Campera gris arratonada y cardigan verde para pelearle al frío montevideano de fines de junio. Pantalones de gamuza y un par de mocasines con bastante más uso que los que solía mostrar el fallecido Néstor Kirchner. José Mujica, el presidente del Uruguay, abre él mismo la puerta de su oficina para pedirle a la docena de periodistas y directivos de los diarios de la red iberoamericana RIPE que pasen. Allí aparece el austero despacho de Pepe, como lo llaman todos, en la planta baja del edificio céntrico que custodia el monumento a Artigas. Paredes blancas, sillones de cuero y una hilera de estatuillas sobre su escritorio.
Regalos que reciben todos los días los presidentes. Los argentinos le preguntamos por los dirigentes de nuestro país que lo visitan. Pepe Mujica se ríe. Acá vienen tantos…, dice enigmático. Y se vuelve a reir cuando se le pregunta por aquel exabrupto sobre Cristina (más terca que el tuerto). Habla de las peripecias del lenguaje, de Quevedo y de las palabras exóticas que se aprenden en la cárcel.
Es que Mujica estuvo preso durante la dictadura uruguaya de los 70 y los 80. Formó parte de la guerrilla tupamara en los tiempos violentos de América Latina. El premio por aquellas andanzas fueron seis balazos en el cuerpo y 15 años en la cárcel. Dos veces se escapó de la prisión de Punta Carretas donde hoy funciona el elegante Sheraton Hotel. Está más lindo el hotel que cuando yo lo conocí, nos dice con picardía a los visitantes que, efectivamente, nos alojamos donde el presidente pasó los peores años de su vida.
Los recuerdos bravos le vuelven cuando le preguntan por el proceso de paz en Colombia, esa instancia que busca superar el daño que dejaron en el país caribeño el cruce de guerrilla, narcotráfico y pobreza. Mujica declara que le interesa la paz porque conoce la guerra. Y espera, por sobre todas las cosas, que la sociedad colombiana pueda dejar atrás con tolerancia aquel tiempo de tragedia.
Consultado por los directores de El Cronista, de Diario Financiero de Chile, de Valor Económico de Brasil, de Diario Gestión de Perú, de La República de Colombia y de Cinco Días de Paraguay, Pepe Mujica repasa durante algo más de una hora el sube y baja político y económico que afecta a la región. Usa palabras sencillas y giros humorísticos con acento inconfundiblemente uruguayo. Pero sus frases jamás abandonan la profundidad. Define a Brasil, al gigante regional como una Francia a la vuelta de la esquina a la que quiere venderle todos los producto agropecuarios y la carne de su país, apreciada tanto como la argentina en los restaurantes de San Pablo. No le preocupan demasiado las protestas que complican el presente de Dilma Roussef pero cree que forman parte de una reacción social de la clase media al enfriamiento que sufren las economías sudamericanas.
No le escapa el bulto a las respuestas cuando se le pregunta porqué insistir tanto en integrar a Venezuela al Mercosur. Y descarga una batería argumental de realismo económico y geopolítico. Apunta que el Uruguay tiene leche, quesos y carne pero que no tiene petróleo, el insumo dorado de los venezolanos. Pero agrega lo que considera más importante: los gobiernos pasan y los pueblos quedan. Una metáfora con la que el hábil Mujica deja en claro que el chavismo es apenas una circunstancia más en la historia rica del otro gran país del Caribe.
No puede evitar quejarse un poco de la Argentina. Las restricciones comerciales y el dólar blue son las obsesiones argentinas que complican la economía uruguaya. Y a pesar de la vecindad ríoplatense, a Pepe también le cuesta entendernos. Se ríe mientras recuerda que los argentinos vienen a Colonia con la tarjetita para hacerse de los dólares billete que el país les acorrala; que van a Carmelo a comprar hectáreas a 40.000 dólares y que llegan cada año a Punta del Este a cagarse de frío en febrero. Así, malhablado entre carcajadas. Pero siempre desde el afecto. A veces desde la incomprensión pero nunca desde el enojo.
A Mujica le preocupa que la Argentina y el Brasil, los hermanos mayores y muchas veces injustos con el Uruguay, no avancen en la creación de políticas arancelarias y fiscales convergentes. Le preocupa que no aprovechen esta década de soja, de trigo, de petróleo y de tantas ventajas comerciales para armar la infraestructura que necesita la región. Asume con realismo y hasta con tristeza las debilidades del Mercosur. Se le adivina la sensación de que no estamos a la altura del desafío. Mira para abajo, resopla y larga en voz baja una frase corta que resume mejor que cualquier otra que se haya dicho en los últimos tiempos las inconsistencias del mercado regional. Estamos en la chiquita…, dice. Nadie se sorprende. Y todos asentimos en silencio.
