El Gobierno debe despejar sospechas de cleptocracia

Hace pocos días, en oportunidad de su visita a un país de América latina, el filósofo Fernando Savater aseveró que los gobiernos que desprecian las formas institucionales abren la puerta a lo que algunos han llamado cleptocracia, el reinado de los ladrones.
Fui en busca de más información al diccionario de la Real Academia Española, pero no la pude encontrar. En cambio, Wikipedia me ilustró sobre este neologismo de raíz griega: clepto (robo, despojo) y cracia (gobierno) determina el establecimiento y desarrollo del poder basado en el robo de capital, institucionalizando la corrupción, el nepotismo y el peculado, de forma que estas acciones delictivas quedan impunes, debido a que todos los sectores del poder están corruptos.
El término se suele usar despectivamente para decir que un gobierno es ladrón cuando el Estado es manipulado para generar mecanismos de recaudación –en general impositivos- que luego no son redistribuidos porque los fondos se desvían a cuentas bancarias secretas de los propios administradores del sistema, por lo general en paraísos fiscales, para encubrir el robo.
Expresiones aisladas -como los casos de Suharto en Indonesia, Mobutu en Zaire, Milosevic en Yugoslavia o Ferdinando Marcos en Filipinas- y consideradas entonces por el mundo occidental casi como una curiosidad antropológica, se han multiplicado en la actualidad y dejan al desnudo en España, Italia y países de América latina la fase más crítica que experimenta el capitalismo moderno.
Cuando la matriz productiva del capitalismo fue reemplazada velozmente por la financiera, introdujo un relativismo moral que el propio Carlos Marx advirtió claramente: cuando en el capitalismo se instala el dinero como concepto único, el valor es fácilmente reemplazable. Así se fueron sentando las bases para la instalación de la macrocorrupción estatal.
Existe consenso generalizado en que su práctica no depende de la ideología de los gobiernos, que bien pueden ser de derecha, de centro o de izquierda. Por el contrario, muchas veces ellos mismos promueven e instalan divisiones seudoideológicas para desviar la atención de sus abusos de poder.
Cuando las instituciones se debilitan y no existen controles institucionales, los gobiernos cleptócratas cooptan funcionarios, legisladores y sectores económicos privados que generan monopolios, privilegios estatales, impuestos transferidos a grupos de interés, inflación, confiscaciones arbitrarias, fraude e inseguridad jurídica.
El uso de instrumentos y fondos públicos a la medida y conveniencia de unos pocos privilegiados, las relaciones empresariales con el poder de turno para provecho privado, la discrecionalidad en la toma de decisiones de gestión, la acción social directa aplicada para obtener el rédito de un grupo o partido –lo cual denigra a quien se ayuda- degradan el ejercicio de la política y devalúan la calidad democrática.
Las acciones de los gobernantes pueden ser vertebradoras o desintegradoras de las sociedades, y cuando llevan un estilo de vida poco ejemplar, se produce un efecto desmoralizador que fomenta la decadencia social. Ahí donde hay libertades hay gente que las utilizará mal, dice Savater.
Lo malo es la impunidad, el hecho de que la gente vea que las leyes están hechas para saltárselas, eso es lo desmoralizador.
La crisis moral es uno de los mayores males contemporáneos y la sociedad argentina no es inmune a ella. A fines de la década del ’80, cuando las preocupaciones del pueblo argentino estaban centradas en el derrumbe de la economía, mi obsesión, en cambio, era encontrar el camino para contener el derrumbe de valores, que avizoraba en pequeñas mezquindades y miserias de nuestra incipiente convivencia democrática y se convertiría en el telón de fondo del hoy principal problema de los argentinos.
A fines de 1989 impulsé la creación de la Comisión para la Recuperación Etica de la Sociedad y el Estado que presidí y coordinó el doctor René Favaloro, cuyas doce recomendaciones sobre cómo enfrentarla -elaboradas por destacadas figuras de la vida política e institucional argentina- fueron elevadas al Poder Ejecutivo Nacional en diciembre de 1990.
Ninguna de ellas fue siquiera comentada.
Antes, durante mi mandato como vicepresidente primero de la Cámara de Diputados, había presentado -con escaso respaldo- un proyecto de ley para la creación de un Consejo para la Moralización de las Actividades Estatales. En los fundamentos de aquella iniciativa sostenía que atrapado por el sistema perverso de la cultura rentística que sólo puede generar violencia y corrupción, el Estado se ha convertido en un ámbito de ilicitud y ello atenta contra las bases mismas del sistema democrático.
En la Argentina tenemos una larga historia de luchas en la búsqueda de una sociedad justa amparados en el respeto y cumplimiento de la ley.
Treinta años de vida democrática ininterrumpida es el mejor cimiento para no resignarnos a la decadencia, con su consecuente desprecio a la práctica política y a la pérdida de confianza en la vida en común.
En esto, las máximas autoridades tienen la obligación de despejar las sospechas en las que involucran a la dirigencia oficial en su conjunto.
Si no lo hicieren, abrirán la puerta que conduce al juicio político, tal como lo establece nuestra Constitución Nacional.
Romper con el relativismo moral que desintegra la sociedad deseable no será tarea sencilla. Pero para evolucionar en nuestras prácticas democráticas y republicanas y fortalecer nuestras instituciones fundamentales, debemos asumir todos juntos la tarea de recuperación ética de la sociedad, desde el lugar que nos toque desempeñar y con la firmeza que exige el desafío.

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