El Consenso de los Commodities

n los últimos años, América Latina realizó el pasaje del Consenso de Washington (CW), asentado sobre la valorización financiera, al Consenso de los Commodities (CC), basado en la exportación de bienes primarios a gran escala, entre ellos, hidrocarburos (gas y petróleo), metales y minerales (cobre, oro, plata, estaño, bauxita, zinc, entre otros), productos alimenticios (maíz, soja y trigo)y biocombustibles (1).
En términos de consecuencias, el Consenso de los Commoditieses sin duda un proceso complejo, vertiginoso y de carácter recursivo, que debe ser leído desde una perspectiva múltiple. Así, desde el punto de vista económico, se traduce por un proceso de reprimarización de las economías latinoamericanas, al acentuar su reorientación hacia actividades primario-extractivas o maquilas, con escaso valor agregado. Según la Comisión de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD), en 2011 las materias primas agrícolas, mineras y commodities derivados representaron el 76% de las exportaciones de la Unasur, contra sólo el 34% del total mundial. Las manufacturas de alta tecnología, en cambio, representaron el 7% y el 25%, respectivamente (2). A su vez, el efecto de reprimarización se ve agravado por el ingreso de China, país que de modo acelerado va imponiéndose como socio desigual en lo que respecta al intercambio comercial con la región (3).
Desde el punto de vista social, el CC conlleva la profundización de la dinámica de desposesión –según la expresión popularizada por el geógrafo David Harvey– esto es, el despojo y la concentración de tierras, recursos y territorios, que tienen a las grandes corporaciones, en una alianza multiescalar con los diferentes gobiernos, como actores principales. No es casual que la literatura crítica de América Latina considere que estos procesos apuntan a la consolidación de un estilo de desarrollo neoextractivista (4), el cual suele ser definido como aquel patrón de acumulación basado en la sobre-explotación de recursos naturales, en gran parte no renovables, así como en la expansión de las fronteras del capital hacia territorios antes considerados como improductivos.
El neoextractivismo desarrollista instala una dinámica vertical que irrumpe en los territorios, y a su paso va desestructurando economías regionales, destruyendo biodiversidad y profundizando de modo peligroso el proceso de acaparamiento de tierras, expulsando o desplazando comunidades rurales, campesinas o indígenas, y violentando procesos de decisión ciudadana. La megaminería a cielo abierto, la expansión de la frontera petrolera y energética (que incluye también la explotación de gas no convencional o shale gas, con la tan cuestionada metodología de la fractura hidráulica o fracking), la construcción de grandes represas hidroeléctricas, la expansión de la frontera pesquera y forestal, en fin, la generalización del modelo de agronegocios (soja y biocombustibles), constituyen sus figuras emblemáticas.
Un rasgo decisivo del neoextractivismo desarrollista es la gran escala de los emprendimientos, lo cual nos advierte también sobre la envergadura de las inversiones –se trata de actividades capital-intensivas y no trabajo-intensivas–. Por ejemplo, para el caso de la minería a gran escala, por cada millón de dólares invertido, se crean apenas entre 0,5 y 2 empleos directos (5). En Perú, país por excelencia de la megaminería transnacional, ésta ocupa apenas el 2% de la Población Económicamente Activa (PEA), contra un 23% en la agricultura, el 16% en comercio y casi el 10% en manufacturas (6).
Por otro lado, la actual etapa puede leerse tanto en términos de rupturas como de continuidades en relación al anterior período del CW. Recordemos que el CW puso en el centro de la agenda la valorización financiera y conllevó una política de ajustes y privatizaciones, lo cual redefinió al Estado como un agente meta-regulador. Asimismo, operó una suerte de homogeneización política y discursiva en la región. De modo diferente, en la actualidad, el CC coloca en el centro la implementación masiva de proyectos extractivos orientados a la exportación, estableciendo un espacio de mayor flexibilidad en cuanto al rol del Estado, lo cual permite el despliegue y la coexistencia entre gobiernos progresistas, que cuestionaron el consenso neoliberal, con aquellos otros gobiernos que continúan profundizando una matriz política conservadora en el marco del neoliberalismo.
