Foto: Santiago Filipuzzi
¿Cómo se vive y se muere hoy en el conurbano bonaerense más empobrecido? ¿Por qué la cárcel se ha convertido en una institución de la vida cotidiana de los sectores populares? ¿Es posible salir indemne de una vida marcada por violencias múltiples y muertes brutales, ausentes de las grandes discusiones públicas?
Éstas son algunas de las preguntas que se formula el sociólogo Javier Auyero a partir de La violencia en los márgenes (Katz Ediciones), un ensayo escrito en coautoría con la maestra María Fernanda Berti que les demandó varios años de investigación, durante los cuales recolectaron testimonios de alumnos, médicos y habitantes de Ingeniero Budge.
Nacido en Lomas de Zamora en 1966, Javier Auyero ha transformado el conurbano en su objeto de estudio, el origen de diversos libros y el destino al que regresa cuando visita la Argentina con regularidad, aunque vive y ejerce la docencia en los Estados Unidos desde hace más de veinte años.
«Con la Argentina tengo una relación de trabajo, es mi lugar de investigación», dice el profesor en la Universidad de Texas (Austin) y autor de La política de los pobres , La protesta e Inflamable , entre otros ensayos que pueden leerse como un corpus.
Esta vez, su estadía en el país comenzó con el asesinato de un vecino en Ingeniero Budge, el hincha de fútbol muerto por la policía en el Estadio Único de La Plata, la muerte de Ángeles Rawson y la tragedia de trenes de Castelar. «Las discusiones públicas sobre la inseguridad suelen tener como protagonistas a los sectores medios y medios altos. Sin embargo, son los más pobres los que padecen constante y cotidianamente los mayores índices de violencia, que incluyen las tasas más altas de homicidios y heridos de bala», se lee en el comienzo del libro.
Quizás por eso no le extrañó demasiado que el asesinato de Ángeles Rawson haya cautivado a las audiencias televisivas y haya ganado centimetraje en medios gráficos, desplazando y obturando esas otras muertes cotidianas y trágicas, en territorios que considera «fábricas de violencia».
-¿Qué transformaciones advierte en el conurbano bonaerense en estas dos últimas décadas?
-Hay dos procesos y fenómenos significativos en estos veinte años: la cárcel y la violencia. Por un lado, y a diferencia de hace 25 años, la cárcel es hoy una institución de la vida cotidiana de los pobres. Hace 25 años era muy difícil encontrar a alguien que te hablara de la cárcel o que tuviera un familiar preso. Hoy, un tercio de los alumnos del lugar que investigamos tiene un familiar más o menos cercano que está preso, o que acaba de salir de la cárcel, o que está siendo procesado para entrar. Eso genera al interior de los sectores populares prácticas que tienen que ver no sólo con la crianza de los hijos -cuando la mamá y el papá no están en el hogar, muchas veces es la abuela la que los cría-, sino también con rutinas: cada vez que hay algo de dinero van a la cárcel a visitar a los familiares para llevarles mercadería. Por el otro, y relacionado con esto, es un universo más violento en ciertas violencias que uno puede registrar y en otras sigue siendo tan violento como antes.
-¿Cuáles son las violencias viejas y cuáles las nuevas?
-No es nuevo que las mujeres de los sectores populares siempre vivieron sitiadas dentro del hogar. La violencia de género no es nueva. Pero en términos de heridos y homicidios hay cosas nuevas: en los 5 años que nos llevó la investigación hubo casi un 180% de aumento de homicidios en ese lugar que tiene 170.000 habitantes. Según los médicos que trabajan ahí, todos los años aumentan un 10% los heridos de bala, y las cirugías por causas traumáticas aumentaron de manera exponencial en la última década. También crece la población, pero ese aumento es inferior al de la tasa de homicidios. Eso en lo que respecta al vaso medio vacío.
-¿Y cuál es el vaso medio lleno?
