Rousseff inició la contraofensiva que busca dar respuesta a las demandas que se escuchan en las calles. Quiso dejar en claro que uno de los puntos de partida de la corrupción reside en el actual sistema político. La oposición la criticó.
Desde Río de Janeiro
La presidenta brasileña, Dilma Rousseff, inició personalmente la contraofensiva que busca dar respuesta a las demandas de los manifestantes que desde hace semanas copan las calles de las ciudades brasileñas. Tuvo en la tarde de ayer una reunión en Brasilia con los líderes visibles del MPL (Movimiento Pase Libre), que convocaron a la primera de las marchas exigiendo que se anulara un aumento en las tarifas del transporte público urbano en la ciudad de San Pablo. Y luego se reunió con los 27 gobernadores de los estados brasileños y los 26 alcaldes de capitales estaduales (Brasilia, capital federal, no tiene alcalde sino gobernador). A los muchachos, no les propuso nada. A los gobernadores y alcaldes les propuso cinco pactos destinados a darle una respuesta a lo que llama voces de la calle. Y entre esas propuestas, una provocó impacto inmediato hasta entre sus aliados: Dilma anunció que pretende pedir al Congreso que llame a un plebiscito popular para hacer aprobar la convocatoria de una asamblea constituyente con la única y exclusiva misión de debatir una reforma política.
La oposición reaccionó de inmediato, argumentando que para hacer esa reforma que, a propósito, es intentada y prometida por todos los presidentes de las últimas décadas no es necesario nada más que llevar un proyecto de ley al Congreso para que sea debatido y votado. La respuesta de la oposición, divulgada en tono elevado, tuvo escaso eco en la opinión pública. Primero, los opositores advirtieron que convocar a plebiscitos es prerrogativa exclusiva del Congreso, olvidándose que al Poder Ejecutivo le está asegurado el derecho de proponer a los parlamentares lo que quiera y que a ellos les toca aceptar o no lo propuesto. Y, segundo, porque desde por lo menos 1995 reposan en el Congreso varios proyectos de ley para que se haga una reforma política.
Como tales proyectos atentan directamente contra los intereses (casi siempre excusos) de los parlamentarios, nada es votado. Dilma quiso dejar claro a la población que uno de los puntos de partida de la corrupción reside exactamente en el actual sistema político, que propicia a los partidos todo y cualquier tipo de negociación a la hora de obtener recursos para las campañas electorales.
En otro punto de sus propuestas de pacto presentadas a gobernadores y alcaldes, Dilma dijo esperar que el Congreso apruebe lo más rápido posible un proyecto de ley (de autoría de un senador) que transforma en crimen hediondo y, por lo tanto, con sanciones más severas, los actos de corrupción dolosos, es decir, cometidos intencionalmente (porque, sí, hay casos de funcionarios que contribuyen, sin saber, a la corrupción endémica que asola al país). Esos dos puntos integran de manera destacada la pauta de reivindicaciones gritadas por las voces de las calles.
Con eso, Dilma promueve un giro radical en su postura. Primero logró el impacto necesario para dejar claro que su gobierno salió del atónito letargo que aparentaba desde el inicio de la ola de movilizaciones populares que sacude al país. Y, además de responder a los sentimientos un tanto vagos pero evidentemente irados de las manifestaciones, descarga sobre los hombros del Congreso la presión para medidas que desde hace mucho son esperadas en silencio, un silencio que ahora ha sido roto y pasó a ser exigido por las calles.
Al anunciar que va a proponer un plebiscito popular deja claro que las personas irán a votar, es decir, tendrán una nueva oportunidad de representatividad y participación en el proceso político del país.
Al Congreso le toca ahora rechazar la propuesta de la presidenta, y ver su imagen terminar de arruinarse junto a la opinión pública, o aprobarla. Para que eso ocurra, será necesario reformar la Constitución, que prohíbe la convocatoria de asambleas constituyentes exclusivas.
Es fácil imaginar el impacto causado por las sorprendentes palabras de Dilma, al menos entre analistas, legisladores, aliados y opositores.
