Una sensación de fin de época acosa a Venezuela a partir de la muerte de Hugo Chávez. No se trata sólo de una consecuencia hasta obvia de la desaparición del creador y líder excluyente del experimento bolivariano, autocelebrado con el rótulo de socialista. Esa muerte dejo al país sin su timonel más autorizado, es cierto. Pero antes de esa desgracia ya venía creciendo un proceso de descomposición que ahora se acelera con una inflación desatada, la estampida del dólar paralelo, y la deuda nacional en escalada.
El modelo económico chavista, con el cual se edificó su propuesta política, parece tener un destino inverso al que sus apóstoles enarbolan. Y constituye un espejo inquietante para los esquemas que imitaron total o parcialmente esa aventura. Este diagnóstico no surge de un debate ideológico; es lo que indican los números secos y fríos. Algo simplemente no se ha hecho bien. La ideología, en todo caso, anda trabada en un punto indefinido entre el mesianismo y la impericia, usando a l primero para ocultar a la segunda que es de lo que se trata el relato.
No debería sorprender que esa ilusión aún sea efectiva. Nicolás Maduro, el heredero de Chávez, ni en las peores pesadillas podría temer por su casi segura victoria en las elecciones del 14 de abril. La campaña electoral del oficialista viene pavimentada por el efecto anímico de la pérdida del líder que le dio a los pobres por primera vez un lugar en la historia. La oposición unificada, que recortó la diferencia con el chavismo desde 26% en 2006 a 11% en las presidenciales de octubre pasado, difícilmente pueda romper el escudo emocional que tutela a su adversario.
Pero lo que hoy sobrevuela ominoso no es lo que pueda suceder en las urnas, sino en el corto plazo posterior. A lo largo de los 14 años del chavismo, Venezuela se encerró en su carácter mono-productor de petróleo. El crudo significa 90% de todo el balance exportador nacional. Sobre esa riqueza se montó el programa de gobierno y por su carácter excluyente, no se desarrolló ningún área económica alternativa. La consecuencia fue un modelo rentista plagado de distorsiones. El diario Tal Cual del ex guerrillero Teodoro Petkoff, sintetizó esas realidades en un párrafo reciente, que visto desde Argentina, resuena como una noticia local: “Las distorsiones más relevantes son déficit fiscal insostenible; alta y persistente inflación; escasez y racionamiento de bienes y servicios; elevada y creciente dependencia de las importaciones; caída de las reservas internacionales; fuga de capitales; una brecha creciente entre el precio del dólar oficial y el paralelo; alta tasa de desempleo encubierto y un ambiente hostil a las inversiones nacionales y extranjeras”.
El gobierno venezolano discute, en estas horas tensas pre electorales, cómo aliviar esas variables. Uno de los mayores desafíos es cómo reducir esa brecha de cuatro veces del valor de la divisa norteamericana (de 6,3 a 24 bolívares) con efectos inevitables en los precios de la economía. El cepo cambiario rige en el país desde hace una década, de modo que desactivarlo soltando esas fuerzas, es un riesgo que el régimen demorará en tomar. Por ahora, la semana pasada, anunció un sistema de subasta de los dólares para los importadores, una devaluación encubierta de niveles aún no precisados que se agrega al ajuste de 32% impuesto hace apenas cinco semanas.
Con las devaluaciones, el gobierno busca aumentar su caja. Si se mueve con prudencia, parte de esos fondos adicionales le servirían para aliviar el impacto social del ajuste actual y los que vendrán.
Pero la capacidad de maniobra del régimen es reducida.
El año pasado, el gasto publico venezolano creció 50% y el gobierno lo financió con una espectacular inyección de liquidez de casi 60% del PBI (en Argentina nos alarmamos porque la emisión esta en torno al 37%). La excusa para el exceso fueron las elecciones. Esa enorme masa de dinero produjo una ilusión monetaria y de riqueza entre los votantes efectivamente, pero fijó un piso de inflación para este año de 30% que ni el gobierno discute.
También potenció el alza frenética de la divisa norteamericana debido a la huida de la gente a una moneda dura para preservar los ahorros. En medio de ese carnaval, el déficit fiscal trepó a la friolera de 16% del Producto. Esa es la diferencia entre lo que el Estado recauda y lo que gasta y que financia, de nuevo, emitiendo o con la inversión del único producto que exporta, un recurso que se ha adelgazado por los gastos añadidos al Estado debido a las nacionalizaciones y la caída de la producción de la estatal PDVSA.
Tal como ahora se anuncia en Argentina, para intentar frenar la inflación, el liderazgo bolivariano habilitó un flujo de importaciones crecientes que apenas bajaron el costo de vida pero arrasaron con las pocas alternativas de producción nacional e impulsaron el dólar hacia arriba.
¿Pero cómo lo hicieron? Pues endeudando masivamente al Estado para conseguir vía bonos los dólares a los importadores que no podían adquirirlos debido a que el mercado está intervenido.
Notable desastre auto inflingido.
Así las cosas, en 2012 las compras al exterior que incluyen gran parte de la canasta familiar, desde alimentos y pañales a papel higiénico, llegaron a US$50 mil millones.
Es todo un dato para el museo de las curiosidades que la cuenta de compras a EE.UU., blanco permanente de los ataques retóricos del régimen bolivariano, creció ese periodo nada menos que 43% respecto a 2011. No se requiere de talentos especiales para advertir que este amontonamiento de cifras negativas anticipa un colapso de consecuencias difíciles de mensurar porque ataca desde todos los costados, incluyendo una extraordinaria deuda que ahora ronda los US$ 200 mil millones. El mexicano Carlos Fuentes solía describir a Chávez como un “Mussolini tropical”. Pero se ve claro que el autoritarismo no ha sido el único gran defecto que estos modelos han dejado como un pesado legado.
