Lord Acton, menos conocido como John Emerich Edward Dalkberg Acton, en una carta dirigida al obispo Mandell Kreighton, autor de la monumental Historia del Papado, sostuvo: «Power tends to corrupt, and absolut power corrupt absolutly.» La fórmula del historiador católico puede traducirse así: «El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente.» No es una afirmación cualquiera, habida cuenta que remite al poder del papado, es decir, de una monarquía absoluta. Con una precisión, que no ha sido hecha exactamente por un enemigo de la Iglesia Católica.
Ahora bien, el 18A se hizo bajo una presuposición que los movilizados comparten: la dictadura K amenaza la división de poderes, la democracia argentina estaría en peligro. Desde esta perspectiva un gobierno fuerte, en condiciones de perpetuarse, puede imponer un sesgo crecientemente autoritario, burlando la Constitución Nacional.
Si las fuerzas políticas que gobernaron la sociedad argentina debieran clasificarse binariamente en fuertes o débiles, conste que no estoy diciendo a favor de quiénes se ejerce la fuerza, ¿cómo sería el reparto del poder en la última centuria?
La serie arranca con el gobierno de Roque Sáenz Peña para concluir con el de Cristina Fernández de Kirchner. No nos proponemos una lectura exhaustiva, por tanto sólo incluirá a Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón, Pedro Eugenio Aramburu, Arturo Humberto Illia, Jorge Rafael Videla, Raúl Alfonsín y Cristina Fernández. Vale un matiz: en muy pocas oportunidades los gobiernos son fuertes o débiles para todo, incluso las dictaduras, de modo que esta lectura inicial impone una reconsideración. La repregunta será: ¿para qué son fuertes los fuertes?
La célebre Ley Sáenz Peña muestra la fuerza del presidente, de su gobierno, ya que habilitaba una nueva estructura política. El nuevo presidente debía ser plebiscitado por millones, en lugar de serlo tan sólo entre los integrantes del bloque de clases dominantes. Y el resultado de esa novedad, no lo ignoraba nadie, implicaba la conformación de un poder plebeyo, al menos su posibilidad, y ese poder había sido construido minuciosamente por Yrigoyen. El hombre que no hablaba en público, lo había anudado laboriosamente en privado.
Si el poder fuera un problema puramente lógico, el nuevo presidente debía ser aun más poderoso que el anterior. Sumaba a la estructural discrecionalidad presidencial, el respaldo de masas. Pero a la hora de la verdad, un Senado construido por el ciclo anterior fue capaz de limar sus limitadas asperezas reformistas. Ni el impuesto a las ganancias pudo imponer el gobierno radical, impuesto que los gobiernos de la Década Infame impusieron sin inconvenientes. Yrigoyen dispuso de un enorme consenso para hacer lo mismo que los gobiernos anteriores, incluso pudo reprimir a los trabajadores como nunca (recordemos, Semana Trágica, masacre de la Patagonia) pero si se trataba de cambiar en beneficio de los votantes populares, su poder decrecía junto con su voluntad política. Era un gobierno fuerte en la forma, débil en el contenido social.
El coronel Perón viola la primera regla de la sucesión: no ha sido elegido por el presidente anterior, el general Farrell le pide la renuncia el 8 de octubre de 1945, sino por una pacífica movilización obrera. El 17 de octubre quiebra la norma, y la clase obrera no sólo ingresa a la república parlamentaria, organiza un partido político: el laborismo. La Unión Ferroviaria dirigía la CGT, e impulsó la fuerza que aporta el caudal electoral decisivo para la victoria de febrero del ’46. Perón se ocupa de revertir esa posibilidad «independiente» y fusiona los restos tumefactos del ciclo anterior –radicales y conservadores trepados al carro de la victoria– con el partido basado en los sindicatos. La dirección del 17 de octubre termina por perder la del movimiento obrero, pero aun así, el gobierno dispone de suficiente poder parlamentario para modificar la Constitución del ’53, y conformar una nueva. Nadie estuvo nunca en condiciones de repetir la hazaña, la Constitución de Urquiza y Mitre careció de calor popular, ya que fue decidida por dos que ni siquiera pisaron el suelo de la constituyente. Y esa siguió siendo la regla; recordemos la reforma del ’94, pactada por Alfonsín y Carlos Saúl Menem. El ’49, primera y única vez que el pueblo deliberaba y gobernaba por medio de sus representantes. Así las conquistas del welfare state gozaron un ratito de estatuto constitucional. Resultó, en consecuencia, el gobierno más fuerte de la historia argentina, donde su accionar estuvo más determinado por las limitaciones políticas de sus protagonistas, que por la capacidad de bloqueo del resto de la sociedad argentina, hasta septiembre del ’55.