También ayer el conjunto de partidos de oposición divulgó un manifiesto con sus propias propuestas a ser adoptadas por el gobierno y por el Congreso para atender a las reivindicaciones de la población. El documento tuvo el impacto similar al de una hoja de lechuga que cae en medio del océano Atlántico.
El gran giro de actitud de parte de Dilma Rousseff ocurre cuando ella pone a un lado su vertiente de gestora pública, abre espacio al diálogo con movimientos populares, por más difusos que sean, y restablece una agenda política que parecía haber sido relegada a las calendas griegas en favor de otra, esencialmente tecnócrata, centrada en la gestión administrativa.
Si Lula da Silva mantuvo a lo largo de sus ocho años de presidente un contacto intenso y permanente con la población, Dilma prefirió, hasta ahora, hacer un gobierno técnico, cuyo diálogo con la opinión pública se daba (o debería darse) a través de intermediarios no siempre hábiles o suficientemente representativos.
Además, quedó evidenciado que comprendió que los logros alcanzados hasta ahora son insuficientes y que inclusive parte significativa de los que protestan tuvieron necesidades básicas atendidas, pero la ciudadanía adquirida significó también la expectativa de alcanzar más, como salud, educación y transporte públicos de calidad.
No sin razón, los cinco pactos propuestos por Dilma a gobernadores y alcaldes giran alrededor de los siguientes puntos: salud, transporte, educación, reforma fiscal y reforma política. Anunció la profundización del combate a la corrupción, reveló que existe previsión de repasar a municipios y estados recursos destinados al transporte que alcanzan 58 mil millones de reales (unos 27 mil millones de dólares), de los cuales unos 30 mil millones ya fueron liberados.
Dijo que, entre las voces de las calles, entendió que también dicen que quieren que sea el ciudadano, y no el poder económico, el verdadero privilegiado. Ahora hay que esperar para ver el efecto de sus palabras.
Ah, sí, y a propósito: a la salida de su reunión con Dilma, los muchachos del MPL comentaron que consideran importante la apertura del diálogo, pero que la presidenta no está preparada para discutir transporte urbano. Nadie les dio ninguna importancia.
Desde Río de Janeiro
La presidenta brasileña, Dilma Rousseff, inició personalmente la contraofensiva que busca dar respuesta a las demandas de los manifestantes que desde hace semanas copan las calles de las ciudades brasileñas. Tuvo en la tarde de ayer una reunión en Brasilia con los líderes visibles del MPL (Movimiento Pase Libre), que convocaron a la primera de las marchas exigiendo que se anulara un aumento en las tarifas del transporte público urbano en la ciudad de San Pablo. Y luego se reunió con los 27 gobernadores de los estados brasileños y los 26 alcaldes de capitales estaduales (Brasilia, capital federal, no tiene alcalde sino gobernador). A los muchachos, no les propuso nada. A los gobernadores y alcaldes les propuso cinco pactos destinados a darle una respuesta a lo que llama voces de la calle. Y entre esas propuestas, una provocó impacto inmediato hasta entre sus aliados: Dilma anunció que pretende pedir al Congreso que llame a un plebiscito popular para hacer aprobar la convocatoria de una asamblea constituyente con la única y exclusiva misión de debatir una reforma política.
La oposición reaccionó de inmediato, argumentando que para hacer esa reforma que, a propósito, es intentada y prometida por todos los presidentes de las últimas décadas no es necesario nada más que llevar un proyecto de ley al Congreso para que sea debatido y votado. La respuesta de la oposición, divulgada en tono elevado, tuvo escaso eco en la opinión pública. Primero, los opositores advirtieron que convocar a plebiscitos es prerrogativa exclusiva del Congreso, olvidándose que al Poder Ejecutivo le está asegurado el derecho de proponer a los parlamentares lo que quiera y que a ellos les toca aceptar o no lo propuesto. Y, segundo, porque desde por lo menos 1995 reposan en el Congreso varios proyectos de ley para que se haga una reforma política.