Por último, el CC posee una carga político-ideológica, pues alude a la idea de que existiría un acuerdo –tácito o explícito– acerca del carácter irrevocable o irresistible de la actual dinámica extractivista, producto de la creciente demanda global de bienes primarios. Así, tal como sucedía en los años 1990, el discurso dominante es que “no hay otra alternativa”, lo cual apunta a poner coto a las resistencias colectivas, sobre la base de la “sensatez y razonabilidad” que ofrecerían las diferentes versiones del capitalismo progresista, al tiempo que busca suturar la posibilidad de pensar otras opciones de desarrollo, instalando así un nuevo umbral histórico-comprensivo respecto de la producción de alternativas. En consecuencia, todo discurso crítico u oposición radical se inscribiría en el campo de la antimodernidad, de la negación del progreso, del “pachamamismo”, del “ecologismo infantil”, cuando no de un “ambientalismo colonial”, fogoneado siempre por agentes extranjeros.
Conflictividad y resistencias
Si bien en un principio el CC tendía a ser tácito y elusivo, al calor de los conflictos fue adoptando una dinámica más explícita y agresiva. En efecto, el CC viene asociado, de manera inherente, a la explosión de conflictos territoriales y socioambientales que enfrentan de modo asimétrico a gobiernos y corporaciones versus comunidades y asociaciones de vecinos. Dichas movilizaciones en defensa del territorio, la biodiversidad y el ambiente ilustran el surgimiento de un nuevo entramado organizacional, de carácter plural, que abarca desde comunidades campesino-indígenas, asambleas de vecinos, multisectoriales, colectivos culturales, hasta ONG ambientalistas y activistas, algunos provenientes del campo profesional y académico.
Un ejemplo emblemático del aumento de la conflictividad es la megaminería a cielo abierto. Actualmente no hay país latinoamericano con proyectos de minería a gran escala que no tenga conflictos sociales suscitados entre las empresas mineras y el gobierno versus las comunidades. Según el Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL), en 2010 había 120 conflictos mineros, que afectaban a 150 comunidades; en 2012, éstos ya alcanzaban el número de 161, involucrando a 212 comunidades. En mayo de 2013 había 185 conflictos activos, 6 de ellos transfronterizos, que involucran a 268 comunidades a lo largo de la región (7).
Este contexto de conflictividad contribuye a la judicialización de las luchas socio-ambientales y a la violación de derechos que, en no pocos casos, como en Perú, Panamá y México, culmina en asesinatos de activistas. Así, a comienzos de 2012, en Panamá se registraron fuertes episodios de represión que costaron la vida a dos miembros de la comunidad indígena Ngäbe Buglé. En Perú, desde la asunción de Ollanta Humala –julio de 2011–, se produjeron 25 muertos por represión, principalmente en la región de Cajamarca, donde los pobladores se encuentran movilizados contra el Proyecto Conga, un emprendimiento minero que amenaza con la destrucción de importantes fuentes hídricas.
Pero la criminalización y la represión no son prerrogativas exclusivas de los gobiernos conservadores. Por ejemplo, en Argentina, luego de diez años de conflictos en diferentes provincias, invisibilizados por el oficialismo progresista, el levantamiento popular de Famatina, en enero de 2012, logró romper con el encapsulamiento y colocar en la agenda nacional la megaminería. Sin embargo, luego de que el gobierno nacional hiciera explícito su apoyo a dicha actividad, volvió a operarse el re-encapsulamiento de la problemática minera a la lógica criminalizadora de las provincias, seguido de una oleada represiva que tuvo su récord en Catamarca (siete represiones en 2012), e incluyó recientemente –el 11 de mayo pasado– una represión en Famatina. Asimismo, la política de hostigamientos y asesinatos, ligada a la expansión de la frontera sojera y al proceso de acaparamiento de tierras, afecta de modo recurrente a los pueblos originarios, tal como lo ilustra la Comunidad Qom, en Formosa, que contabiliza 6 muertos desde noviembre de 2010.
