuadro muestra, según el gerente general del kirchnerismo, que al principio dominaba el color esperanza, que luego había muchos tonos colorados y negativos, y que ya durante la era de Cristina las tapas se volvían completamente rojas. «El prestigio de Néstor y Cristina en ese camino subió -explica el secretario de Legal y Técnica-. Rompieron aquello de que no se puede gobernar con tres tapas en contra. Clarín dejo de crear agenda. Es una buena noticia.»
Esta concepción un tanto rudimentaria revela la escandalosa ignorancia con que la política analiza el periodismo: como si todo fuera verde o rojo, y quedara reducido a un partido de metegol. Los rojos vencen a los verdes, y viceversa. Vamos ganando. Un lector de García Márquez debería comprender que el asunto es mucho más complejo. Que el periodismo responde a lógicas menos deportivas e ideológicas, como la obligación de fiscalizar la cosa pública, el interés de los lectores rasos por conocer qué quiere esconder el grupo que gobierna sus vidas, y el ánimo de los redactores por ir contra la corriente y desenmascarar las mentiras del Estado. El canal Encuentro festeja el hito del Watergate, pero el oficialismo sanciona cualquier investigación de Hugo Alconada Mon: «Trabaja para las corporaciones», dicen y sellan la discusión para clausurar así la posibilidad de que el vicepresidente de la Nación tenga que enfrentar sus graves errores. Zannini conoce de cerca el asunto: cuando el autor de Boudou-Ciccone y la máquina de hacer billetes (Planeta) destapó junto con otros colegas este affaire vergonzoso, el secretario de Legal y Técnica ayudó a arrojar por la ventana al procurador general de la Nación para proteger al delfín de la Presidenta.
Por otra parte, si ya Néstor y Cristina probaron que los medios no marcan agenda y que su prestigio no depende de las tapas de los diarios, ¿por qué Zannini atiza la guerra popular prolongada de Mao contra ellos? ¿Será que el problema no son las corporaciones sino las investigaciones que el periodismo formula sobre el poder real?
Estas insalvables discrepancias no empañan el reconocimiento de la arquitectura mental del Maduro cristinista que aguarda en el banco de suplentes. «Quiero llevar una luz esperanzadora -les dijo a los militantes hace unas semanas-. No se preocupen, esto sigue, esto no terminó acá. Todos esos defectitos que todavía encontramos en la gestión los vamos a pulir.»
Richelieu sigue concentrado, por ahora, en los papeles que revisará en un momento con la Presidenta. Cae la tarde en el Patio de las Palmeras y Brahms asfalta los «defectitos» y asordina los ruidos de la realidad.
© LA NACION.