Sólo gasta quien puede

Si, en los años que van desde 1994 hasta hoy, Elisa Carrió sólo hubiera sido lo que sus críticos repiten, debería considerarse un raro ejemplo de malentendido. Casi todos los que han sido diputados o legisladores gracias a que ella fundó las plataformas políticas donde pudieron mostrarse ante los ciudadanos, salir del anonimato, de la academia o del aparato burocrático del Estado para convertirse en figuras públicas coinciden en que Carrió después de un tiempo corto o largo destruye lo que construyó. Y que su estilo personalista (narcisista, dicen los más versados en diagnósticos subjetivos) es incompatible con la dimensión colectiva de la política.
Carrió ha dilapidado su carisma, sostenida por el convencimiento de que cientos de miles de votos perdidos entre una elección y otra pueden ser recuperados. Con atendible razón, no se adjudica las causas de esa pérdida solamente a ella. En los años kirchneristas hubo momentos en que los votantes buscaron oposición y momentos en que muchos simplemente se corrieron porque los vientos de la economía soplaban favorables a sus embarcaciones.
También el radicalismo, en estos mismos años, perdió centenares de miles de votos, con candidatos demasiado imperfectos y defección de dirigentes que se kirchnerizaron. Las pérdidas electorales del radicalismo nadie las atribuiría solamente a los defectos de sus dirigentes, sino también a equivocaciones tácticas colectivas. Tampoco es posible responsabilizar a Carrió de que, al día siguiente de la primera victoria de Néstor Kirchner, algunos notables que la seguían se pasaran a las filas del nuevo gobierno. Y que, más tarde, miembros electos del Parlamento por ARI o la Coalición Cívica, sin ningún relieve político anterior, se hicieran «independientes» (las comillas son en este caso obligatorias) por razones que no siempre quedaron claras.
Como Carrió inventó sus propios espacios políticos, sus éxitos y fracasos electorales son parcial consecuencia de ese mérito anterior. Destruyó lo que, previamente, había construido. Fue abandonada por muchos que, sin Carrió, no habrían estado en la situación de abandonar a nadie porque no habrían llegado a ser diputados ni legisladores. Para poner un ejemplo: Adrián Pérez hoy no tendría un lugar vistoso en las listas de Sergio Massa si no hubiera pasado por las de Carrió. Es una dirigente destructiva con propios y aliados, pero antes ha sabido detectar en ellos el potencial político.
También es posible razonar incorporando otro punto de vista. Preguntarse cuál es el balance de Carrió en estos años. Hace dos décadas, muchos pensábamos que las cuestiones de moral pública eran un suburbio que había que atender con los jueces y la policía, pero que no definían la gran política. Fue el Frepaso de los años 90, donde estaban Chacho Álvarez y Graciela Fernández Meijide, el primero que adjudicó a la corrupción una importancia que iluminaba el oscuro rincón del delito para definirla como un modo de mantener y acrecentar el poder. También en los 90 se comenzó a hablar de «mafias» alojadas dentro del Estado. Carrió tomó una posta en una historia sinuosa que provoca la honorable renuncia de un vicepresidente de la República por el affaire de la Banelco.
Politizar la corrupción: Carrió hizo ese movimiento que obliga a reconocer que la corrupción puede convertirse en ejercicio sistemático, lo cual no quiere decir simplemente frecuente o escandaloso, sino rasgo intrínseco de un régimen: una forma de gerenciar el dinero del Estado, de manejar los ingresos y gastos públicos. En este caso, el problema desborda la corrupción moral, en sí misma suficientemente inaceptable, para dar forma a un Estado manejado de modo clandestino por un gobierno y sus cómplices en la sociedad. Del límite moral, no robarás, se pasa así al espacio político: no harás del Estado un instrumento monstruoso y dañino. La corrupción no sólo mancha a los individuos, sino que también carcome las bases mismas de las instituciones.
Los excesos de Carrió condujeron a iniciar investigaciones que nadie, excepto los corruptos, consideraría excesivas, como las de Graciela Ocaña, que también llegó a la política por el partido de Carrió y que también lo abandonó porque creyó que podía hacer más en el kirchnerismo, donde finalmente se topó con la pared. ¿Es culpable Carrió de la equivocación de Ocaña, cuando creyó que podía seguir avanzando? ¿Fueron los excesos de Carrió los que llevaron a Ocaña a darse cuenta de que su carrera había terminado porque la Presidenta ya no seguiría apoyándola?
Es indiscutible que el estilo de Carrió produce fastidio en muchos espíritus que valoran el diálogo. Carrió tiene rasgos de intolerancia y de personalismo que son tan evidentes en ella como en la Presidenta. Ambas usan la primera persona como un arma a repetición. Ambas se consideran providenciales y se atribuyen un protagonismo sin actores de reparto. Ambas, muchas veces, se han mostrado incapaces de frenar la agresividad.
Todos estos rasgos las asemejan. Pero nada más. De tales parecidos estilísticos no pueden sacarse conclusiones, salvo para quienes piensan la política como un drama de psicologías. Carrió es, sin duda, personalista hasta un punto en que sus ideas son siempre las primeras o las únicas válidas. Lucha por la primacía como si sus méritos dependieran de ella. En esto se equivoca: no necesita ser la primera ni la responsable de todo lo (bueno) que pueda suceder para que objetivamente se reconozca su trabajo de estos años: ha marcado la línea que no debe pisarse. Sin embargo, Carrió hace pasar esa línea por territorios que no deberían ser enemigos. Su estilo fomenta las divisiones. Pero no fomenta las traiciones ni las defecciones. La traición no es un defecto moral del traicionado, sino del traicionero.
© LA NACION .

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