La política líquida y el mito del final de ciclo

Jueves 4 de Julio de 2013
Por Ignacio Zuleta.-CLAVES Y SEÑALES (PARA ENTENDER)
Por: Ignacio Zuleta
Cristina de Kirchner, Martín Insaurralde, el vicegobernador Gabriel Mariotto, los diputados Carlos Kunkel y Diana Conti, Daniel Scioli, Sergio Massa y el papa Francisco, todos navegando sobre la política líquida.
La modernidad criolla es más líquida de lo que han podido imaginar los teóricos de esa visión de una sociedad inorgánica, sin instituciones, dominada por el voluntarismo de los cuentapropistas, la voluntad de poder desatada y la ficción de emergencias que nunca terminan y que lo justifican todo. Precede a esos teóricos de la modernidad líquida porque ese escenario domina la política argentina desde hace dos décadas, cuando la dirigencia declaró el congelamiento de los partidos y desencadenó un sistema legal que produce poder de arriba hacia abajo y no al revés, como estaba escrito que debía ser en una democracia. El país aportó al mundo -como otras primicias, tal la insurgencia de los 70 o las condenas a militares- una versión por adelantado, al menos en una década, de las hipótesis noventistas de Zygmunt Bauman sobre un mundo dominado por tiempos y valores líquidos, flexibles, volubles e inestables. Ése es el mundo que estalla en las pantallas de Brasil o El Cairo y que mete miedo en todos los que mandan.
En esa modernidad lo más líquido es la política, que se resuelve en asociaciones que intentan resguardar las dos condiciones para mantener poder: prestigio y fondos. Cualquier decisión que se toma intenta apoderarse de esos dos elementos que aseguran la supervivencia: para hacer política, hay que tener acceso a recursos que sólo puede asegurar el control del Estado. Además, hay que evitar el desprestigio que amenaza a los protagonistas en un país cuya historia es la de las desgracias y los fracasos en cadena. El ensayista americano Steven Johnson aportó una descripción para otro signo de la modernidad criolla, la «liquid democracy», un sistema que tiende a transferir la voluntad de un ciudadano hacia otro que él o el sistema considera más experto para gestionar. No es otra cosa que democracia líquida el sistema que rige en la Argentina, que deriva la voluntad del votante hacia extremos que éste nunca imaginó; lo hace la cruda ley de lemas, casi extinguida, pero inspira las últimas reformas electorales que persiguen achicar la fragmentación de la voluntad popular en partidos chicos.
Tan líquida es la política que vuelve resbaladizo el terreno que pisan sus actores, que se deslizan de un escenario a otro rectificando a cada instante sus consignas; que lo digan si no los kirchneristas que descubren ahora las propiedades del Scioli al que denigraban. Entonan para disculpase, por lo bajo, la necesidad del posicionamiento que ilustran los versos del tango «Las cuarenta»: «Todo es grupo, todo es falso,/y aquél, el que está más alto, es igual a los demás…/Por eso, no has de extrañarte si alguna noche, borracho,/me vieras pasar del brazo con quien no debo pasar». Scioli tiene para responder unos versos de esa pieza de Grela y Gorrindo: «Sé del beso que se compra, sé del beso que se da;/ del amigo que es amigo siempre y cuando le convenga,/y sé que con mucha plata uno vale mucho más».
Los alaridos de campaña impiden ver simplezas, evidentes si se las mira con serenidad, que explican la conducta de los políticos. Por ejemplo, las razones de Daniel Scioli para mantenerse en donde está hace diez años y las de Sergio Massa para correrse al borde. Los dos expresan, a su modo, el diagnóstico sobre un Gobierno que llegará en 2015 a los doce años de gestión y cuya presidente no tiene reelección. Ese diagnóstico se formula de manera grosera con el lema de «final de ciclo», pero significa algo distinto para cada cual:
Para Massa y quienes se han subido a su movida se trata de un final de ciclo del kirchnerismo, emergencia de la cual deben resguardarse para no quedar pegados a la pérdida de poder que implica ese final. Es el diagnóstico que hizo en 2008 Felipe Solá, seguramente el más audaz y ocurrente de los seguidores de Massa, cuando sancionó que terminaba el ciclo del kirchnerismo con la salida de Néstor Kirchner, y se enfiló en el segmento del mercado que en aquel momento representaban Reutemann-Macri-De Narváez. Había ganado en 2007 una banca en Diputados como cabeza de la lista del FpV en Buenos Aires que llevaría a Scioli gobernador y a Cristina de Kirchner como presidente, con quienes hizo la campaña de ese año.