-Hace más de diez años había casi nula presencia estatal. Hoy nadie puede argumentar que los sectores populares están abandonados por el Estado. El Estado tiene una presencia allí: aparece en la forma de un hospital público, de la sala de primeros auxilios, de la Asignación Universal por Hijo y aparece el Estado en su brazo punitivo -la policía- como una forma de regular la pobreza. Y aparece de manera intermitente, selectiva y segmentada porque interviene en algunos delitos -no en todos- como el tráfico de drogas, pero mira para otro lado cuando hay violencia doméstica o violencia sexual. Y es una presencia contradictoria, porque el mismo Estado que interviene es el que está produciendo delito. Que la policía de la provincia de Buenos Aires funciona como una organización cuasi mafiosa y extorsiva no es novedad para nadie y esto se observa en cómo funcionan el robo de autos y el tráfico de drogas. No es que el Estado sólo ha estado mirando para otro lado: el Estado ha estado reproduciendo esta violencia, y parte de esa causalidad es lo que están haciendo los distintos niveles del Estado.
-De todas maneras, queda la sensación de que en parte la presencia del Estado es un «como si»: el hospital está, pero no tiene insumos necesarios; la escuela está, pero la calidad de la educación ha empeorado.
-Sí y no. La escuela de hecho puede funcionar como una suerte de depósito de chicos pobres, porque esa escuela hace rato ha dejado de ser un mecanismo de integración y mucho menos de ascenso social. Los hospitales funcionan, mal que bien, pero funcionan. Yo no estoy diciendo que la Asignación Universal por Hijo sea lo que el discurso oficial dice que es: no es igualador ni empoderador y no puede serlo una suma que cubre 10 días del presupuesto del mes de una familia tipo. Sin embargo, y a diferencia de hace 15 años, esa asignación está y es previsible: la gente cobra. Son distintas maneras de relacionarse con el Estado. Está el hospital, pero muchas veces no tienen hilo para coserle una herida a un chico; la policía reprime y al mismo tiempo es la que paga por favores sexuales a las adolescentes del barrio. Decir que el Estado está totalmente ausente y que la policía lo único que hace es reprimir es simplificar una realidad mucho más compleja, y es que el Estado está y no está presente. Pensar que el Estado es sólo el aparato que está ahí pegándoles a los pobres o que está totalmente ausente es una simplificación de una realidad mucho más compleja que exige pensar cómo se va a intervenir.
-¿A qué atribuye el crecimiento de la violencia y el cambio de las modalidades de la violencia?
-Esto tiene que ver con los niveles de desigualdad y con una enorme informalización de la economía. Estamos viendo los efectos de la gran transformación neoliberal que ocurre en la Argentina a mediados de los setenta. Esto no se explica por causas de hace dos años o por lo que ocurre en 2001. Esto es lo que Karl Polanyi llamó «la gran transformación», que desproletarizó un sinnúmero de personas e informalizó la economía. Se sabe que a mayor informalidad, mayor cantidad de violencia, porque se remueven los mecanismos formales de mediación de conflictos. Además, estos lugares se transforman en espacios de fraccionamiento, almacenamiento y distribución de drogas ilícitas.
-¿Y de qué manera impacta la droga en las nuevas formas de violencia?
-La economía de las drogas es un arma de doble filo: por un lado, sostiene redes económicas y, por el otro y al mismo tiempo, las destruye. La violencia que genera el comercio de drogas no tiene que ver con un chico que drogado va y mata a alguien. Esto ocurre, pero no es la mayor violencia que el comercio ilícito de drogas provoca. La economía ilícita de las drogas genera violencia porque no hay un mecanismo de resolución de conflictos. Uno no puede ir al ombusdman a decirle: «Mire, me vendió bicarbonato de sodio, o fulano se fumó el resto». En esa economía informal que es ilícita, los mecanismos de mediación son las venganzas, las represalias y el ojo por ojo. A esto hay que sumarle La Salada, que es un polo económico que hace entrar y salir mucho dinero de la zona y que presenta oportunidades para el crimen y oportunidades para que el chico que ya no está en la escuela, que no tiene trabajo y que está en la economía informal ejerza lo que Max Weber hace tiempo llamó el «capitalismo de rapiña», porque son crímenes de oportunidad. No es casual que si uno mapea los homicidios que se dan en la zona, la enorme mayoría ocurre en las adyacencias de la feria, porque entra y sale gente con dinero. La feria se ha pacificado al interior: los empresarios, no sólo los económicos sino los de la violencia, han dicho: «Acá mandamos nosotros». Monopolizaron el ejercicio de la violencia adentro, pero exportan la violencia hacia afuera.
-Llama la atención la naturalidad con la que los chicos y los jóvenes hablan y conviven con una violencia cotidiana y omnipresente.