Otro caso destacable es el del gobierno de Rafael Correa, el cual bajo la figura de “sabotaje y terrorismo” lleva procesadas 213 personas, muchas de ellas ligadas a las resistencias contra la megaminería, habilitada a partir de 2009.
Progresismo y progreso
¿Es la cuestión ambiental todavía un punto ciego para los gobiernos progresistas? ¿O en los últimos tiempos y al calor de los nuevos conflictos es posible afirmar que hubo un cambio de escenario? En realidad, a pesar de que en las últimas décadas las izquierdas –sean socialdemócratas, populistas o anticapitalistas– llevaron a cabo un proceso de revalorización de la matriz comunitario-indígena; pese a las afinidades electivas existentes entre las cosmovisiones de los pueblos originarios y ciertas corrientes del ambientalismo, aquellas continúan adhiriendo a una visión productivista y eficientista del desarrollo, muy vinculada con la ideología del progreso y la confianza en la expansión de las fuerzas productivas.
Por otro lado, todos los gobiernos progresistas buscan justificar el extractivismo afirmando que es la vía que permite generar divisas, que luego son reorientadas a la redistribución del ingreso y al consumo interno, o bien hacia actividades con mayor contenido de valor agregado. Este discurso cuyo alcance real debería ser analizado caso por caso, busca oponer de modo reduccionista la cuestión social (la redistribución) con la cuestión ambiental, al tiempo que deja afuera discusiones complejas y fundamentales que enlazan de modo estratégico las problemáticas del desarrollo, el ambiente y la democracia.
En este sentido, se destacan principalmente cinco cuestiones. Primero, que en el marco del CC, los gobiernos progresistas latinoamericanos optaron claramente por un “extractivismo depredatorio”, en palabras del investigador Eduardo Gudynas, tal como lo ilustra la enorme multiplicación de programas de desarrollo basados en proyectos extractivos (gas, petróleo, minerales, soja) a gran escala, cuyo destino es la exportación, y cuyas consecuencias sociales, ambientales, culturales y políticas, son sistemáticamente denegadas o minimizadas. Segundo, la imposición de una visión productivista y sacrificial del territorio desemboca en la negación virulenta de otras miradas/lenguajes de valoración sobre el territorio y en la implementación de estilos de desarrollo que modifican y amenazan sustancialmente las condiciones de vida de las poblaciones. Tercero, la asociación entre extractivismo depredatorio y trastocamiento de las fronteras de la democracia aparece como un hecho recurrente: sin licencia social, sin consulta a las poblaciones, sin controles ambientales y con escasa presencia del Estado o aún con ella, los gobiernos tienden a vaciar no sólo de contenido el ya bastardeado concepto de sustentabilidad, sino también a manipular las formas de participación popular, buscando controlar las decisiones colectivas. Cuarto, en el marco del CC y en nombre de las “ventajas comparativas”, los gobiernos promueven un modelo de inclusión anclado en el consumo, en el cual la figura del ciudadano consumidor sobredetermina el imaginario del “buen vivir”, en clave plebeya-progresista. Quinto, el acoplamiento de corto plazo entre avance del Estado, crecimiento económico y modelo de ciudadano consumidor aparece como condición de posibilidad del éxito electoral, lo cual refuerza el rechazo a pensar cualquier hipótesis o escenario de transición y de progresiva salida del extractivismo a mediano y largo plazo.