Copyright Clarín, 2013.
El modelo económico chavista, con el cual se edificó su propuesta política, parece tener un destino inverso al que sus apóstoles enarbolan. Y constituye un espejo inquietante para los esquemas que imitaron total o parcialmente esa aventura. Este diagnóstico no surge de un debate ideológico; es lo que indican los números secos y fríos. Algo simplemente no se ha hecho bien. La ideología, en todo caso, anda trabada en un punto indefinido entre el mesianismo y la impericia, usando a l primero para ocultar a la segunda que es de lo que se trata el relato.
No debería sorprender que esa ilusión aún sea efectiva. Nicolás Maduro, el heredero de Chávez, ni en las peores pesadillas podría temer por su casi segura victoria en las elecciones del 14 de abril. La campaña electoral del oficialista viene pavimentada por el efecto anímico de la pérdida del líder que le dio a los pobres por primera vez un lugar en la historia. La oposición unificada, que recortó la diferencia con el chavismo desde 26% en 2006 a 11% en las presidenciales de octubre pasado, difícilmente pueda romper el escudo emocional que tutela a su adversario.
Pero lo que hoy sobrevuela ominoso no es lo que pueda suceder en las urnas, sino en el corto plazo posterior. A lo largo de los 14 años del chavismo, Venezuela se encerró en su carácter mono-productor de petróleo. El crudo significa 90% de todo el balance exportador nacional. Sobre esa riqueza se montó el programa de gobierno y por su carácter excluyente, no se desarrolló ningún área económica alternativa. La consecuencia fue un modelo rentista plagado de distorsiones. El diario Tal Cual del ex guerrillero Teodoro Petkoff, sintetizó esas realidades en un párrafo reciente, que visto desde Argentina, resuena como una noticia local: “Las distorsiones más relevantes son déficit fiscal insostenible; alta y persistente inflación; escasez y racionamiento de bienes y servicios; elevada y creciente dependencia de las importaciones; caída de las reservas internacionales; fuga de capitales; una brecha creciente entre el precio del dólar oficial y el paralelo; alta tasa de desempleo encubierto y un ambiente hostil a las inversiones nacionales y extranjeras”.
El gobierno venezolano discute, en estas horas tensas pre electorales, cómo aliviar esas variables. Uno de los mayores desafíos es cómo reducir esa brecha de cuatro veces del valor de la divisa norteamericana (de 6,3 a 24 bolívares) con efectos inevitables en los precios de la economía. El cepo cambiario rige en el país desde hace una década, de modo que desactivarlo soltando esas fuerzas, es un riesgo que el régimen demorará en tomar. Por ahora, la semana pasada, anunció un sistema de subasta de los dólares para los importadores, una devaluación encubierta de niveles aún no precisados que se agrega al ajuste de 32% impuesto hace apenas cinco semanas.
Con las devaluaciones, el gobierno busca aumentar su caja. Si se mueve con prudencia, parte de esos fondos adicionales le servirían para aliviar el impacto social del ajuste actual y los que vendrán.
Pero la capacidad de maniobra del régimen es reducida.
El año pasado, el gasto publico venezolano creció 50% y el gobierno lo financió con una espectacular inyección de liquidez de casi 60% del PBI (en Argentina nos alarmamos porque la emisión esta en torno al 37%). La excusa para el exceso fueron las elecciones. Esa enorme masa de dinero produjo una ilusión monetaria y de riqueza entre los votantes efectivamente, pero fijó un piso de inflación para este año de 30% que ni el gobierno discute.
También potenció el alza frenética de la divisa norteamericana debido a la huida de la gente a una moneda dura para preservar los ahorros. En medio de ese carnaval, el déficit fiscal trepó a la friolera de 16% del Producto. Esa es la diferencia entre lo que el Estado recauda y lo que gasta y que financia, de nuevo, emitiendo o con la inversión del único producto que exporta, un recurso que se ha adelgazado por los gastos añadidos al Estado debido a las nacionalizaciones y la caída de la producción de la estatal PDVSA.
Tal como ahora se anuncia en Argentina, para intentar frenar la inflación, el liderazgo bolivariano habilitó un flujo de importaciones crecientes que apenas bajaron el costo de vida pero arrasaron con las pocas alternativas de producción nacional e impulsaron el dólar hacia arriba.
¿Pero cómo lo hicieron? Pues endeudando masivamente al Estado para conseguir vía bonos los dólares a los importadores que no podían adquirirlos debido a que el mercado está intervenido.
Notable desastre auto inflingido.
Así las cosas, en 2012 las compras al exterior que incluyen gran parte de la canasta familiar, desde alimentos y pañales a papel higiénico, llegaron a US$50 mil millones.
Es todo un dato para el museo de las curiosidades que la cuenta de compras a EE.UU., blanco permanente de los ataques retóricos del régimen bolivariano, creció ese periodo nada menos que 43% respecto a 2011. No se requiere de talentos especiales para advertir que este amontonamiento de cifras negativas anticipa un colapso de consecuencias difíciles de mensurar porque ataca desde todos los costados, incluyendo una extraordinaria deuda que ahora ronda los US$ 200 mil millones. El mexicano Carlos Fuentes solía describir a Chávez como un “Mussolini tropical”. Pero se ve claro que el autoritarismo no ha sido el único gran defecto que estos modelos han dejado como un pesado legado.
Copyright Clarín, 2013.