-Es importante decir esto: nosotros no fuimos a buscar historias de violencia, pero los chicos nos las traían una y otra vez. Los chicos hablan compulsivamente de la violencia. Yo no hablaría de naturalidad, porque eso implica dejar de notar, pero sí creo que hay mucha habitualidad. Lo problemático es que la exposición a la violencia es tan alta que hace difícil pensar que alguien pueda salir intacto y que eso no deje marcas en las formas de ver, de entender y de relacionarse. No estoy diciendo que es una zona de guerra, pero uno tiene la sensación de estar en presencia de la construcción de un gran trauma del cual no se está hablando.
-Si se entiende la resiliencia como la capacidad para atravesar y superar crisis y traumas, ¿hay resiliencia posible en estos sectores?
-Me cuesta mucho pensar que se pueda salir indemne. Es difícil pensar y comparar la vida de ese chico con la del de clase media que nunca vio un cadáver en la puerta de su casa, porque estos chicos ya han visto y ven muertos, heridos o alguien sangrando, algo que mis sobrinos, por ejemplo, no han visto nunca. Eso deja marcas psicológicas en la manera de relacionarse y de mirar el mundo. También es cierto que la gente no está pasiva frente a la violencia. Las madres ponen candados y atan a los hijos para que no se droguen, pero también pegan a los hijos y reaccionan con violencia frente a un intento de violación. Entonces, por un lado hay respuestas que reproducen esa violencia y por el otro hay respuestas de ciertos núcleos que quieren actuar y atisbos de organización colectiva.
-Una de las cosas que advierte es que las violencias están concatenadas e imbricadas: la sexual, la social y la interpersonal. ¿Por qué esto no ha recibido un tratamiento integral?
-Efectivamente, se han tratado las distintas violencias de manera separada y la realidad es que están empíricamente conectadas. Es decir, el adicto que tiene un altercado con un dealer y que después va a su casa y la mamá le pega, o el padrastro que abusa de una hermana: todo tiene que ver no sólo porque todo está presente al mismo tiempo, sino porque las represalias están relacionadas empíricamente. Por lo tanto, no puede ser que la madre de un adicto tenga que viajar una hora hacia el Norte del municipio para internar a su hijo y otra hora hacia el Sur porque el marido le pega, porque de hecho esas violencias están conectadas. Hay que hablar del drama de una madre que tiene que ir a la policía, que sabe que está involucrada en el tráfico de drogas, para que arreste su hijo adicto porque teme que mate a su hermana. Es alguien que voluntariamente se somete al poder perverso del otro. Este drama se vive todos los días.
-Los trabajadores utilizan trenes que chocan por desinversión y falta de control, transitan por calles de barro que debieron ser asfaltadas y esperan mejoras estructurales que nunca llegan del todo. ¿Hay conciencia de que la otra cara de la violencia es la violencia simbólica de la corrupción de los distintos gobiernos?
-Hay una sensación de que la política es algo que ocurre por encima de ellos. Es un universo oscuro y de arreglos que ellos desconocen. Tienen la sensación de que son objetos de la política y no sujetos. No tienen una relación de ciudadanos con el Estado, sino de «pacientes»: pacientes en el sentido de pasión y de padecer. La política es algo que se padece tanto cuando se relacionan con el gobierno local o federal. Es verse involucrados en una red que no pueden controlar, en la que a veces aparece un puntero y acelera un trámite. Y la relación nodal es una relación de espera: esperar a Godot, digamos, que puede aparecer bajo la forma de un plan social, de una casa o de un documento.
-¿Por qué cree que los medios cubren la violencia de los sectores medios y altos y muchas veces desatienden la violencia que padecen los sectores populares?
-El discurso sobre la inseguridad está muy dominado por la inseguridad que sufren los sectores medios y medios altos. Es una inseguridad real, pero que de hecho desplaza y oculta ésta. La mayor inseguridad medida en términos de muertos y heridos la sufren los sectores más pobres. Las tasas de homicidios no son democráticas: no están igualmente distribuidas entre Lomas de Zamora y Vicente López. Y tampoco lo están al interior de Lomas de Zamora. Esto trasciende a un gobierno; estos sectores estuvieron marginados desde antes de este gobierno y probablemente lo estén después. Esto es una papa caliente para el discurso progresista, que no se anima a hablar sobre este tema. Y hay que hablar sobre lo que nadie quiere hablar, porque estos lugares son fábricas de violencia..