En este sentido, uno de los escenarios más paradójicos es Bolivia. Es necesario recordar que en el gobierno de Evo Morales convivían desde el inicio un discurso eco-comunitarista y una vocación neodesarrollista. Dicha tensión remite a las dimensiones presentes en el proyecto de cambio: una, la narrativa indianista, centrada en la creación del Estado Plurinacional y en el reconocimiento de las autonomías indígenas; la otra, la narrativa nacional-popular, marcada por una dimensión estatalista, reguladora y centralista, así como por un modo de concebir la participación, vinculada a un liderazgo personalista. Finalizada la etapa de confrontación con la oligarquía de Santa Cruz, al inicio del segundo mandato (2010), el gobierno boliviano apuntó a profundizar el modelo desarrollista con base extractivista, a través del anuncio de una serie de megaproyectos estratégicos, basados en la expansión de las industrias extractivas, desde la explotación del litio, la megaminería en asociación con corporaciones transnacionales y el agronegocio, hasta, en fin, la construcción de grandes represas hidroeléctricas y carreteras.
Aunque hubo varios episodios que anticiparon una colisión entre la narrativa indigenista y la práctica extractivista, el punto de inflexión fue el conflicto del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS), a raíz de la construcción de la carretera Villa Tunari-San Ignacio. El TIPNIS es desde 1965 una reserva natural y desde 1990 territorio indígena, hábitat de pueblos amazónicos. La cuestión era sin duda compleja, pues si por un lado la carretera respondía a necesidades geopolíticas y territoriales, por otro lado lo central era que los pueblos indígenas involucrados no fueron consultados. Asimismo, resulta inevitable pensar que la carretera será la puerta de entrada de nuevos proyectos extractivos, que traerán consecuencias sociales, culturales y ambientales negativas, con o sin Brasil como aliado estratégico.
La escalada del conflicto incluyó varias marchas desde el TIPNIS hasta La Paz, además de un oscuro episodio represivo y la articulación de un bloque multisectorial entre organizaciones indígenas rurales, sociales y ambientalistas, con el apoyo de ingentes sectores urbanos. Finalmente, en 2012 el gobierno de Evo Morales cedió y decidió llamar a una consulta a las comunidades del TIPNIS. Realizada ésta, el informe oficial señaló que el 80% de las comunidades consultadas aprobaron la construcción de la carretera. Sin embargo, un Informe de la Iglesia Católica, elaborado junto con la Asamblea Permanente de Derechos Humanos (APDH) de Bolivia en abril de 2013, indica que la consulta “no fue libre ni de buena fe, además no se ajustó a los estándares de consulta previa y se la realizó con prebendas” (8).
El conflicto del TIPNIS arroja dos importantes conclusiones que deben ser leídas en clave latinoamericana: en primer lugar, en un marco de escalada del conflicto, en contextos tan virulentos y politizados –donde el carácter recursivo de la acción lleva a que los diferentes actores se involucren en una lucha encarnizada– la posibilidad de realizar una consulta libre, previa e informada a los pueblos originarios –según establece el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT)– se enrarece inevitablemente, y la definición de sus procedimientos, mecanismos y temas, termina siendo muy controversial. En segundo lugar, el conflicto del TIPNIS blanqueó por completo el discurso gubernamental respecto de lo que éste entiende por desarrollo, algo que se encargó de hacer el vicepresidente Álvaro García Linera en su libro Geopolítica de la Amazonía (9). Para Linera, sin extractivismo no habría cómo sostener las políticas sociales, lo cual significaría el fracaso del gobierno y la inevitable restauración de la derecha. De este modo, queda claro tanto en qué lugar ideológico se ubican las resistencias –los críticos del neoextractivismo son acusados de promover un “ambientalismo colonial”–, como cuál es el tipo de desarrollo asociado al actual programa de descolonización, el que sin duda se sitúa muy lejos de las aspiraciones eco-comunitarias declamadas por Evo Morales durante el primer mandato y muy lejos también de las discusiones filosóficas y políticas acerca del “vivir bien”.