El ciclo organizado por la Libertadora arranca con la liquidación de ese pacto constitucional; el gobierno del general Aramburu era muy fuerte para garantizar la proscripción del peronismo, pero bastante más débil en las demás direcciones. En rigor de verdad organiza un Parlamento Negro, una trastienda donde se decide quién gana, ya sea contando con el respaldo electoral de Perón, como el caso de Arturo Frondizi, o impidiendo sus candidatos y otorgando por esa vía la victoria a una fracción radical cuyo candidato terminó siendo el doctor Illia. Las FF AA fueron los garantes del sistema, y en última instancia si el gobierno de turno dejaba de funcionar un golpe de Estado redefinía el juego.
El regreso de Perón en noviembre del ’72 mostró un curioso empate, la Libertadora ya no era capaz de impedir su presencia, ni el General era capaz de imponer su candidatura. Para ganar el 11 de marzo tuvo que acudir al expediente de sumar toda la dinámica radicalizada, las organizaciones armadas, de modo que, entre su programa y los militantes del tercer peronismo, el ensamble se volvió imposible. La fuerza de su gobierno era sólo una hipótesis, las contradicciones terminaron por devorarlo. La muerte del general y la de su política coincidieron. María Estela Martínez de Perón lo demostraría abriendo la puerta al nuevo programa económico, el Rodrigazo, el novísimo programa del partido del Estado y la represión directa de las FF AA. Los militares solo eligieron el método represivo, todo lo demás vino en un paquete cerrado. Poderosos para reprimir, la aventura malvinera llevó esta impotencia al paroxismo, y la derrota reconstruyó el ¿poder? de los partidos tradicionales.
La victoria de Alfonsín y el consenso que construyó en el ’83, le hubieran permitido reorientar la sociedad, debatir el nuevo programa del partido del Estado. Decidió no hacerlo. La deuda externa, su incidencia interna, impedía gobernar. O se distinguía la legítima de la ilegítima, como argumentó en la campaña, o gobernaban los bancos acreedores. Si a esto se suma el problema de la impunidad militar, se tiene un cuadro completo. Alfonsín garantizó la continuidad sin fuerzas armadas, y Menem llevó esta lógica hasta el desguace del Estado, hasta la Convertibilidad; la crisis de 2001 mostró la imposibilidad de seguir gobernando así. Ese era el poder inicial del nuevo gobierno. Al restablecer la relación entre los delitos y las penas, al reconstruir la punición, intentó clausurar la democracia de la derrota. Pero el poder real, el bloque de clases dominantes, permaneció intocado.