¿Cómo se vive y se muere hoy en el conurbano bonaerense más empobrecido? ¿Por qué la cárcel se ha convertido en una institución de la vida cotidiana de los sectores populares? ¿Es posible salir indemne de una vida marcada por violencias múltiples y muertes brutales, ausentes de las grandes discusiones públicas?
Éstas son algunas de las preguntas que se formula el sociólogo Javier Auyero a partir de La violencia en los márgenes (Katz Ediciones), un ensayo escrito en coautoría con la maestra María Fernanda Berti que les demandó varios años de investigación, durante los cuales recolectaron testimonios de alumnos, médicos y habitantes de Ingeniero Budge.
Nacido en Lomas de Zamora en 1966, Javier Auyero ha transformado el conurbano en su objeto de estudio, el origen de diversos libros y el destino al que regresa cuando visita la Argentina con regularidad, aunque vive y ejerce la docencia en los Estados Unidos desde hace más de veinte años.
«Con la Argentina tengo una relación de trabajo, es mi lugar de investigación», dice el profesor en la Universidad de Texas (Austin) y autor de La política de los pobres , La protesta e Inflamable , entre otros ensayos que pueden leerse como un corpus.
Esta vez, su estadía en el país comenzó con el asesinato de un vecino en Ingeniero Budge, el hincha de fútbol muerto por la policía en el Estadio Único de La Plata, la muerte de Ángeles Rawson y la tragedia de trenes de Castelar. «Las discusiones públicas sobre la inseguridad suelen tener como protagonistas a los sectores medios y medios altos. Sin embargo, son los más pobres los que padecen constante y cotidianamente los mayores índices de violencia, que incluyen las tasas más altas de homicidios y heridos de bala», se lee en el comienzo del libro.
Quizás por eso no le extrañó demasiado que el asesinato de Ángeles Rawson haya cautivado a las audiencias televisivas y haya ganado centimetraje en medios gráficos, desplazando y obturando esas otras muertes cotidianas y trágicas, en territorios que considera «fábricas de violencia».
-¿Qué transformaciones advierte en el conurbano bonaerense en estas dos últimas décadas?
-Hay dos procesos y fenómenos significativos en estos veinte años: la cárcel y la violencia. Por un lado, y a diferencia de hace 25 años, la cárcel es hoy una institución de la vida cotidiana de los pobres. Hace 25 años era muy difícil encontrar a alguien que te hablara de la cárcel o que tuviera un familiar preso. Hoy, un tercio de los alumnos del lugar que investigamos tiene un familiar más o menos cercano que está preso, o que acaba de salir de la cárcel, o que está siendo procesado para entrar. Eso genera al interior de los sectores populares prácticas que tienen que ver no sólo con la crianza de los hijos -cuando la mamá y el papá no están en el hogar, muchas veces es la abuela la que los cría-, sino también con rutinas: cada vez que hay algo de dinero van a la cárcel a visitar a los familiares para llevarles mercadería. Por el otro, y relacionado con esto, es un universo más violento en ciertas violencias que uno puede registrar y en otras sigue siendo tan violento como antes.
-¿Cuáles son las violencias viejas y cuáles las nuevas?
-No es nuevo que las mujeres de los sectores populares siempre vivieron sitiadas dentro del hogar. La violencia de género no es nueva. Pero en términos de heridos y homicidios hay cosas nuevas: en los 5 años que nos llevó la investigación hubo casi un 180% de aumento de homicidios en ese lugar que tiene 170.000 habitantes. Según los médicos que trabajan ahí, todos los años aumentan un 10% los heridos de bala, y las cirugías por causas traumáticas aumentaron de manera exponencial en la última década. También crece la población, pero ese aumento es inferior al de la tasa de homicidios. Eso en lo que respecta al vaso medio vacío.
-¿Y cuál es el vaso medio lleno?
-Hace más de diez años había casi nula presencia estatal. Hoy nadie puede argumentar que los sectores populares están abandonados por el Estado. El Estado tiene una presencia allí: aparece en la forma de un hospital público, de la sala de primeros auxilios, de la Asignación Universal por Hijo y aparece el Estado en su brazo punitivo -la policía- como una forma de regular la pobreza. Y aparece de manera intermitente, selectiva y segmentada porque interviene en algunos delitos -no en todos- como el tráfico de drogas, pero mira para otro lado cuando hay violencia doméstica o violencia sexual. Y es una presencia contradictoria, porque el mismo Estado que interviene es el que está produciendo delito. Que la policía de la provincia de Buenos Aires funciona como una organización cuasi mafiosa y extorsiva no es novedad para nadie y esto se observa en cómo funcionan el robo de autos y el tráfico de drogas. No es que el Estado sólo ha estado mirando para otro lado: el Estado ha estado reproduciendo esta violencia, y parte de esa causalidad es lo que están haciendo los distintos niveles del Estado.