Regalos que reciben todos los días los presidentes. Los argentinos le preguntamos por los dirigentes de nuestro país que lo visitan. Pepe Mujica se ríe. Acá vienen tantos…, dice enigmático. Y se vuelve a reir cuando se le pregunta por aquel exabrupto sobre Cristina (más terca que el tuerto). Habla de las peripecias del lenguaje, de Quevedo y de las palabras exóticas que se aprenden en la cárcel.
Es que Mujica estuvo preso durante la dictadura uruguaya de los 70 y los 80. Formó parte de la guerrilla tupamara en los tiempos violentos de América Latina. El premio por aquellas andanzas fueron seis balazos en el cuerpo y 15 años en la cárcel. Dos veces se escapó de la prisión de Punta Carretas donde hoy funciona el elegante Sheraton Hotel. Está más lindo el hotel que cuando yo lo conocí, nos dice con picardía a los visitantes que, efectivamente, nos alojamos donde el presidente pasó los peores años de su vida.
Los recuerdos bravos le vuelven cuando le preguntan por el proceso de paz en Colombia, esa instancia que busca superar el daño que dejaron en el país caribeño el cruce de guerrilla, narcotráfico y pobreza. Mujica declara que le interesa la paz porque conoce la guerra. Y espera, por sobre todas las cosas, que la sociedad colombiana pueda dejar atrás con tolerancia aquel tiempo de tragedia.
Consultado por los directores de El Cronista, de Diario Financiero de Chile, de Valor Económico de Brasil, de Diario Gestión de Perú, de La República de Colombia y de Cinco Días de Paraguay, Pepe Mujica repasa durante algo más de una hora el sube y baja político y económico que afecta a la región. Usa palabras sencillas y giros humorísticos con acento inconfundiblemente uruguayo. Pero sus frases jamás abandonan la profundidad. Define a Brasil, al gigante regional como una Francia a la vuelta de la esquina a la que quiere venderle todos los producto agropecuarios y la carne de su país, apreciada tanto como la argentina en los restaurantes de San Pablo. No le preocupan demasiado las protestas que complican el presente de Dilma Roussef pero cree que forman parte de una reacción social de la clase media al enfriamiento que sufren las economías sudamericanas.
No le escapa el bulto a las respuestas cuando se le pregunta porqué insistir tanto en integrar a Venezuela al Mercosur. Y descarga una batería argumental de realismo económico y geopolítico. Apunta que el Uruguay tiene leche, quesos y carne pero que no tiene petróleo, el insumo dorado de los venezolanos. Pero agrega lo que considera más importante: los gobiernos pasan y los pueblos quedan. Una metáfora con la que el hábil Mujica deja en claro que el chavismo es apenas una circunstancia más en la historia rica del otro gran país del Caribe.
No puede evitar quejarse un poco de la Argentina. Las restricciones comerciales y el dólar blue son las obsesiones argentinas que complican la economía uruguaya. Y a pesar de la vecindad ríoplatense, a Pepe también le cuesta entendernos. Se ríe mientras recuerda que los argentinos vienen a Colonia con la tarjetita para hacerse de los dólares billete que el país les acorrala; que van a Carmelo a comprar hectáreas a 40.000 dólares y que llegan cada año a Punta del Este a cagarse de frío en febrero. Así, malhablado entre carcajadas. Pero siempre desde el afecto. A veces desde la incomprensión pero nunca desde el enojo.
A Mujica le preocupa que la Argentina y el Brasil, los hermanos mayores y muchas veces injustos con el Uruguay, no avancen en la creación de políticas arancelarias y fiscales convergentes. Le preocupa que no aprovechen esta década de soja, de trigo, de petróleo y de tantas ventajas comerciales para armar la infraestructura que necesita la región. Asume con realismo y hasta con tristeza las debilidades del Mercosur. Se le adivina la sensación de que no estamos a la altura del desafío. Mira para abajo, resopla y larga en voz baja una frase corta que resume mejor que cualquier otra que se haya dicho en los últimos tiempos las inconsistencias del mercado regional. Estamos en la chiquita…, dice. Nadie se sorprende. Y todos asentimos en silencio.