Por eso, cuando se produce en 2008 el conflicto por la 125, nadie nombra el poder real. Monsanto permanece en la trastienda. Y esa es la regla: todos saben cuáles son los poderosos, saben que el gobierno es débil frente a ellos. Un curioso desplazamiento opera: contra el gobierno se puede, contra los poderosos no. Este gobierno es más fuerte que los que aceptaban sin rechistar la receta continuista, pero no se propuso un nuevo programa para el partido del Estado. Una cosa es maniobrar; otra, quebrar el orden existente. El gobierno dio argumentos contra algunos poderosos, y los que se movilizaron el 18A además de rechazarlos, declaman que ese intento contiene una dictadura. Para la sociedad argentina cambiar el poder real, por el momento, no es un objetivo y esa es la naturaleza de su crisis política. – <dl
Ahora bien, el 18A se hizo bajo una presuposición que los movilizados comparten: la dictadura K amenaza la división de poderes, la democracia argentina estaría en peligro. Desde esta perspectiva un gobierno fuerte, en condiciones de perpetuarse, puede imponer un sesgo crecientemente autoritario, burlando la Constitución Nacional.
Si las fuerzas políticas que gobernaron la sociedad argentina debieran clasificarse binariamente en fuertes o débiles, conste que no estoy diciendo a favor de quiénes se ejerce la fuerza, ¿cómo sería el reparto del poder en la última centuria?
La serie arranca con el gobierno de Roque Sáenz Peña para concluir con el de Cristina Fernández de Kirchner. No nos proponemos una lectura exhaustiva, por tanto sólo incluirá a Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón, Pedro Eugenio Aramburu, Arturo Humberto Illia, Jorge Rafael Videla, Raúl Alfonsín y Cristina Fernández. Vale un matiz: en muy pocas oportunidades los gobiernos son fuertes o débiles para todo, incluso las dictaduras, de modo que esta lectura inicial impone una reconsideración. La repregunta será: ¿para qué son fuertes los fuertes?
La célebre Ley Sáenz Peña muestra la fuerza del presidente, de su gobierno, ya que habilitaba una nueva estructura política. El nuevo presidente debía ser plebiscitado por millones, en lugar de serlo tan sólo entre los integrantes del bloque de clases dominantes. Y el resultado de esa novedad, no lo ignoraba nadie, implicaba la conformación de un poder plebeyo, al menos su posibilidad, y ese poder había sido construido minuciosamente por Yrigoyen. El hombre que no hablaba en público, lo había anudado laboriosamente en privado.
Si el poder fuera un problema puramente lógico, el nuevo presidente debía ser aun más poderoso que el anterior. Sumaba a la estructural discrecionalidad presidencial, el respaldo de masas. Pero a la hora de la verdad, un Senado construido por el ciclo anterior fue capaz de limar sus limitadas asperezas reformistas. Ni el impuesto a las ganancias pudo imponer el gobierno radical, impuesto que los gobiernos de la Década Infame impusieron sin inconvenientes. Yrigoyen dispuso de un enorme consenso para hacer lo mismo que los gobiernos anteriores, incluso pudo reprimir a los trabajadores como nunca (recordemos, Semana Trágica, masacre de la Patagonia) pero si se trataba de cambiar en beneficio de los votantes populares, su poder decrecía junto con su voluntad política. Era un gobierno fuerte en la forma, débil en el contenido social.
El coronel Perón viola la primera regla de la sucesión: no ha sido elegido por el presidente anterior, el general Farrell le pide la renuncia el 8 de octubre de 1945, sino por una pacífica movilización obrera. El 17 de octubre quiebra la norma, y la clase obrera no sólo ingresa a la república parlamentaria, organiza un partido político: el laborismo. La Unión Ferroviaria dirigía la CGT, e impulsó la fuerza que aporta el caudal electoral decisivo para la victoria de febrero del ’46. Perón se ocupa de revertir esa posibilidad «independiente» y fusiona los restos tumefactos del ciclo anterior –radicales y conservadores trepados al carro de la victoria– con el partido basado en los sindicatos. La dirección del 17 de octubre termina por perder la del movimiento obrero, pero aun así, el gobierno dispone de suficiente poder parlamentario para modificar la Constitución del ’53, y conformar una nueva. Nadie estuvo nunca en condiciones de repetir la hazaña, la Constitución de Urquiza y Mitre careció de calor popular, ya que fue decidida por dos que ni siquiera pisaron el suelo de la constituyente. Y esa siguió siendo la regla; recordemos la reforma del ’94, pactada por Alfonsín y Carlos Saúl Menem. El ’49, primera y única vez que el pueblo deliberaba y gobernaba por medio de sus representantes. Así las conquistas del welfare state gozaron un ratito de estatuto constitucional. Resultó, en consecuencia, el gobierno más fuerte de la historia argentina, donde su accionar estuvo más determinado por las limitaciones políticas de sus protagonistas, que por la capacidad de bloqueo del resto de la sociedad argentina, hasta septiembre del ’55.
