Perfil escribió que Axel Kicillof, el viceministro de Economía de la Nación, recorre peloteros con su auto oficial. No se dice si para reclutar nenes y ponerles la pechera de La Cámpora o para comprárselos. La verdad es más sencilla: después de una jornada laboral completa, Kicillof pasó a pagar de su bolsillo el único pelotero donde su hijo iba a festejar su cumpleaños, de vuelta a su casa. Esto fue lo que ocurrió: hay testigos. ¿Pero dónde comienza el padre y termina el funcionario para Perfil? ¿O la intención es mostrarlo en excursión por peloteros misteriosos y no trabajando 16 horas por día? Sucede que los militantes de La Cámpora cargan con el peso de una mitología adversa, diseñada a conciencia por el país conservador que se expresa en Clarín y La Nación y sus satélites, que dice que ocupan espacios de poder por arribismo y que sacian sus bajos instintos desde poltronas de terciopelo. No son jóvenes políticos: son fanáticos de la Play Station. No creen en el país: los subyuga el último modelo de BlackBerry. No trabajan: se divierten jodiéndole la vida al resto. No militan: son apenas una agencia de colocaciones. No tienen hijos que festejan cumpleaños en el pelotero: los compran para invertir las millonadas que ganan. Es absurdo, pero los mitos no son racionales.
La mitología sostiene el sistema de creencias de una sociedad. En nuestro país, la presunta ineptitud de los jóvenes para cualquier tarea es un lugar común. A eso, hay que añadirle que si incursionan en política, además de inútiles, se tornan sumamente peligrosos. ¿No eran jóvenes, en su mayoría, los desaparecidos? ¿Y Felipe Vallese? ¿Y Pampillón? ¿Y Mariano Ferreyra? Si toman una escuela, son presentados como una amenaza. Pero si además llegan a viceministros de Economía, con ideas que no son las del poder económico establecido, se convierten en herejes imperdonables. ¿O acaso el linchamiento que sufrió Kicillof en el Buquebus no se basó en esa premisa demonizante? Y, sin embargo, cuando tuvo que ir al Parlamento a defender la reapertura del canje de deuda, Kicillof habló de igual a igual con políticos que tienen 30 o 40 años de trayectoria, e incluso hizo empalidecer con sus intervenciones al radical Gerardo Morales, el más ofuscado con su impetuosa presencia. Lo que dijo luego fue descontextualizado, reforzando la idea de que las nuevas generaciones no tienen nada interesante para decir, ninguna cosa buena para aportar, ninguna experiencia que valga la pena, cuando había ocurrido exactamente lo contrario.
La vieja política, representada por Morales, se solazó tratando de dejar en ridículo al recién llegado. Si se repasa el encuentro, se puede ver todavía en YouTube, cualquiera podrá advertir que Kicillof, guste más o guste menos su estilo de camisa abierta y patillas, fue consistente en su exposición y dejó pedaleando en el aire a su inquisidor, un hombre entrenado en la esgrima parlamentaria y que atravesó varios gobiernos, incluido el de la Alianza y sus consecuencias, de las que no se hace cargo. ¿Se fijaron? Morales habla siempre como si no tuviera pasado.
Ocurrió lo mismo con Juan Cabandié en el debate por TN. La diferencia, en este caso, es que Clarín le da más relevancia institucional (se mide en más segundos de aire) a lo que produce en sus propios estudios que a lo que sucede en el Parlamento Nacional. Esas son las reglas de juego que impone desde su supremacía. Así se concibe el Grupo Clarín SA: como un Estado empresario que está por encima de los tres poderes del Estado democrático. Esta vez, esa modalidad perversa de comunicación se les volvió en contra. Cabandié, el novato, al que aporrean desde sus páginas como expresión del kirchnerismo imberbe cada vez que pueden, fue a la cancha del adversario y quedó del lado de la sensatez política frente a una Elisa Carrió destemplada, fuera de registro y autocelebratoria hasta el paroxismo. La lección que Cabandié le dio sobre la lucha de Abuelas fue implacable. Decir de modo desencajado que Carlotto anima políticas fascistas o que los padres de Cabandié eran delincuentes no favoreció a Carrió. Cabandié no perdió la calma en ningún momento, simplemente habló. Y frente a unas elecciones de medio término, donde se eligen legisladores y no una reformulación general del sistema político, pudo exhibir el largo listado de ausencias al Congreso de su oponente, una verdad ocultada, y la líder de UNEN no tuvo más remedio que zafar con un chiste sobre la diabetes y los «kerners», y volver al libreto de que todos son corruptos menos ella.