-De todas maneras, queda la sensación de que en parte la presencia del Estado es un «como si»: el hospital está, pero no tiene insumos necesarios; la escuela está, pero la calidad de la educación ha empeorado.
-Sí y no. La escuela de hecho puede funcionar como una suerte de depósito de chicos pobres, porque esa escuela hace rato ha dejado de ser un mecanismo de integración y mucho menos de ascenso social. Los hospitales funcionan, mal que bien, pero funcionan. Yo no estoy diciendo que la Asignación Universal por Hijo sea lo que el discurso oficial dice que es: no es igualador ni empoderador y no puede serlo una suma que cubre 10 días del presupuesto del mes de una familia tipo. Sin embargo, y a diferencia de hace 15 años, esa asignación está y es previsible: la gente cobra. Son distintas maneras de relacionarse con el Estado. Está el hospital, pero muchas veces no tienen hilo para coserle una herida a un chico; la policía reprime y al mismo tiempo es la que paga por favores sexuales a las adolescentes del barrio. Decir que el Estado está totalmente ausente y que la policía lo único que hace es reprimir es simplificar una realidad mucho más compleja, y es que el Estado está y no está presente. Pensar que el Estado es sólo el aparato que está ahí pegándoles a los pobres o que está totalmente ausente es una simplificación de una realidad mucho más compleja que exige pensar cómo se va a intervenir.
-¿A qué atribuye el crecimiento de la violencia y el cambio de las modalidades de la violencia?
-Esto tiene que ver con los niveles de desigualdad y con una enorme informalización de la economía. Estamos viendo los efectos de la gran transformación neoliberal que ocurre en la Argentina a mediados de los setenta. Esto no se explica por causas de hace dos años o por lo que ocurre en 2001. Esto es lo que Karl Polanyi llamó «la gran transformación», que desproletarizó un sinnúmero de personas e informalizó la economía. Se sabe que a mayor informalidad, mayor cantidad de violencia, porque se remueven los mecanismos formales de mediación de conflictos. Además, estos lugares se transforman en espacios de fraccionamiento, almacenamiento y distribución de drogas ilícitas.
-¿Y de qué manera impacta la droga en las nuevas formas de violencia?
-La economía de las drogas es un arma de doble filo: por un lado, sostiene redes económicas y, por el otro y al mismo tiempo, las destruye. La violencia que genera el comercio de drogas no tiene que ver con un chico que drogado va y mata a alguien. Esto ocurre, pero no es la mayor violencia que el comercio ilícito de drogas provoca. La economía ilícita de las drogas genera violencia porque no hay un mecanismo de resolución de conflictos. Uno no puede ir al ombusdman a decirle: «Mire, me vendió bicarbonato de sodio, o fulano se fumó el resto». En esa economía informal que es ilícita, los mecanismos de mediación son las venganzas, las represalias y el ojo por ojo. A esto hay que sumarle La Salada, que es un polo económico que hace entrar y salir mucho dinero de la zona y que presenta oportunidades para el crimen y oportunidades para que el chico que ya no está en la escuela, que no tiene trabajo y que está en la economía informal ejerza lo que Max Weber hace tiempo llamó el «capitalismo de rapiña», porque son crímenes de oportunidad. No es casual que si uno mapea los homicidios que se dan en la zona, la enorme mayoría ocurre en las adyacencias de la feria, porque entra y sale gente con dinero. La feria se ha pacificado al interior: los empresarios, no sólo los económicos sino los de la violencia, han dicho: «Acá mandamos nosotros». Monopolizaron el ejercicio de la violencia adentro, pero exportan la violencia hacia afuera.
-Llama la atención la naturalidad con la que los chicos y los jóvenes hablan y conviven con una violencia cotidiana y omnipresente.