Con la pelea del campo de 2008 Solá juzgó que el kirchnerismo estaba en el tobogán y en 2009 ganó otra banca, pero por la oposición que ganó esos comicios en Buenos Aires, como segundo de Francisco de Narváez. Lo arrastró la súbita evaporación de aquella estructura con el retiro de las pistas de Reutemann, la incapacidad de De Narváez para monetizar los votos en algún armado y el rencor del macrismo que nunca olvidó las trapacerías que les hicieron a sus candidatos en Buenos Aires los apoderados de De Narváez, quienes no anotaron a esos postulantes y favorecieron a los denarvaístas.
En 2010, cuando murió Néstor Kirchner, Solá amagó con un regreso al kirchnerismo, al que había creído ver renacer en los funerales de la Casa de Gobierno. No lo dejaron regresar, pese a que llegó a hacer presencia en un acto con Cristina de Kirchner que lo mencionó para esmerilar a otro ocupante del escenario, Scioli. Solá, como Massa y los intendentes que se anotaron este año para competir en Buenos Aires en el FpV reaccionaron ante el reconocimiento de Cristina de Kirchner de que no buscará una reelección de manera esperable: creen que el kirchnerismo entra en el final de ciclo y hay que huir para escapar al estigma de la pérdida de poder, cuya amargura probaron cuando terminó su ciclo el menemismo y los encontró pegados al riojano. Vino en 1999 un Gobierno no peronista que abrió la Oficina Anticorrupción y empezó a llamar a peronistas; varios terminaron presos (Menem, Domingo Cavallo, Antonio Erman González, Martín Balza, María Julia Alsogaray, etc.). Nunca el peronista de esta generación quiere estar cerca de repetir esa experiencia, un temor que explica muchas conductas que se justifican en estrategias de manual. ¿Cómo no iba a arrastrar Massa a estos peronistas que no son santacruceños y que los preceden en el protagonismo, si para ellos el mal es el final de ciclo del kirchnerismo?
Scioli, jaleado hoy por los kirchneristas de Buenos Aires como el mejor aliado y socio, festejado por los Mariotto, los Kunkel y las Conti que hasta anteayer lo consideraban el peor del curso, reacciona con una respuesta distinta al diagnóstico del fin de ciclo. Puede ser que ocurra el final del kirchnerismo, pero nada asegura que sea el final del peronismo. Si esto es así, hay que quedarse dentro de la marca PJ y usar los pertrechos de la pertenencia al oficialismo para la pelea que se viene. Esta estrategia explica con simpleza por qué el gobernador desoyó no sólo las tentaciones de Massa en sus tres peregrinaciones a La Ñata, sino también las presiones de gente propia de su Gobierno que trató de convencerlo de que debía bajarse del kirchnerismo.
Esta lectura de lo que significa un final de ciclo desmiente la leyenda que se construyó desde 2003 de que la Argentina es gobernada por el kirchnerismo, cuando en realidad la formación que gobierna es el peronismo, que en este ciclo ha sindicado sus acciones en el matrimonio Kirchner. El peronismo es una liga de gobernadores que en cada bisagra resuelve en quién se referenciará que les asegure mantener el poder en el orden nacional. En 1988 apoyaron a Carlos Menem, le aseguraron una reelección en 1995 y se dispersaron en 1999 cuando entendieron que Eduardo Duhalde no podía asegurarles el poder nacional.
En 2003 vieron a Menem como mejor chance en la primera vuelta electoral, pero en la segunda viraron hacia Néstor Kirchner como seguro de poder. En ninguna de esas evoluciones, de un extremo a otro del dial, el club de gobernadores perdió poder. Fueron de Menem a Kirchner y mantuvieron hasta hoy su independencia porque entienden que quien gobierna es el peronismo con marca Kirchner como en la década anterior lo hizo con la marca Menem.
Los caciques de esa liga de gobernadores pueden compartir el diagnóstico del fin ciclo del kirchnerismo que movió a Massa y sus acólitos a buscar nueva querencia. Pero seguramente no creen que sea el final del ciclo del peronismo, del que se creen dueños, beneficiarios y responsables con el fin de que mantenga el poder para que en 2015 un peronista llegue a la presidencia de la Nación e impida los horrores de 1999. Ese club que gobierna la Argentina ya va a encontrar la forma de escapar de las esquirlas del estallido del kirchnerismo pero ninguno admitirá que prolongar su poder pase por irse del PJ o jugar en los márgenes del partido.