Contexto represivo
La deriva hacia una lectura conspirativa de las resistencias no es empero patrimonio exclusivo del gobierno boliviano. En realidad, allí donde hay un conflicto ambiental y territorial, mediatizado y politizado, que pone de relieve los puntos ciegos de los gobiernos progresistas respecto de la dinámica de desposesión, la reacción suele ser la misma. Sucede desde 2009 en Ecuador, sobre todo con la megaminería y, más recientemente, en Brasil, a raíz del conflicto suscitado por la construcción de la megarrepresa de Belo Monte. En ambos casos los distintos oficialismos optan por el lenguaje nacionalista y el escamoteo de la cuestión, negando la legitimidad del reclamo y atribuyéndolo, sea al “ecologismo infantil” (Ecuador), cuando no al accionar de ONG extranjeras (Brasil).
Aunque sin mayores debates (el término mismo de “neoextractivismo” se halla fuera del horizonte retórico del oficialismo), algo similar sucede en Argentina, donde el progresismo selectivo del gobierno no se aplica para el caso de la megaminería ni mucho menos para la soja. Si volvemos, por caso, al levantamiento en Famatina, éste tuvo un efecto paradójico: sea por desconocimiento o por mala fe, lo cierto es que desde las plumas del oficialismo se alentó una lectura que dejaba el conflicto entrampado en los contextos provinciales, cuando no en los esquemas binarios, en la batalla política que el gobierno kirchnerista libra con el multimedios Clarín. Sin embargo, el posterior realineamiento entre poder político y poder económico terminó por blanquear, esta vez de modo explícito y en la voz de la Presidenta, a la megaminería como parte legítima e integral del proyecto oficialista.
En suma, a diferencia de los primeros años, el CC dejó de ser un acuerdo tácito que vincula de modo vergonzante neodesarrollismo liberal con neodesarrollismo progresista. Al calor de los diferentes conflictos territoriales y ambientales y de sus dinámicas recursivas, los diferentes gobiernos progresistas terminaron por asumir un discurso beligerantemente desarrollista, en defensa del extractivismo, acompañado de una práctica criminalizadora de las resistencias, que alienta el contexto represivo. Este sinceramiento entre discurso y práctica que ocurre incluso en aquellos países que más expectativa política de cambio habían despertado –como Bolivia– ilustra la evolución de los gobiernos progresistas hacia modelos de dominación más tradicionales (en mucho, ligados a la clásica huella nacional-estatal), así como obliga al reconocimiento del ingreso inquietante a una nueva fase de retracción de las fronteras de la democracia.
1. Utilizamos aquí el concepto de commodities en un sentido amplio, como productos indiferenciados cuyos precios se fijan internacionalmente y no requieren tecnología avanzada para su fabricación y procesamiento.
2. http://unctadstat.unctad.org/
3. Véase Sergio Cesarin, “China en América Latina”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, número especial “El fin del Primer Mundo”, mayo-junio de 2012.
4. Véase Eduardo Gudynas, “Diez tesis urgentes sobre el nuevo extractivismo”, (autores varios), Extractivismo, política y sociedad, CAAP – CLAES, Quito, 2009. Véase también Héctor Alimonda (coord.), La Naturaleza colonizada. Ecología, política y minería en América Latina, CLACSO-CICCUS, Buenos Aires, 2011, y Gabriela Massuh (editora), Renunciar al bien común. Extractivismo y (pos)desarrollo en América Latina, Mardulce, Buenos Aires, 2012.
5. Colectivo Voces de Alerta, 15 mitos y realidades sobre la minería transnacional en Argentina,Editorial El Colectivo-Ediciones Herramienta, Buenos Aires, 2011.
6. Autores varios, Mitos y realidades de la minería en el Perú. Una guía para desmontar el imaginario extractivista, Programa Democracia y Transformación Global, Lima, 2013.
7. http://basedatos.conflictosmineros.net/ocmal_db/. Véase también OCMAL, 2011.
8. www.paginasiete.bo/2013-04-16/Nacional/Destacados/6Nac00216.aspx
9. Geopolítica de la Amazonía. Poder hacendal-patrimonial y acumulación capitalista, Vicepresidencia del Estado Plurinacional, La Paz, noviembre de 2012. Disponible en: www.alames.org/documentos/amazoniaAGL.pdf
* Socióloga y escritora, investigadora del CONICET y profesora de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP).

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