-Es importante decir esto: nosotros no fuimos a buscar historias de violencia, pero los chicos nos las traían una y otra vez. Los chicos hablan compulsivamente de la violencia. Yo no hablaría de naturalidad, porque eso implica dejar de notar, pero sí creo que hay mucha habitualidad. Lo problemático es que la exposición a la violencia es tan alta que hace difícil pensar que alguien pueda salir intacto y que eso no deje marcas en las formas de ver, de entender y de relacionarse. No estoy diciendo que es una zona de guerra, pero uno tiene la sensación de estar en presencia de la construcción de un gran trauma del cual no se está hablando.
-Si se entiende la resiliencia como la capacidad para atravesar y superar crisis y traumas, ¿hay resiliencia posible en estos sectores?
-Me cuesta mucho pensar que se pueda salir indemne. Es difícil pensar y comparar la vida de ese chico con la del de clase media que nunca vio un cadáver en la puerta de su casa, porque estos chicos ya han visto y ven muertos, heridos o alguien sangrando, algo que mis sobrinos, por ejemplo, no han visto nunca. Eso deja marcas psicológicas en la manera de relacionarse y de mirar el mundo. También es cierto que la gente no está pasiva frente a la violencia. Las madres ponen candados y atan a los hijos para que no se droguen, pero también pegan a los hijos y reaccionan con violencia frente a un intento de violación. Entonces, por un lado hay respuestas que reproducen esa violencia y por el otro hay respuestas de ciertos núcleos que quieren actuar y atisbos de organización colectiva.
-Una de las cosas que advierte es que las violencias están concatenadas e imbricadas: la sexual, la social y la interpersonal. ¿Por qué esto no ha recibido un tratamiento integral?
-Efectivamente, se han tratado las distintas violencias de manera separada y la realidad es que están empíricamente conectadas. Es decir, el adicto que tiene un altercado con un dealer y que después va a su casa y la mamá le pega, o el padrastro que abusa de una hermana: todo tiene que ver no sólo porque todo está presente al mismo tiempo, sino porque las represalias están relacionadas empíricamente. Por lo tanto, no puede ser que la madre de un adicto tenga que viajar una hora hacia el Norte del municipio para internar a su hijo y otra hora hacia el Sur porque el marido le pega, porque de hecho esas violencias están conectadas. Hay que hablar del drama de una madre que tiene que ir a la policía, que sabe que está involucrada en el tráfico de drogas, para que arreste su hijo adicto porque teme que mate a su hermana. Es alguien que voluntariamente se somete al poder perverso del otro. Este drama se vive todos los días.
-Los trabajadores utilizan trenes que chocan por desinversión y falta de control, transitan por calles de barro que debieron ser asfaltadas y esperan mejoras estructurales que nunca llegan del todo. ¿Hay conciencia de que la otra cara de la violencia es la violencia simbólica de la corrupción de los distintos gobiernos?
-Hay una sensación de que la política es algo que ocurre por encima de ellos. Es un universo oscuro y de arreglos que ellos desconocen. Tienen la sensación de que son objetos de la política y no sujetos. No tienen una relación de ciudadanos con el Estado, sino de «pacientes»: pacientes en el sentido de pasión y de padecer. La política es algo que se padece tanto cuando se relacionan con el gobierno local o federal. Es verse involucrados en una red que no pueden controlar, en la que a veces aparece un puntero y acelera un trámite. Y la relación nodal es una relación de espera: esperar a Godot, digamos, que puede aparecer bajo la forma de un plan social, de una casa o de un documento.
-¿Por qué cree que los medios cubren la violencia de los sectores medios y altos y muchas veces desatienden la violencia que padecen los sectores populares?
-El discurso sobre la inseguridad está muy dominado por la inseguridad que sufren los sectores medios y medios altos. Es una inseguridad real, pero que de hecho desplaza y oculta ésta. La mayor inseguridad medida en términos de muertos y heridos la sufren los sectores más pobres. Las tasas de homicidios no son democráticas: no están igualmente distribuidas entre Lomas de Zamora y Vicente López. Y tampoco lo están al interior de Lomas de Zamora. Esto trasciende a un gobierno; estos sectores estuvieron marginados desde antes de este gobierno y probablemente lo estén después. Esto es una papa caliente para el discurso progresista, que no se anima a hablar sobre este tema. Y hay que hablar sobre lo que nadie quiere hablar, porque estos lugares son fábricas de violencia..
Más allá de la intencionalidad del título por parte de La Nación, Auyero tiene mucha razón en lo que dice. Es algo que más o menos se sabe, pero siempre viene bien decirlo de nuevo.