El ciclo organizado por la Libertadora arranca con la liquidación de ese pacto constitucional; el gobierno del general Aramburu era muy fuerte para garantizar la proscripción del peronismo, pero bastante más débil en las demás direcciones. En rigor de verdad organiza un Parlamento Negro, una trastienda donde se decide quién gana, ya sea contando con el respaldo electoral de Perón, como el caso de Arturo Frondizi, o impidiendo sus candidatos y otorgando por esa vía la victoria a una fracción radical cuyo candidato terminó siendo el doctor Illia. Las FF AA fueron los garantes del sistema, y en última instancia si el gobierno de turno dejaba de funcionar un golpe de Estado redefinía el juego.
El regreso de Perón en noviembre del ’72 mostró un curioso empate, la Libertadora ya no era capaz de impedir su presencia, ni el General era capaz de imponer su candidatura. Para ganar el 11 de marzo tuvo que acudir al expediente de sumar toda la dinámica radicalizada, las organizaciones armadas, de modo que, entre su programa y los militantes del tercer peronismo, el ensamble se volvió imposible. La fuerza de su gobierno era sólo una hipótesis, las contradicciones terminaron por devorarlo. La muerte del general y la de su política coincidieron. María Estela Martínez de Perón lo demostraría abriendo la puerta al nuevo programa económico, el Rodrigazo, el novísimo programa del partido del Estado y la represión directa de las FF AA. Los militares solo eligieron el método represivo, todo lo demás vino en un paquete cerrado. Poderosos para reprimir, la aventura malvinera llevó esta impotencia al paroxismo, y la derrota reconstruyó el ¿poder? de los partidos tradicionales.
La victoria de Alfonsín y el consenso que construyó en el ’83, le hubieran permitido reorientar la sociedad, debatir el nuevo programa del partido del Estado. Decidió no hacerlo. La deuda externa, su incidencia interna, impedía gobernar. O se distinguía la legítima de la ilegítima, como argumentó en la campaña, o gobernaban los bancos acreedores. Si a esto se suma el problema de la impunidad militar, se tiene un cuadro completo. Alfonsín garantizó la continuidad sin fuerzas armadas, y Menem llevó esta lógica hasta el desguace del Estado, hasta la Convertibilidad; la crisis de 2001 mostró la imposibilidad de seguir gobernando así. Ese era el poder inicial del nuevo gobierno. Al restablecer la relación entre los delitos y las penas, al reconstruir la punición, intentó clausurar la democracia de la derrota. Pero el poder real, el bloque de clases dominantes, permaneció intocado.
Por eso, cuando se produce en 2008 el conflicto por la 125, nadie nombra el poder real. Monsanto permanece en la trastienda. Y esa es la regla: todos saben cuáles son los poderosos, saben que el gobierno es débil frente a ellos. Un curioso desplazamiento opera: contra el gobierno se puede, contra los poderosos no. Este gobierno es más fuerte que los que aceptaban sin rechistar la receta continuista, pero no se propuso un nuevo programa para el partido del Estado. Una cosa es maniobrar; otra, quebrar el orden existente. El gobierno dio argumentos contra algunos poderosos, y los que se movilizaron el 18A además de rechazarlos, declaman que ese intento contiene una dictadura. Para la sociedad argentina cambiar el poder real, por el momento, no es un objetivo y esa es la naturaleza de su crisis política. – <dl