Como tales proyectos atentan directamente contra los intereses (casi siempre excusos) de los parlamentarios, nada es votado. Dilma quiso dejar claro a la población que uno de los puntos de partida de la corrupción reside exactamente en el actual sistema político, que propicia a los partidos todo y cualquier tipo de negociación a la hora de obtener recursos para las campañas electorales.
En otro punto de sus propuestas de pacto presentadas a gobernadores y alcaldes, Dilma dijo esperar que el Congreso apruebe lo más rápido posible un proyecto de ley (de autoría de un senador) que transforma en crimen hediondo y, por lo tanto, con sanciones más severas, los actos de corrupción dolosos, es decir, cometidos intencionalmente (porque, sí, hay casos de funcionarios que contribuyen, sin saber, a la corrupción endémica que asola al país). Esos dos puntos integran de manera destacada la pauta de reivindicaciones gritadas por las voces de las calles.
Con eso, Dilma promueve un giro radical en su postura. Primero logró el impacto necesario para dejar claro que su gobierno salió del atónito letargo que aparentaba desde el inicio de la ola de movilizaciones populares que sacude al país. Y, además de responder a los sentimientos un tanto vagos pero evidentemente irados de las manifestaciones, descarga sobre los hombros del Congreso la presión para medidas que desde hace mucho son esperadas en silencio, un silencio que ahora ha sido roto y pasó a ser exigido por las calles.
Al anunciar que va a proponer un plebiscito popular deja claro que las personas irán a votar, es decir, tendrán una nueva oportunidad de representatividad y participación en el proceso político del país.
Al Congreso le toca ahora rechazar la propuesta de la presidenta, y ver su imagen terminar de arruinarse junto a la opinión pública, o aprobarla. Para que eso ocurra, será necesario reformar la Constitución, que prohíbe la convocatoria de asambleas constituyentes exclusivas.
Es fácil imaginar el impacto causado por las sorprendentes palabras de Dilma, al menos entre analistas, legisladores, aliados y opositores.
También ayer el conjunto de partidos de oposición divulgó un manifiesto con sus propias propuestas a ser adoptadas por el gobierno y por el Congreso para atender a las reivindicaciones de la población. El documento tuvo el impacto similar al de una hoja de lechuga que cae en medio del océano Atlántico.
El gran giro de actitud de parte de Dilma Rousseff ocurre cuando ella pone a un lado su vertiente de gestora pública, abre espacio al diálogo con movimientos populares, por más difusos que sean, y restablece una agenda política que parecía haber sido relegada a las calendas griegas en favor de otra, esencialmente tecnócrata, centrada en la gestión administrativa.
Si Lula da Silva mantuvo a lo largo de sus ocho años de presidente un contacto intenso y permanente con la población, Dilma prefirió, hasta ahora, hacer un gobierno técnico, cuyo diálogo con la opinión pública se daba (o debería darse) a través de intermediarios no siempre hábiles o suficientemente representativos.
Además, quedó evidenciado que comprendió que los logros alcanzados hasta ahora son insuficientes y que inclusive parte significativa de los que protestan tuvieron necesidades básicas atendidas, pero la ciudadanía adquirida significó también la expectativa de alcanzar más, como salud, educación y transporte públicos de calidad.
No sin razón, los cinco pactos propuestos por Dilma a gobernadores y alcaldes giran alrededor de los siguientes puntos: salud, transporte, educación, reforma fiscal y reforma política. Anunció la profundización del combate a la corrupción, reveló que existe previsión de repasar a municipios y estados recursos destinados al transporte que alcanzan 58 mil millones de reales (unos 27 mil millones de dólares), de los cuales unos 30 mil millones ya fueron liberados.
Dijo que, entre las voces de las calles, entendió que también dicen que quieren que sea el ciudadano, y no el poder económico, el verdadero privilegiado. Ahora hay que esperar para ver el efecto de sus palabras.
Ah, sí, y a propósito: a la salida de su reunión con Dilma, los muchachos del MPL comentaron que consideran importante la apertura del diálogo, pero que la presidenta no está preparada para discutir transporte urbano. Nadie les dio ninguna importancia.