La ciudadanía argentina acudirá mañana a las urnas para emitir su voto en elecciones primarias abiertas simultáneas y obligatorias (PASO), cuyo verdadero sentido es difícil de ser precisado por un amplio porcentaje de electores.
Esta instancia electoral ha sido creada con el fin de que la ciudadanía, sin necesidad de hallarse afiliada a un partido político, pueda intervenir directamente en el proceso de selección de los candidatos a cargos electivos nacionales de las distintas agrupaciones. Mejorar y extender los mecanismos democráticos ha sido supuestamente el propósito del Poder Ejecutivo y de los legisladores que apoyaron, allá por 2009, esta reforma electoral. Pero, paradójicamente, los comicios de mañana distarán de consagrar ese objetivo, a la luz de que son contadísimas las fuerzas políticas que se han abierto a la competencia interna y en las cuales sus dirigentes no han consensuado una lista única de postulantes a integrar el Congreso de la Nación.
Queda, así, el interrogante sobre si tendrá sentido el esfuerzo que implica movilizar a alrededor de treinta millones de ciudadanos para unas primarias abiertas en las cuales la mayoría de los partidos han hecho todo para que los ciudadanos intervengan lo menos posible en su proceso de selección de candidatos, resuelto entre cuatro paredes por un puñado de dirigentes.
Esta crítica abarca al oficialista Frente para la Victoria, cuya líder y presidenta de la Nación, pese a declamar constantemente en favor de la ampliación de los mecanismos de democratización, ha dado el peor ejemplo, interviniendo personalmente en la designación a dedo de los candidatos partidarios en prácticamente todos los distritos y hasta en su orden en las listas.
De este modo, las PASO de hoy -salvo por unas pocas excepciones en las que habrá competencia entre postulantes de una misma agrupación política- han quedado reducidas a una suerte de gran encuesta que perfilará lo que podría ocurrir en las elecciones generales legislativas del 27 de octubre.
Estas primarias abiertas han sido, por ende, vaciadas de contenido, del mismo modo que la particular tendencia oficial a hablar de «democratización» ha desnudado las inclinaciones demagógicas de este concepto.
Esta cuestión nos obliga, como ciudadanos, a repensar muchas de las discusiones de los últimos meses, en las cuales se ha bastardeado tanto la palabra democracia. Las elecciones legislativas de octubre podrían ser concebidas, desde un determinado ángulo, como las más relevantes desde la reapertura democrática producida en 1983. La razón es que, por primera vez desde entonces, parece en debate la definición de democracia.
El sistema democrático descansa en una regla de validez, según la cual le toca gobernar a quien obtenga más votos, que no necesariamente es el que siempre tendrá la verdad. Para preservar a la sociedad de la eventualidad de que emerja una mayoría equivocada o los abusos de poder, el constitucionalismo liberal ha instituido dos poderosos principios. Uno de ellos es la independencia del Poder Judicial, de modo que la interpretación de las leyes no quede sometida a los vaivenes electorales de corto plazo y que se pueda ejercer un efectivo control de constitucionalidad de las normas legales emanadas del poder político. El restante principio no es otro que la libertad de prensa, que garantiza el derecho a la crítica y el derecho de la ciudadanía a estar informada.
Esos dos principios han sido puestos en tela de juicio de manera explícita a lo largo de los dos últimos años por el gobierno nacional. Cristina Fernández de Kirchner ha propuesto inaugurar un nuevo sistema, regido por otra regla, según la cual la única legitimidad respetable debe ser la de la mayoría, que se expresa a través del partido gobernante. Así, toda crítica de la prensa y cualquier objeción de los jueces a la voluntad del que manda deben ser concebidas como acciones antidemocráticas, destituyentes y golpistas.
En esta tan particular como autoritaria manera de interpretar la vida institucional se ha sostenido el proyecto de «democratización de la Justicia» del oficialismo, al igual que, en buena medida, la «democratización de la palabra» que decía reivindicar la cuestionada ley de medios.
Se trata de una lógica de acuerdo con la cual el Poder Judicial «le ata las manos al Estado», según palabras de la propia primera mandataria. Como si el Estado fuese exclusivamente el Poder Ejecutivo y se pretendiera ignorar que la Justicia es tan Estado como la Presidenta. Y como si cualquiera de los actos o proyectos presidenciales tuviera que ser obligatoriamente convalidado por legisladores y jueces, independientemente de que sean constitucionales o no.
También se afincan en esta lógica otras iniciativas, por ahora hipotéticas. Entre ellas, la búsqueda de la reelección presidencial indefinida sin respetar los procedimientos establecidos en nuestra Ley Fundamental, y la subordinación de las Fuerzas Armadas a un proyecto partidario.
A lo largo de los casi treinta años desde la refundación democrática, la Argentina asistió a no pocas elecciones en las que se discutió el nivel de calidad institucional. Pero se producirá con el actual proceso electoral la primera oportunidad en la cual lo que se debate es un eventual rediseño de la República y sus principios o, más aún, su posible abolición. .