Otra vez, el mito derrumbado. Querían a un joven Cabandié balbuceante, tropezándose con alguna inoperancia gramatical, tragando saliva, y les salió un político preparado, con resto oratorio para hablar de igual a igual con una dirigente de carrera, que también atravesó varios gobiernos como Morales, incluido el de la Alianza y sus consecuencias, de las que no se hace cargo tampoco. Ni siquiera el atajo del maternalismo le resultó útil a Carrió. Se la vio en su peor versión: la que grita queriendo meterle miedo al otro. Nelson Castro debería diagnosticarla a distancia. Con Cabandié le salió mal. El camporista debe haber sorprendido con su aplomo a una audiencia no habituada a escucharlo de primera mano, sino maldecido por los zócalos del canal de Héctor Magnetto. En ese sentido, el debate fue como las audiencias de la Corte Suprema por la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual: argumento contra argumento, enfrentados Clarín o sus políticos predilectos y los que defienden posturas que no son de su agrado, ganan lo segundos, aunque jueguen en terreno del adversario. Es así: en las peleas de igual a igual, el mejor se destaca. Cabandié demostró que Carrió ya no se puede comer a los chicos crudos.
De los referentes juveniles del kirchnerismo, otro que también aguantó las estocadas envenenadas del senador Morales fue Mariano Recalde, el administrador de Aerolíneas Argentinas (AA). Desde que asumió en su cargo no tuvo paz. No hubo una sola nota a favor de su trabajo en Clarín y La Nación. Ni una. Todo se hizo mal. Así se construyó la idea de una gestión deficitaria y a la bartola. El proceso de demonización a su figura quedó a cargo de los periodistas de los grupos hegemónicos que vivían de la pauta publicitaria de AA cuando estaba en manos de la española Marsans. Sin embargo, cuando Recalde tuvo que ir al Parlamento a informar sobre la situación de la empresa, lo hizo con solvencia técnica y política. Morales, incluso, se sacó de las casillas, porque Recalde explicaba todo: «Es un delincuente y un cagón», le espetó al CEO de AA. Hasta La Nación, que quiere menos a Recalde que a Morales, calificó de «exabrupto» lo que el radical le dijo. Todo porque Recalde, hace unos años, en un acto de La Cámpora, había tratado a los senadores de «zánganos», por lo que pidió disculpas públicas. Morales planteó una cuestión de privilegio, Recalde fue a los papeles: dio cifras de su gestión y explicó en detalle el plan de negocios de la empresa. La cobertura de los medios hegemónicos se redujo al altercado con el senador jujeño. De mostrar a un CEO estatal joven, que trata de manejar una empresa compleja, en un mercado todavía más complejo como el aerocomercial, gestión más difícil aún por la herencia que dejó el desmanejo privado, poca y nada, aunque el comentario en el Senado haya sido la «paliza» política que recibió Morales.
Por suerte, la realidad se manifiesta también por fuera de las páginas de los diarios opositores. El kirchnerismo tiene diez años en el poder. De ese tiempo, la promoción de cuadros jóvenes a lugares de responsabilidad ocupó el último tercio. El trasvasamiento generacional no es un lecho de rosas. Una decisión política no siempre está acompañada de aciertos automáticos. Un intento es eso: una apuesta a que las cosas salgan bien. La campaña de estigmatización contra los militantes de La Cámpora pretendió esterilizar todo ese proceso. Cabandié, Larroque, Recalde, Kicillof, por citar a los más conocidos, fueron los blancos móviles de la etapa. Sin embargo, ahí están. Leyendo la historia del peronismo o del desarrollismo, mientras descubren cómo funciona el Estado o lo que se pudo reconstruir de él en estos años. Y en condiciones de saltar a ligas cada vez más grandes, sin dejarse asustar por los profesionales de la chicana.