Scioli ancla la decisión en los ingredientes de su figura prestigio en encuestas, votos en el distrito para justificar que no se moviese de su baldosa. Se cree en la primera línea de una sucesión que vendrá en algún momento y que no cree que herede el hijo pródigo que se fue con opositores como Macri. A Massa, cuando dudaba de lanzarse por afuera del FpV, su propia gente le reprochaba estar ligado a un solo proyecto: «Quiere heredar». Cuando le sacaron el tren de la Costa se dio cuenta de que ni le adelantaría una parte de la herencia: esa señal que pocos vieron como motivo de su decisión final, fue una ocupación violenta por parte del gobierno nacional del predio en donde Massa contaba recursos junto a los productores de «Soñando por cantar» para el monopolio. Los Reyes Magos son los padres, le mandaron a decir Cristina y Randazzo.
¿Podía hacer cada cual otra cosa? No. Si Scioli entiende que el final del ciclo K no es el final del peronismo, no hay ningún negocio en apartarse de la formación en la que tiene invertido todo su capital. Le permite asegurarse liquidez aunque debe resguardarse del desprestigio en los sectores medios de las grandes ciudades sobre la dirigencia. Parte de ese capital es que mantiene un prestigio en ese mercado que castiga al resto del peronismo.
Arriesga también porque queda sujeto al método de construcción negativa del peronismo, que consiste en la exclusión de los extraños que salen siempre de las propias filas. El maltrato que se propinan los peronistas entre sí es parte de ese método; es una marca de fábrica que sólo se ejerce en esa formación porque los peronistas castigan más a los propios que a los adversarios. Se explica porque es un movimiento tribal en el cual los caudillos tienen que demostrar, antes que nada, que tienen fuerzas, que pueden organizar convocatorias masivas, y que son capaces de mover la calle y golpear a los propios.
Tampoco podía hacer otra cosa Massa, víctima del método de exclusión y desheredado por anticipado de cualquier futuro dentro del kirchnerismo. Pisa, además, un territorio como el conurbano Norte que no vota al peronismo tradicional y que suele beneficiar a la oposición. Explicable que se sumase a la asociación el macrismo y el possismo, que clavan allí buenas elecciones y que están obligados a respetar a sus electorados para mantener prestigio y liquidez. El ejemplo del «Japonés» Enrique García en Vicente López ilustra lo contrario; se sumó al kirchnerismo cobista de 2007, en el que tuvo de socio a Gustavo Posse, pero no manejó los tiempos con el olfato necesario para apartarse cuando ese ciclo transversal terminaba.
Los peronistas tienen mejor entrenamiento para estos cambios; el objetivo de todo dirigente de ese partido es el «posicionamiento», palabra que describe el súmmum del instinto peronista. Todo lo que hacen se justifica en el dichoso «posicionamiento», que consiste en moverse para estar en el lugar justo en el momento indicado. El mayor elogio que puede recibir un peronista es que «quedó bien posicionado» y el peor reproche que «quedó mal posicionado». El envión de Massa es comprensible por este entrenamiento que tienen los peronistas para el posicionamiento. También explica la extracción de sus seguidores, entre quienes hay estilistas del cisma que medran en el fraccionamiento del peronismo sin preocuparse del principal riesgo de estas apuestas: que el peronismo termine dividido y arriesgue la posibilidad de retener el poder nacional en 2015. La ventanilla que habilitó llama principalmente a peronistas como Solá identificados con lo que fue la renovación peronista desde finales de los años ’80, víctimas muchas veces de espejismos a la hora del posicionamiento. Se ha escuchado tantas veces en boca de estos renovadores la queja por su destino frente al otro peronismo, el del conurbano sur o el de los emiratos de las provincias del Norte: ¿cómo puede ser que nosotros, que somos los buenos, siempre perdamos por estos negros? El cafierismo y el bordonismo, cada cual en su hora, entonó esa queja por su fracaso en el posicionamiento. Apasiona de la política que sea el point de capitoné de la teoría y la praxis, de la racionalidad y del instinto extremos, cóctel que embriaga a los protagonistas que se aficionan, con fatalismo de apostadores. Cada paso es una apuesta pero saben que una echada de dados no abolirá jamás el azar.

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Un comentario en «La política líquida y el mito del final de ciclo»

  1. este articulo empieza y termina con una inmoralidad llamativa y apela a la ignorancia de la gente que uno no creeria en el autor.Porque empieza confundiendo las relaciones liquidas posmodernas con los ideales politicos de los 70.Nada mas injusto.Equivocados o no los existenciaistas y los rebeldes politicos de esos tiempos asignaban un proyecto a sus vidas,mientras que las relaciones liquidas son netamente pragmaticas y escepticas.Y temina atribuyendo al azar el futuro descreyendo de la politica como arte y ciencia.Nada mas negativo.Es que su verdadera intencion,el»movil del crimen»es defender a una oposicion fanatsmal,tratando de desmenuzar alos candidatos peronistas actuales.

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