Esta instancia electoral ha sido creada con el fin de que la ciudadanía, sin necesidad de hallarse afiliada a un partido político, pueda intervenir directamente en el proceso de selección de los candidatos a cargos electivos nacionales de las distintas agrupaciones. Mejorar y extender los mecanismos democráticos ha sido supuestamente el propósito del Poder Ejecutivo y de los legisladores que apoyaron, allá por 2009, esta reforma electoral. Pero, paradójicamente, los comicios de mañana distarán de consagrar ese objetivo, a la luz de que son contadísimas las fuerzas políticas que se han abierto a la competencia interna y en las cuales sus dirigentes no han consensuado una lista única de postulantes a integrar el Congreso de la Nación.
Queda, así, el interrogante sobre si tendrá sentido el esfuerzo que implica movilizar a alrededor de treinta millones de ciudadanos para unas primarias abiertas en las cuales la mayoría de los partidos han hecho todo para que los ciudadanos intervengan lo menos posible en su proceso de selección de candidatos, resuelto entre cuatro paredes por un puñado de dirigentes.
Esta crítica abarca al oficialista Frente para la Victoria, cuya líder y presidenta de la Nación, pese a declamar constantemente en favor de la ampliación de los mecanismos de democratización, ha dado el peor ejemplo, interviniendo personalmente en la designación a dedo de los candidatos partidarios en prácticamente todos los distritos y hasta en su orden en las listas.
De este modo, las PASO de hoy -salvo por unas pocas excepciones en las que habrá competencia entre postulantes de una misma agrupación política- han quedado reducidas a una suerte de gran encuesta que perfilará lo que podría ocurrir en las elecciones generales legislativas del 27 de octubre.
Estas primarias abiertas han sido, por ende, vaciadas de contenido, del mismo modo que la particular tendencia oficial a hablar de «democratización» ha desnudado las inclinaciones demagógicas de este concepto.
Esta cuestión nos obliga, como ciudadanos, a repensar muchas de las discusiones de los últimos meses, en las cuales se ha bastardeado tanto la palabra democracia. Las elecciones legislativas de octubre podrían ser concebidas, desde un determinado ángulo, como las más relevantes desde la reapertura democrática producida en 1983. La razón es que, por primera vez desde entonces, parece en debate la definición de democracia.
El sistema democrático descansa en una regla de validez, según la cual le toca gobernar a quien obtenga más votos, que no necesariamente es el que siempre tendrá la verdad. Para preservar a la sociedad de la eventualidad de que emerja una mayoría equivocada o los abusos de poder, el constitucionalismo liberal ha instituido dos poderosos principios. Uno de ellos es la independencia del Poder Judicial, de modo que la interpretación de las leyes no quede sometida a los vaivenes electorales de corto plazo y que se pueda ejercer un efectivo control de constitucionalidad de las normas legales emanadas del poder político. El restante principio no es otro que la libertad de prensa, que garantiza el derecho a la crítica y el derecho de la ciudadanía a estar informada.
Esos dos principios han sido puestos en tela de juicio de manera explícita a lo largo de los dos últimos años por el gobierno nacional. Cristina Fernández de Kirchner ha propuesto inaugurar un nuevo sistema, regido por otra regla, según la cual la única legitimidad respetable debe ser la de la mayoría, que se expresa a través del partido gobernante. Así, toda crítica de la prensa y cualquier objeción de los jueces a la voluntad del que manda deben ser concebidas como acciones antidemocráticas, destituyentes y golpistas.
En esta tan particular como autoritaria manera de interpretar la vida institucional se ha sostenido el proyecto de «democratización de la Justicia» del oficialismo, al igual que, en buena medida, la «democratización de la palabra» que decía reivindicar la cuestionada ley de medios.
Se trata de una lógica de acuerdo con la cual el Poder Judicial «le ata las manos al Estado», según palabras de la propia primera mandataria. Como si el Estado fuese exclusivamente el Poder Ejecutivo y se pretendiera ignorar que la Justicia es tan Estado como la Presidenta. Y como si cualquiera de los actos o proyectos presidenciales tuviera que ser obligatoriamente convalidado por legisladores y jueces, independientemente de que sean constitucionales o no.
También se afincan en esta lógica otras iniciativas, por ahora hipotéticas. Entre ellas, la búsqueda de la reelección presidencial indefinida sin respetar los procedimientos establecidos en nuestra Ley Fundamental, y la subordinación de las Fuerzas Armadas a un proyecto partidario.
A lo largo de los casi treinta años desde la refundación democrática, la Argentina asistió a no pocas elecciones en las que se discutió el nivel de calidad institucional. Pero se producirá con el actual proceso electoral la primera oportunidad en la cual lo que se debate es un eventual rediseño de la República y sus principios o, más aún, su posible abolición. .