Conforman una contracultura política con responsabilidades estatalistas. Es un maridaje inédito. Estos no son los ’70. Tampoco la transición alfonsinista. Es la Argentina post estallido, la que quedó después del neoliberalismo, con su propuesta de hedonismo individualista para los jóvenes, la que ahora es desafiada por una generación que se animó a lo menos sencillo, alentada por Cristina. No es el monte tucumano: hoy es la gestión. Los contextos cambian. Los instrumentos, lo mismo. La medida del coraje, también.
Son jóvenes que podrían estar corriendo por izquierda al kirchnerismo hasta envejecer prematuramente. Viendo quién arroja sobre la mesa la consigna más radicalizada. Hablando de los pobres sin saber leer un presupuesto. Quemando cubiertas frente a los ministerios sin jamás haber pagado una planilla de sueldos. Agitando rabiosamente banderas maximalistas 15 minutos antes de convertirse en conservadores que agitan banderas maximalistas. Decidieron otra cosa, porque el país necesita de otra cosa: dar un paso más allá, involucrarse en el funcionariado sin abandonar su sentido misional, convocados por dos líderes con olfato por la trascendencia. De los legados de una década de kirchnerismo en el gobierno, la juventud militante que se anima a pensar un país propio, es el mejor y el que más dialoga con el futuro.
De la guardia republicana, del grupo militante cerrado, de las fascinaciones por las historias pasadas, del pánico escénico que produce la altisonancia de la vieja política, de los errores y de los aciertos en estos años turbulentos, emerge un grupo de cuadros fogueado que cuando habla, derrumba el mito. De ellos se dijo casi todo. Menos que crecieron.
Cuatro años es un mandato presidencial completo. Es más del 10% de los 30 años de democracia ininterrumpida que vivimos los argentinos desde 1983. Cuatro años es el tiempo entre Mundial y Mundial. Cuatro años cumplirá Tiempo Argentino en mayo próximo. Son los años que tiene mi hija, cuatro años. En ese tiempo, ella aprendió a comer sola, a caminar, a hablar y a dejar embelesado al padre con sus mohínes y sus curiosas preguntas sobre el mundo, que yo no sé responderle. Es la mejor periodista que conocí. Cuatro años, en el caso de mi hija, es una vida completa. La suya.
Cuatro años hace que se sancionó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, la «ley de medios de la democracia». Ni uno, ni dos, ni tres. Cuatro años sin poder aplicarla en su totalidad porque un grupo empresario se niega y una justicia injusta le da la razón en su berrinche.
Nuestra democracia pudo sacarse de encima el cepo de la impunidad que impedía el juicio a los violadores de los Derechos Humanos de la última dictadura cívico-militar. Pero no logró, aún, que una norma antimonopólica sea acatada por un grupo empresario como Clarín SA. Decir esto me hace sentir viejo por primera vez. Entendiendo por «viejo» no algo malo ni grave: sencillamente transformarse en una persona más consciente de que el tiempo pasa, que no somos eternos, eso solamente.
Cuatro años pasaron y pasaron muchas más cosas en ese lapso. Es mucho tiempo. Los siete integrantes de la Corte Suprema tienen en este momento el reloj de arena en su mano. De ellos depende que pasen otros cuatro años o declarar ya mismo la constitucionalidad de la ley. Dicen que van a esperar hasta después de las elecciones, atando el fallo de una manera u otra a lo que digan las urnas.
Todo este proceso fue de una didáctica enorme. Puso a la democracia cara a cara con un poder empresario que siempre se salió con la suya. Nosotros lo contamos desde estas páginas. Va a ser muy difícil para la Corte explicar que la única democracia posible es una donde los que tienen poder ganan y el resto somos simples espectadores. Ojalá no lo tenga que explicar, porque sería inexplicable. Como el plazo de cuatro años que ya le extendió a Héctor Magnetto.